Por Ignacio Alcuri *
El teatro estaba repleto y no era para menos: el famoso clarinetista polaco Yupansky visitaba nuestro país por primera vez en más de una década. La productora había tenido que agregar una segunda función, para la que solo quedaban un puñado de entradas.
Diez minutos después del horario programado para comenzar,
el maestro salió a escena y provocó una explosión de papel picado, cánticos y
hasta una bengala. Esto último me pareció de mal gusto y le respondí con
silbidos.
Cuando todo se silenció, Yupansky se dirigió a nosotros en
perfecto castellano. Explicó que su manager de toda la vida había muerto de un
ataque al corazón en los camerinos, hacía pocos minutos, pero que realizaría el
concierto en honor a su memoria. Le respondimos con una ovación de pie.
Comenzó tocando su famosa «Suite n.° 13», un reggaeton
escrito en la mencionada habitación de un conocido hotel de Miami, y siguió con
dos temas de su último disco. La cuarta interpretación fue un cover de Mozart.
Promediando el show, un hombre de gabardina beige pidió el
micrófono a Yupansky para hacer un anuncio. Se identificó como un detective de
homicidios y reveló que el manager en realidad había muerto envenenado, y que
todos éramos sospechosos. Aclaró que los interrogatorios recién comenzarían
cuando finalizara el concierto, lo que aplaudimos con gratitud.
La segunda mitad del repertorio del polaco cayó en varios
lugares comunes, como la sonata «Mate del Pastor» en cuatro movimientos y un
tema de Eduardo Mateo, cuyo apellido Yupansky pronunció erróneamente
«Matthews».
Después del último tema, los presentes mantuvimos las
palmas, cumpliendo nuestra parte del contrato tácito que garantiza dos o tres
bises, pero Yupansky no aparecía. Quien sí lo hizo fue el detective de
homicidios. Explicó que el análisis de las huellas digitales en el frasco de
veneno condenaba al músico, quien se había enterado del amorío entre el manager
y la señora Yupansky.
No volvimos a ver al virtuoso, quien fue conducido por la
policía por la puerta trasera del teatro hasta la comisaría más cercana.
Dejamos la sala de forma ordenada, comentando por lo bajo lo sucedido.
La información todavía no había llegado al exterior, y los
que habían comprado entradas para la función de segunda hora hacían fila en la
puerta del Solís. Nos miraban de reojo, buscando apenas un indicio de cuán
disfrutable había sido el espectáculo. Yo no pude con mi genio, y dije en voz
alta:
* Agradecemos al autor la gentileza de permitirnos publicar este cuento.
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