Por Fernanda García Lao *
Día uno: Cartagena
Zarpamos
temprano. Había mucho viento y me refugié en el abrigo del capitán. Sonreí
mientras pensaba en algo terrible. Después, un oficial de a bordo me acompañó
hasta mi camarote. Estaba muy excitada con mi nueva vida, pero me quedé
dormida. Cuando desperté estaba con la proa hacia el norte. Había poca luz y
sonidos extraños; tuve miedo hasta que entendí que así suenan los barcos. Me
maquillé y salí a vagar por los pasillos alfombrados.
Encontré a
varias familias esperando la visión de los delfines. El pelo se les volaba y
parecían objetos tristes con un ventilador cerca.
Al cabo de
veinte minutos pudimos observar un brillo acuático y el capitán dijo «qué
suerte»; aquello era un grupo de delfines dándonos las gracias. Sonreímos sin
entender y después nos invitaron a un chocolate caliente.
A las 20:35
cené en la mesa de los ilustres. Devoré, cual alimaña. Me senté junto a un
periodista frívolo, de nombre Alfonso. Vegetariano. Yo no lo sabía y torturaba
a un pedazo de pollo en mi plato. Quedamos en darnos otra oportunidad.
Día dos: Agua
El
repertorio es muy aburrido, me lo entregó el capitán. Canto como quien pone
huevos. Hay veinte mesas llenas de hombres y mujeres colorados. El periodista
ni siquiera levantó la vista para mirarme. La orquesta no está en las mejores
condiciones. A veces padezco de ráfagas de lucidez y me muero de risa. Me pasó
mientras terminaba de desafinar en «My Way». Tuve que simular emoción, pero en
realidad estaba descompuesta de la risa. Decadencia y repetición.
Me he
adaptado al movimiento de altamar. Me hace sentir borracha sin tener que beber.
Así me abstengo de gastar o de pedirle favores al barman. Alfonso me invitó a
ver la luna. Paseamos por la popa sin decir una palabra. La luna no se atrevió
a salir, así que tuvimos que mirarnos y padecer nuestro silencio.
23:10 Mi
camarote me gusta. Es tan pequeño que lo abarco con los brazos extendidos. Miro
por la claraboya las olas negras. Ajena al peligro, en mi cuartito lleno de mí.
Qué clase de criaturas mojadas me observarán del otro lado. Duermo bien,
acunada por las respiraciones lánguidas de los peces.
Día tres: Panamá lejos y a babor
Milagrosamente
estoy despierta y aún no son las diez. Voy a aprovechar las instalaciones.
Intento parecer seria dentro de mi bikini y me dirijo a los márgenes de la
pileta. Me derramo en una reposera. Una niña delgadita y colorada le pregunta a
su mami, «¿Esa es la orquesta?» y me señala con asco. Saludo más allá de todo
rencor. El sol calienta mis extremidades.
Alfonso es
un escándalo. Aparece con unos pantaloncitos de colores y un grabador. Lo
saludo desde mi cansancio y él no me ve, o hace como que no. Adivino un gran
miembro detrás de los dibujos geométricos.
15:30 Estoy
cansadísima. Jugué al ping-pong con
Alfonso durante tres horas. No conseguí darle a la pelotilla. Descubrí en él a
un mártir. No le importó mi falta de lógica deportiva. Así bautizó a mi
torpeza. Dijo que tenía voluntad y miró mis tetas sin complejos. Creo que la
inutilidad se compensa con la carne.
Almorcé
espinacas por si aparecía mi galán de turno. Comí una tonelada pero todavía me
sentía insatisfecha. Después llegó él y criticó mi docilidad. Dijo que yo era
demasiado maleable. No pude dormir la siesta tranquila. Soñé con enredaderas
asesinas. He pedido una merienda en mi refugio. Mariscos, pancitos y cerveza
negra.
En el
camarote de al lado se aloja el trompetista de la banda. Si coloco la oreja
junto al cuadrito de los mares del sur, puedo escuchar sus movimientos. Habla
solo. Hace un rato dijo «cómo me duele la cabeza». Después hizo un gran
silencio, como de media hora, para añadir «vaya mujer». ¿Se referiría a mí?
21:15 Canté
de costado, para que el trompetista tuviera una visión más generosa de mí.
Dediqué los temas a los hombres sensibles y creo que le gustó. Hoy canté la
fórmula tropical. Un viejo decidió tener un infarto en el estribillo de «Bésame
mucho», así que nadie prestó atención a mi carraspera. Creo que soy una mujer
con suerte. ¡Me invitó una copa el trompetista! Quedamos en el bar de proa. Él
estaba sentado cuando entré. Aparté el pelo de mi espalda y dejé caer
ingenuamente la tira del vestidito. Ni amagó a acomodarme la silla. O el
vestidito. Me senté con indiferencia y él no movió ni un músculo. Entonces
apareció Alfonso, del brazo de una viajera. En ese momento llamaron por
altavoces a la orquesta.
El trompeta
y yo tuvimos que dejar el trago a medias mientras Alfonso, llamativamente
exaltado, transpiraba su camisa a escasos centímetros de la turista.
23:45 Canté
peor que nunca, y ya es decir. Los músicos fruncían el ceño en cada agudo y
resoplaban en los graves. El público se mantenía ajeno a mi batalla vocal, en
especial Alfonso, que producía risas y exhibía sus dientes frente a la anodina
que lo acompañaba. Decidí obviar «New York, New York», por atención a la
orquesta que se había ido retirando a medida que avanzaba el repertorio.
Trompeta guardó las partituras sin levantar la vista. Comprendí que lo nuestro
era imposible.
Día cuatro: Golfo de los Mosquitos
11:35 Me
levanté con un sarpullido. Creo que el marisco me hizo mal. Intenté vomitar
pero ya era tarde. Soy de digestiones obtusas. Voy hacia la enfermería.
El médico
es un hombre enclenque y mal dormido. Sin embargo se comportó como un
profesional cuando me aparté el pareo. Observó con infinita frialdad todo mi
cuerpo y después me recetó una pomada. Intenté hablarle de mi pasado, pero
golpearon a la puerta por no sé qué problema gástrico.
Cambio el
recorrido. Ahora enfilo hacia la enfermería automáticamente. En sólo dos horas
pasé cinco veces por ese pasillo. La puerta quedó mal cerrada y pude acceder a
palabras sueltas emitidas por el doctor. ¿Será casado?
Todavía no
son las dos y ya se acabó la pomada. Estoy pegajosa y blanca. Necesito una
opinión bien fundamentada. Llego a la enfermería pero está cerrada. Golpeo. Se
escuchan lamentos y agitación. Vuelvo a golpear. Me contestan con un alarido.
Corro por los pasillos, llorosa y solitaria. Me pierdo. Veo pasar familias
felices de la mano.
14:15 Me
cubro lo mejor que puedo para presentarme en el comedor. Distingo a Alfonso en
la mesa siete y al trompeta en la ocho. Me siento en la tres, detrás de la
columna griega. Pido un caldito. Comparto la mesa con un viejo paralítico que
me sonríe y alaba las legumbres. Vuelvo a la enfermería atragantada por una
col. Soy atendida por la suplente. Regreso al camarote confundida. Siento que
los hombres me vapulean sin ton ni son. Soy objeto de cuitas y vaivenes. Tengo
que concentrarme en otra cosa.
17:05
Compro un par de revistas tontas. Voy a relajarme en una colchoneta. La música
funcional y el movimiento ondulante, además de las letras pequeñas, me dejan
sin defensas. Duermo plácidamente y sin control hasta las nueve de la noche.
Despierto en la sala de lecturas, con la cara sobre la portada. Tengo tinta
verde en la mejilla. No puedo eliminarla. Ya debería estar cantando. Corro
hacia mi camarote y me embuto en el vestido violeta. Parezco una muerta en su
mortaja. Llego al salón veinte minutos tarde. Nadie parece haber notado mi
ausencia. Los músicos, más animados que nunca, improvisan un bolero. Canto. No
coincido una sola nota, pero agito la cadera. Después de la rutina voy a
emborracharme. Adoro el tintineo de las copas en altamar.
23:56
Cuando por fin bajan las luces y la música, me miro en el espejo de la barra.
Pareciera que no estoy en mí. Soy un fantasma. A pesar de mi madurez
curvilínea, no peso más que un suspiro. Un estertor. Tiro todo. Quiero
enloquecer. Un par de alcohólicos me ayudan a destrozar unas mesitas.
Día cinco: a toda máquina
Duermo
detenida. Pero me siento mejor que anoche. Al menos soy un peligro para la
tripulación. No cantaré nunca más en el Caribdis, palabras del capitán. Parece
que Dios existe. A propósito, uno de los borrachos me invitó a desayunar.
Acepté. El nivel de alcohol de mi acompañante me libera de toda atadura social.
Converso con él brutalmente. Le confieso el odio que siento hacia mi persona.
Incluso le hablo de mis problemas digestivos. Él asiente, mientras consume
lentamente un vaso de tequila.
Ya en su
camarote, tenemos relaciones. O algo parecido. La verdad es que juntos pesamos
una tonelada. Nos empujamos sin cortesía, no dejamos nada en su lugar. Nuestras
risas son tan frondosas que suenan golpecitos alusivos a derecha e izquierda.
Después vuelvo al mío y lo encuentro cerrado. Mis cosas han sido requisadas. Mi
contrato, rescindido. No soy tirada a los tiburones, porque el capitán es
testigo de Jehová. Pido asilo al borrachín amante.
Otra vez
entre sus brazos, ahora dormidos, de chongo mexicano. Afuera se prepara una tormenta.
Veo los rayos y canto «que llueva, que llueva», mientras me como el gusano de
su botella. Después beso el tórax de mi compañero. Es tan amplio que me quedo
dormida sobre su tetita izquierda, sin llegar nunca a avistar la derecha.
Día seis: perdemos el Caribdis
12:36 Una
terrible tempestad se descarga contra nosotros. El crucero es un palito de
helado. Despierto cayendo al piso. El mexicano sigue roncando. Vapuleo su
cuerpo sin obtener respuesta. Me lanzo al pasillo en ropa interior. No escucho
ni entiendo. El barco está vacío y a la deriva. Llego a la sala de mando y
confirmo mis dramáticas suposiciones. No hay nadie.
Deambulo
solitaria. Todas las puertas están abiertas. Los camarotes desordenados me
maravillan con sus objetos sin dueño. Entro en el camarote Royal. Me lanzo
sobre la cama de satín. Sobre la mesita descubro una pulsera de oro y
diamantes. También encuentro un camisón con plumas con una dama muerta adentro.
El barco se sacude y caigo bruscamente contra una banqueta. Pierdo el
conocimiento. Cuando abro los ojos el panorama es desolador. El camarote está
destruido y yo, enredada en una cortina con la pulsera en la mano. Comienza a
entrar agua por todos lados. Subo por una escalera, guiada por mi instinto.
Desde lo alto descubro que un helicóptero se aleja, repleto de gente feliz.
Vuelvo para rescatar a mi amante.
14:39
Tropiezo con el cadáver del periodista. Alfonso está hinchado con el salvavidas
puesto. El color pardo de sus ojos me provoca escalofríos. Ha perdido hasta el
pantaloncito. Un trozo de algodón flota enredado en sus testículos. Pobre.
Alcanzo la enfermería. Algo parecido al doctor flota. No puedo contener mi
curiosidad y levanto su mano izquierda. Efectivamente era casado. Continúo en
mi recorrido de corte gótico por la cantidad de muertes y desazón. Un pez
espada se ha clavado en el pecho del capitán. Abadejos y calamares decoran las
arañas. El piano de cola viene hacia mí. Lo esquivo, pero después correteo y me
encaramo sobre su estructura. Por fin la música sirve para algo. Así flotando,
consigo llegar hasta el corredor principal a gran velocidad. Desciendo después
de chocar contra todo lo que encuentro a mi paso y al bajarme descubro al
trompeta atorado entre la pared y las teclas. Creo que mi peso fue un factor
determinante para su asfixia. Llego semidesnuda al camarote de mi amante. No
está. Soy propulsada por un desprendimiento hacia el lado contrario. Un hombre
rana me toma de los cabellos. Salimos a la superficie. Despierto en una playa
concurrida.
Día siete: Y dios secó mi melena
Un niño me
tira arena en el ojo. A mi lado, descubro al hombre rana inconsciente. Aparece
una ambulancia. Los enfermeros cubren mis tetonas relucientes y me arrancan las
algas. Nos ubican en sendas camillas. Saludo a los curiosos con alegría de
náufraga indemne (o de creatura recién emergida). Me aplauden, enardecidos.
La
adversidad no tiene límites.
* Agradecemos a la autora la gentileza de permitirnos publicar este cuento.
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