Por Elena Solís *
No me mires así. No es mi culpa. Es que no puedo pararla. Mil veces te dije que arreglaras el
lavarropas de tu casa, supongo que no es cosa mía. Mil veces te expliqué que los lavarropas
tienen unas piezas redondas de metal que están en la parte de atrás. Tienen que estar allí cuando el lavarropas no
está en uso, y es transportado de un lugar a otro, desde Corea supongo, en un
barco, y luego en un camión hacia la casa de electrodomésticos. Pero al instalarse hay que sacárselos para
que se haga más flexible y no caminen cuando centrifuga. Que llames al service de Enxuta, te aconsejé,
hace miles de meses. Pero no me diste
pelota.
Esta noche prendiste el
lavarropas con un montón de ropa sucia metida a prepo. Como a las dos empezó a centrifugar. Yo traté
de no desvelarme, de no darle bolilla a todo ese ruido. Y vos con todo lo que te habías metido para
dormir, seguías lo más tranquila.
Yo, boca abajo, me puse un almohadón en la cabeza. La máquina hacía cada vez más ruido. Siempre me asombra el ruido que hace el
lavarropas al centrifugar, el tuyo y cualquier otro, pero esta vez era de
locos. Cada vez más y más. Al final me saqué la almohada de la cabeza
para ver qué estaba pasando. La vi
entrar al cuarto. Apenas cabía por la puerta. Se sacudía como una loca la maldita
máquina. Venía hacia la cama. Cuando llegó, dio la vuelta hacia tu
lado.
Me levanté para tratar
de pararla. Pero me pisó un pie y me reventó, creo que tengo alguna lesión en
el empeine. Después traté de pararla
cuando empezó a saltar hacia tu lado de la cama. Pero me pegó en el otro pie y en la mano derecha. Me reventó un dedo. Saltaba cada vez más alto, derramaba más
agua. Se le abrió la tapa. Toda la ropa mojada cayó en el piso mugriento
de tu dormitorio y otra parte en las sábanas mugrientas de tu cama. Todo el cuarto ensopado. Yo tratando de pararla. Me resbalaba en el agua jabonosa. La máquina, con cada salto adquiría más y más
impulso. Al final lo consiguió. Cayó con todo su peso sobre vos. Seguí intentando sacarla. Pero insistía. Empezó a hacer unos movimientos. Empezó a violarte con el caño flexible de desagüe.
Te sacudía la cola. Te
despertaste cuando eyaculó toda el agua jabonosa. Pero no podías sacártela de arriba. Me pusiste esa cara que ponés, esa cara de
odio, eso que pasa cuando se te desencaja la cara. Cuando parece que sos otra. Traté de explicarte lo que había pasado, que
yo no tenía la culpa.
¡Pero estás re loca! ¿No te parece que si quisiera asesinarte,
realmente te parece que se me ocurriría hacerlo con una lavarropas?
La propia almohada
serviría para asfixiarte.
No es mi culpa. Es el resultado de tu conducta
autodestructiva. Como los cigarros que
fumás uno atrás de otro. La merca, el alcohol, y la mugre, y la rabia y la forma
en que tratás a tu madre .
Yo te lo advertí, vos
no arreglaste el lavarropas. Fue
suicidio.
* Agradecemos especialmente a la autora por elegirnos para publicar por primera vez este cuento.
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