Por Daniel Mella *
Llegaron a Pucón a tiempo para cenar en el hotel. Después dieron un paseo hasta el lago y se sentaron en el pedregullo frío de la playa. Los dos habían pensado que el lago estaba al pie del volcán pero todo era chato alrededor del lago. Le preguntaron a un viejo con sombrero de paja dónde estaba el volcán y el viejo se los señaló en el horizonte. Estaba oscuro y solo se veía una mancha blanca a media altura: el viejo dijo que era nieve permanente. Después le preguntaron al barman del Toledano y el barman señaló para el mismo lado pero dijo que el volcán estaba a una distancia de veinte kilómetros, no cuarenta y dos como había dicho el viejo.
—Si cada vez nos lo traen más cerca, sigamos
preguntando —dijo Sara.
Pero no volvieron a preguntar. Al día siguiente
lo vieron. Era marrón y gris y tenía la cima blanca. Era difícil calcular a
cuánto estaba. El tramo que lo separaba del pueblo era una espesura de árboles
sembrada de claros. Daban ganas de caminar por ese parche verde. Daban ganas de
perderse en ese parche verde y salir del otro lado, al pie del volcán, pero los
primeros días no hicieron otra cosa que ir del hotel a la playa y de la playa
al hotel. Eran los días más calurosos del verano y el agua del lago estaba
helada y parecía negra. La playa era angosta y no tenía arena: era puro
pedregullo de lava volcánica. Había quince, veinte metros de ese pedregullo
desde la orilla a la rambla y para el mediodía estaba tan caliente que para
llegar al agua sin quemarte la planta de los pies tenías que ir calzado. La
orilla se volvía un reguero de sandalias y chancletas y algunas se desamarraban
y se metían flotando y siempre había alguien buscando sus zapatos.
Comieron en el mismo restorán los dos primeros
días y el tercero se sentaron en una pescadería con manteles rojos y blancos.
Camilo dijo que le daban ganas de ir hasta el volcán pero que todavía no.
—Ahora quiero estar acá, empedándome desde
temprano, yendo a la playa, comiendo bien, curtiendo noche y día.
Habían visto fotos de Pucón en una National
Geographic que Adela, la mejor amiga de Sara, dejó olvidada una noche. Adela
funcionaba de bibliotecaria en la Artigas-Washington y había rescatado la
revista de una donación que acababan de recibir. Estaban revisando y limpiando
cada número cuando Adela se topó con el artículo sobre los secoyas
californianos. Lo que quería mostrarles era la foto del tipo que había
conseguido que los bosques de secoyas fueran declarados reserva federal a
principios del siglo xx. El hombre de la foto era bajito, de lentes
redondos. Estaba sentado bajo un secoya y el tronco del árbol era ancho como
una pared. Luego de las tareas de reconocimiento del primer día, minutos antes
de emprender el regreso al hotel, el tipo anunció que había decidido pasar la
noche en el bosque. Le dijeron que estaba loco, que se viniera con ellos, que
iban a volver con la salida del sol para continuar con los trabajos de
medición. Pero el hombre era el líder del equipo, había sido el de la idea
original y el propulsor del proyecto y decidió quedarse. La foto es la imagen
que tuvieron de él cuando lo encontraron con el sol todavía bajo. Estaba
recostado en paz contra el árbol. No llevaba los lentes y miraba a la cámara
con los ojos entrecerrados. El bigote no dejaba ver lo que hacía con la boca pero
parecía feliz. Adela estaba fascinada con la foto. La había buscado sin fruto
en internet, así que le iba a hacer una copia al día siguiente. No podía
entender que a Sara y a Camilo la foto no los movilizara igual que a ella.
Cuando Sara le preguntó qué veía en la foto, se encogió de hombros.
—¿No les gustaría que les pasara algo así?
—dijo.
Adela pasó la noche en el sofá y se fue
temprano la mañana siguiente. La revista amaneció abierta, bocabajo entre las
patas de la mesa. Mientras desayunaban, Sara y Camilo vieron las fotos de
Pucón. Era un artículo de una sola página al final de la revista. Sara tiene
poco inglés, Camilo ninguno, pero entendieron que Pucón estaba en el sur de
Chile y que era famoso por el volcán y por el pueblo levantado sobre el lago.
¿Cómo habían llegado a convencerse de que el
lago estaba a la sombra del volcán? El tercer día, sentados comiendo pescado en
el Pucón real, pensaron que tal vez había sido el modo en que las fotos estaban
dispuestas en la página. También podía ser el hecho de que a lo largo de todo
el artículo se la pasaran resaltando La Belleza del Lago y La Grandiosidad del
Volcán, muchas veces en la misma frase. Capaz que no se trataba de un artículo,
a fin de cuentas. Capaz que lo que habían visto era una publicidad turística
del lugar. Era una buena publicidad porque las imágenes eran persistentes. Unos
días después de haber visto el artículo volvieron a pensar en Pucón y lo
barajaron por primera vez como una opción para la luna de miel. No era una luna
de miel. No se iban a casar pero habían decidido formar una familia. Se iban a
ir dos semanas a celebrar y a tratar de que Sara quedase embarazada y les
gustaba llamarla luna de miel. Estaban entre Bahía, San Andrés o algún lugar
con sierras o montañas, tipo Mendoza. Se decidieron por Pucón porque ninguno de
los dos había pisado Chile y les gustaba la idea de romper la tradición y en
lugar de ir a una playa durante el verano, ir a la montaña.
El restorán daba a un muelle de madera con
botecitos numerados. Sara quería saber qué diferencia había si eras concebido
con amor o en una violación o por puro descuido. Tenía que haber una
diferencia. No podía ser lo mismo un buen lechazo que un polvo para matar el
aburrimiento. Tenía que tener un efecto en el bebé. Tenía que afectarle el
sistema inmunológico, la personalidad. Ninguno de los dos conocía la historia
de su concepción. Camilo sabía nada más que la suya había ocurrido en mayo.
Sara había nacido año y medio después de su hermana y estaba segura que no
había sido planeada. Deseada, sí. Planeada, no.
La rambla a esa altura se adelgazaba en una
peatonal de adoquines y la mayoría de la gente eran turistas, parejas o
familias con niños chicos y grupos de adolescentes que jugaban a empujarse al
agua. Tenían suerte de poder estar buscando el embarazo. Ninguno había vivido
nada parecido.
—Le vamos a poder contar su historia —dijo
Sara. Con la mano abarcó el cielo del otro lado de la ventana, el lago, el
volcán—. Todo esto es parte de su historia y se la vamos a poder contar.
Hicieron silencio durante el resto de la
comida. No precisaban estar en la cama para hacer el amor. El sentimiento los
acompañó cuando bajaron al muelle y alquilaron un bote y luego el resto de la
tarde y de la noche. Se quedaron dando vueltas y no volvieron al hotel hasta la
madrugada. El bullicio de los turistas no los tocaba. Ella se arreglaba el
pelo, él decía algo, y hasta con el gesto más mínimo estaban creando vida.
Habían tenido razón en venir a Pucón para intentar la vida de su hijo porque era
como estar adentro de un sueño, el volcán siempre al fondo, igual a la idea que
los había traído. Por momentos te olvidabas de que el volcán existía. Pero una
parte tuya nunca se olvidaba y cuando levantabas la vista y no lo veías te
venía una desesperación, un vacío implorante en el pecho. Después girabas y lo
encontrabas, en la dirección en la que siempre estaba y nunca se había movido y
nunca se iba a mover.
Camilo se despertó antes que Sara el quinto día
y bajó a la playa solo. Hacía calor y el agua estaba fría y esperó a que su
corazón volviera a latir con normalidad para echarse a nadar. Desde el agua vio
las nubes que rodeaban la cima del volcán allá lejos. Tuvo que andar varios
minutos con el agua por las rodillas paralelo a la playa para encontrar la
chancleta que le faltaba. Estaba dada vuelta, apretada contra una llanta de
camión sobre la que un adolescente descansaba despatarrado, manos y pies en el
agua. El adolescente era rubio y llevaba lentes de sol y no se inmutó cuando
Camilo se anunció diciendo permiso y agarró su chancleta. En la calle volvió a
ver el volcán, las nubes verdegrises y livianas. Sus sombras estacionadas en la
pared de piedra parecían mercurio.
Se tiró bocabajo en la cama vacía y revuelta,
luego se juntó con Sara bajo la ducha.
—¿Vamos a pasear? —dijo—. ¿Vamos al volcán?
—¿Habrá un ómnibus que nos lleve? Debe haber un
tour o algo.
En recepción averiguaron: había varias agencias
con visitas guiadas al volcán pero iban a tener que esperar hasta mañana. Los
buses salían temprano y volvían con la caída del sol. No tenían por qué ir al
volcán. Podían hacer un picnic donde fuera con tal que se tratara de un lugar
natural, sin gente. Compraron agua, galletas, manzanas y cosas para hacer
refuerzos. Camilo quiso llevar una botella de vino y Sara dijo que por ella no
se molestara.
—No voy a tomar más alcohol —dijo—. Lo que dure
el embarazo, por lo menos, no voy a tocar una gota.
Les llevó diez minutos salir al campo. Tuvieron
un instante de duda cuando vieron lo nublado que se había puesto, pero no
parecían nubes de tormenta, y la caminata se volvía más agradable cuando las
nubes tapaban el sol. La calle principal del pueblo se convertía en una ruta y
un par de kilómetros más tarde, en una calle de tierra, y Sara y Camilo se internaron
cincuenta metros en el bosque y anduvieron en la dirección general del volcán
manteniendo la calle siempre a la vista. Pararon a refrescarse. Camilo prendió
un cigarro y volvió a la calle para tratar de ubicarse mientras ella, con la
botella de agua en la mano, recorría el claro observando la cantidad de hongos
distintos que crecían entre las raíces de los árboles.
Oyó que la llamaban y cuando miró, Camilo
estaba parado junto a una combi blanca, haciéndole señas para que se acercara.
El que manejaba se llamaba Alberto y era un indio joven. Llevaba una camisa a
cuadros remangada hasta el codo y no paraba de secarse el bigote con los
nudillos. Hablaba un español mordido pero tenía los ojos grandes y chispeantes
y mirándolo a los ojos se hacía más fácil comprender lo que decía. Vivía más
adelante, en la propia ladera del volcán. Por unos pocos pesos podían pasar la
noche, o todas las noches que quisieran, en casa de su tío César, que tenía
habitaciones disponibles.
—No tenemos ropa, no tenemos nada —dijo Sara.
—No precisamos nada —dijo Camilo—. Es una
noche. Vamos a ver el volcán de cerquita.
La combi no tenía asientos y tuvieron que
sentarse en el suelo, entre unas cajas de cartón cubiertas con frazadas. Camilo
preguntó qué había en las cajas.
—Son magachinas —dijo Alberto.
—¿Qué son magachinas? —dijo Sara.
—Está complicado de explicar —dijo Alberto.
—¿Son una planta? —dijo Sara.
—¿Plantas? No, qué ilusión.
—¿Las podemos ver? —dijo Camilo.
—Ni modo. Solo que fueran de ustedes podría yo
autorizarlos. Yo solamente llevo los encargos de acá para allá. Tampoco es
bueno hablar de ellas en su presencia.
—¿Por qué? —dijo Camilo.
—Porque no.
—¿A qué huelen? —dijo Sara.
—No les siento el olor —dijo Camilo.
—Yo sí.
La camioneta se sacudió durante un tramo largo
y Sara se quejó. Se agarraba las caderas y prefirió ir arrodillada. Chequeó los
ojos de Alberto en el retrovisor y corrió la frazada de una de las cajas pero
estaba cerrada con cinta adhesiva. Apoyó la palma en uno de los lados y se
concentró.
—Está calentita —le susurró a Camilo.
Camilo desorbitó los ojos, miró el retrovisor,
y le hizo señas a Sara de que volviese a tapar la caja. Ella le pidió a Alberto
que abriese la ventana pero Alberto dijo que todavía no, que había mucho polvo,
y era verdad: las ventanas de la combi estaban marrones y Alberto tenía que
accionar el limpiaparabrisas de tanto en tanto para poder ver. De pronto la
camioneta dobló, redujo la velocidad y empezó a avanzar a marcha forzada por un
terreno más liso, y vieron surgir el volcán por el parabrisas. Era gigante y la
cima se perdía en las mismas nubes de hacía unas horas. En un momento fue
notorio que la combi empezaba a ascender pero por más que subían el volcán no
parecía acercarse. Comieron una manzana cada uno y entonces Alberto frenó, se
bajó y les abrió desde afuera.
Se
quedaron junto a la camioneta encendida mientras Alberto golpeaba a la puerta
de una casa y a los dos segundos entraba. Las casas eran de madera y estaban
pintadas de azul y las ventanas eran cuadradas. Camilo se separó de la combi,
Sara lo imitó. Vieron más casas bajas entre los árboles. Luego vieron a los
niños. Bajaban corriendo a los gritos en dirección a la camioneta por lo que
parecía el lecho seco de un arroyo. Después notaron lo oscuro que estaba y
levantaron la vista al unísono.
—A
la mierda —dijo Camilo.
El volcán tapaba el sol. Las casas no estaban
construidas en la ladera, como había dicho Alberto. Estaban sobre un
promontorio de cara al volcán, y los separaba un valle profundo y espeso. Desde
donde estaban parados se vislumbraba la base del volcán, el lugar exacto donde
la pared negra y corrugada rompía con la alfombra de vegetación. Las nubes de
la cima se habían evaporado y el cielo parecía amarillo.
—No puedo creer —dijo Sara, estirando la mano
para tocar el volcán.
Los niños eran cinco y dos se subieron a la
camioneta y luego volvieron a salir, interrogaron a Sara y a Camilo con los
ojos, y cuando Sara les señaló la puerta abierta de la casa salieron
disparados. Todos menos uno que era flaco y tenía vaqueros, championes y un
canguro Nike rojo y gastado. Para entretenimiento de Sara y Camilo, el niño
subió una y otra vez el par de escalones que llevaba al porchecito de la casa,
luego saltaba al pasto, caía en posición agazapada y los miraba de reojo. Al
final, los niños volvieron a emerger, seguidos de Alberto y un hombre de edad
indefinida con un cigarro en la boca que les estrechó la mano, les dijo cuánto
salía la habitación y los ayudó con los bolsos.
La habitación tenía dos camas separadas por una
mesita y un placar en un rincón. El techo era bajo y el piso de tierra y junto
a cada una de las camas había un candelabro con una vela ya prendida. Sara se
estiró en una cama, sobre la frazada de lana, y suspiró. Camilo movió la mesita
y acercó la otra cama dejando espacio entre las dos para caminar. Se sentó pero
en seguida volvió a ponerse de pie. Camilo descorrió la cortina floreada, abrió
la ventana y prendió un cigarro para mirar el volcán. Era todo negro, como si
en algún momento miles de años atrás se hubiese desbordado por completo.
Después de un rato empezabas a distinguir grietas marrones de piedra común acá
y allá.
—Podrías aprovechar y dejar de fumar vos
también —dijo Sara—. Vos también estás embarazado, si te ponés a pensar.
—Técnicamente, no.
—Si te ponés a pensar, todo el mundo está
embarazado.
—¿Qué estás diciendo?
—Si todo el mundo actuara como si estuviese
embarazado, la gente se cuidaría más. Se trataría mejor. No fumaría, no
tomaría, no pensaría estupideces. Si pensaras que adentro llevás algo muy
precioso y que lo tenés que cuidar, y que nadie más lo puede hacer, dejarías
las cosas que te hacen mal, y todo sería distinto.
—Pero no todo el mundo está embarazado.
—Cada uno tiene su alma. Su propia vida. Llamale
como quieras.
—Pero es tu
vida. Cuando estás embarazado, tenés una vida que no es tuya adentro. Eso es
estar embarazado. Llevás una vida que no es tuya.
—Capaz que sería mejor pensar que la nuestra no
es nuestra. Seríamos más felices.
En ese momento César golpeó a la puerta. Les
dejó dos velas a cada uno y les dijo que en una horita salieran si tenían
hambre, que ya se iban a poner a cocinar. Luego se quedó unos segundos en la
puerta con una mano en el bolsillo.
Sara llevó una vela al baño, y luego llamó a
Camilo para que viera lo linda que era la pileta de barro y cómo una de las
paredes estaba casi toda cubierta por una enredadera que se había colado desde
el exterior por la banderola. César había dejado un latón con agua en el suelo
y las últimas hojas de la enredadera se habían metido en el agua.
Podían oír las voces de afuera hablando un
español mezclado con otro idioma, y por la ventana vieron el trajinar de
siluetas entre las distintas fogatas. Había olor a carne asada. Hicieron el
amor con la ventana abierta. Ella lo despertó cuando le picó el hambre.
Había cuatro fuegos a ras del suelo y la gente
se agrupaba. Había sopa de verduras, pollo en una salsa roja, pescado a las
brasas, ensalada de papas, ceviche, lentejas, pan, fruta. A Camilo no le
gustaba el pisco y tomó cerveza. Sara le dio un sorbo al pisco y no lo volvió a
probar. La gente los saludaba pero no les daban charla. No les preguntaban de
dónde eran ni qué hacían, y Sara y Camilo se sentaban a su lado en el suelo a
comer y a mirar el fuego y escuchaban su conversación. Eran indios flacos y
bajos y no se sentían obligados a hablar siempre en español y había largos
tramos de su conversación que eran incomprensibles. Se servían directo de la
mesa o de la parrilla en platos de papel. Vieron a Alberto en uno de los
fuegos, comiendo en silencio junto a uno que parecía su hermano y que no paraba
de hablar. Cuando se percató de que lo estaban mirando los saludó con la mano
en alto. Cuando estuvieron saciados, Sara y Camilo se apartaron de la gente y
se abrazaron.
—Nunca había visto las estrellas así —dijo
Sara—. Se nota clarito que unas están más cerca que otras.
De vuelta junto al fuego, un hombre de poncho
rascaba una guitarra y cantaba un lamento. Todos seguían la música hamacándose,
cantando, batiendo palmas con los ojos rojos o como vacíos por las llamas.
Había tres mujeres sentadas lado a lado con una manta entre ellas y el fuego y
en la manta había platos con comida y vasos vacíos. La de un extremo llevaba un
niño en la falda y en un momento el niño se levantó y caminó alrededor del
fuego estudiando a los reunidos y cuando llegó a Sara se le trepó en la falda
mirándola a los ojos, después cruzó los brazos con frío y se le recostó. Antes
de abrazarlo Sara miró a la madre del niño y la mujer le devolvió la sonrisa.
—¿Es el mismo niño de cuando llegamos? —le
preguntó a Camilo.
—Este es más chico. ¿Qué tendrá? ¿Dos años?
El niño se quedó dormido y con él aúpa Sara se
sumó al canto. Coreaba las partes que se repetían y el resto del tiempo
tarareaba. Se compenetraba, miraba al cielo cuando cantaba. De vez en cuando el
niño lloriqueaba en sueños y Sara se callaba, se movía para adelante y para
atrás.
Mirando las caras indias de las mujeres
alrededor del fuego, Camilo sintió una puntada de deseo. ¿Cómo vivían? ¿A qué
olían? ¿Qué cosas harían en la cama y qué cosas no?
Para el momento en que salió la luna, Sara
bostezaba. Se levantó y llevó al niño con su madre y se lo entregó
delicadamente. Luego hizo una especie de reverencia japonesa como despedida. En
la habitación se sentó cada uno en su cama, ella con las piernas cruzadas.
—No puedo más —dijo Sara—. Es hermoso. Mientras
lo tenía aúpa, todo dormido, pensé que a mí también alguna vez me habían tenido
así, dormida. Pensé en mi madre. Ella me tuvo así, y a ella también la auparon
para que se durmiera. Ella también lloró en los brazos de su madre, y la abuela
lloró en los de su propia madre… Por
un momento las tuve a todas en mis brazos hoy. Era mi madre la que dormía en
mis brazos enfrente al fueguito. Era mi abuela, te juro. Por un momento me
tenía a mí misma en brazos. ¿Me entendés?
—No quiero ni pensar lo que va a ser cuando
estés embarazada. Cuando tengas a tu propio hijo en los brazos.
—Estoy embarazada.
—No sabés si estás embarazada.
—¿Cómo que no sé?
—Llegamos recién hace unos días. ¿Cómo podés
saber?
—¿Por qué te crees que el gurisito ese se me
vino a los brazos? Se dan cuenta de esas cosas. Todavía no perdieron esa
sensibilidad.
—Capaz que se te subió porque sí. Capaz que le
gustaste y punto.
—¿Le gusté? Le gusté. Le caí bien. Ahí va —dijo
Sara, sacudiendo la cabeza—. ¿Vos creés que es casualidad? ¿Sabías que cuando
los varoncitos están especialmente cariñosos con una embarazada es porque el
bebe es una nena?
Camilo se subió a la cama de ella y la besó.
Sara no opuso resistencia. Camilo le puso una mano en la barriga.
—¿Decís que va a ser nena?
Camilo estaba fatigado y distraído y no logró
mantener una erección por mucho tiempo. Se durmieron en el colchón angosto. Él
soñó que era de noche y estaba en un descampado donde había hileras de mesas
con gente comiendo. Lo dominaba el vértigo de estar entre un mar de gente que
no conocía. Veía el resplandor de un fogón en las caras de la gente. Veía las
sombras que arrojaba, pero cuando buscaba el fuego no lo encontraba. Giraba la
cabeza y el resplandor se movía y quedaba en otra parte. Probó girar la cabeza
despacio y el fuego se iba moviendo a la misma velocidad, como si lo estuviese
empujando con el costado de sus ojos.
Lo despertó el olor. Sara olía a cebolla y
estaba boca arriba. Se rascaba el cuerpo y se quejaba con los ojos cerrados,
como luchando contra el sueño. Camilo la sacudió y ella abrió los ojos y se
miró los brazos y empezó a susurrar en un volumen cada vez más fuerte.
—No sé qué tengo. No sé qué me pasa.
Estaba empapada en sudor. Las velas se habían
apagado y Camilo recordó dónde había dejado las nuevas, buscó el encendedor en
el pantalón tirado en el suelo y le acercó la llama a la cara.
—Quema —gritó Sara.
Sara estaba en ropa interior y en el resplandor
se veían manchas en la piel. Sara se las rascaba furiosa. Camilo le dijo que se
iba a lastimar.
—Llevame al hospital —dijo ella. Lloraba—. No
me aguanto. Es horrible. Sacame de acá. Por favor, Camilo.
Intentó sentarse y a medio camino le vino una
arcada y vomitó en el suelo. Luego volvió a recostarse. Camilo se puso el
pantalón y salió al corredor en penumbra. Tardó en acordarse cuál era la puerta
del baño y cuál la del dormitorio de César. Golpeó varias veces en la de la
derecha y como nadie respondió la abrió de golpe y era el baño. Se dio vuelta,
golpeó en la de César y lo llamó por su nombre. Volvió a golpear y se oyeron
pasos. César parecía más pequeño a la luz de la vela que traía. Preguntó qué
pasaba. Tenía la voz ferrugienta en la oscuridad. Llevaba puestos nada más los
pantalones y tenía los hombros angostos y el pecho liso. En el dormitorio se
paró al lado de Sara, que se frotaba contra el colchón y se rascaba las piernas
con ambas manos entre golpes de llanto.
—¿Qué le pasa? —le preguntó.
—No sé qué me pasa. Me quiero sacar la piel a
tiras.
—¿Le arde o le pica? —dijo César.
Sara no sabía cuál era la diferencia y César
dijo que si le daban ganas de rascarse era porque le picaba y a ella le daban
ganas de rascarse y Camilo dijo, Mire las marcas que tiene. César acercó la
vela al cuerpo de Sara y Sara dio un respingo y le gritó que le alejara eso.
César dio un paso atrás y Sara pareció recuperarse por un instante y finalmente
quedó sentada. Le suplicó a César que la sacara de ahí, que la llevara a un
hospital.
—Esto no le puede hacer bien al bebé. Capaz que
fue algo en la comida —dijo, y se abrazó y empezó a hamacarse en el borde de la
cama con los ojos en la puerta. César se acercó un paso para inspeccionarla
mejor, luego giró y le habló a Camilo.
—No es nada que haya comido —le dijo. De
pronto, no se sabe por qué, hacía un esfuerzo especial por no mirar a Sara—. Lo
que le pasa a la señora es que fue flechada por el Molle. No es difícil de
tratar. Tenemos que llevarla al pozo mientras le hago la preparación, que puede
tardar. ¿Puede caminar la señora?
—¿Podés caminar? —le preguntó Camilo.
Sara se obligó a ponerse de pie. César le
ordenó a Camilo que trajera la frazada de ella, y en ese orden salieron: César
adelante con una vela prendida, Sara detrás en ropa interior, Camilo el último.
César dejó la vela a un costado de la puerta de calle, del lado de afuera. La
luna estaba alta. Camilo se abalanzó sobre Sara cuando ella gritó; el aire
fresco la había impactado. La envolvió en la frazada. Después de temblar un
rato en sus brazos, Sara preguntó adónde la estaban llevando y se desvaneció.
Camilo tuvo que cargarla diez minutos eternos por una pendiente cada vez más
densa. Se preguntó si bajarían hasta lo más bajo del valle. César le aconsejó
que levantara las rodillas con cada paso que diera para evitar enredarse con
las ramas. El cuerpo liviano de Sara, ahora dormido por la fiebre, temblaba
menos. Tenía las manos crispadas bajo el mentón.
César los esperaba en una especie de claro.
Estaba hincado pero había algo mal: una de sus manos estaba hundida en el
suelo, como si se la hubiese tragado la tierra. Luego Camilo sintió el ruido
del agua cayendo y el olor tenue y como a podrido del musgo. El agua se
derramaba por una pared de piedra y llenaba el pozo, que no tenía más de tres
metros de largo, y el pozo se evacuaba lentamente por una cañada. César había
hundido la mano en el agua clara y buscaba algo en el fondo del pozo con la
mano. Cuando lo encontró, le hizo señas a Camilo y lo ayudó a bajar a Sara al
suelo. Ni bien sus pies tocaron el agua, Sara dio un respingo y soltó un
alarido que traía atorado y miró alrededor sin saber qué veía. Cuando quiso
hablar tosió. César la agarró por atrás, de las axilas, y le dijo a Camilo que
la agarrara de las piernas y se metiera él primero al pozo. El agua fría le iba
a bajar la fiebre y aliviar la comezón. Sara gritó hasta que estuvo sumergida
por la cintura. Había una especie de asiento natural en el pozo, y una vez que
Sara estuvo con el agua al cuello empezó a suspirar y aflojarse. Camilo salió
del pozo y se arrodilló fuera del agua.
—Creo que ya sé lo que fue —dijo Sara—. Las
magachinas fueron. Me empezó a picar en la camioneta, me acuerdo. ¿Alberto?
¿César? Son gatos salvajes. Gatas. Yo soy alérgica a los gatos. ¿Son gatos las
magachinas, César?
César estaba a espaldas de Sara mirando el
cielo con los brazos en jarra. Sara trataba de mirarlo por encima del hombro
pero el esfuerzo la cansaba y cada tanto era arrasada por una sensación
placentera que le arrancaba un bramido.
—Lo que tiene la señora es que se habrá sentado
a la sombra de un Molle. El Molle lo puede dejar así a uno. No a todo el mundo,
pero no es nada de qué preocuparse. Es como una alergia. Es brava al principio,
pero en unos días ya no le va a doler.
Camilo preguntó si no se podía morir de eso y
César dijo no que él supiera. Sara preguntó qué era un Molle.
—Un árbol, ¿estuvo sentada bajo un árbol en
algún momento todo el día? –dijo César—. ¿Se acuerda?
Sara estaba convencida de que habían sido las
magachinas. Le habían hecho sentir rara en el estómago ya durante el viaje en
la camioneta. César dijo que no sabía qué quería decir con lo de magachinas.
—Alberto, en las cajas —dijo Sara—. ¿Qué son?
Las transporta del pueblo. En la camioneta. Es su sobrino, ¿no? Se gana la
vida. ¿No sabe cómo se gana la vida? ¿Qué tanto misterio?
Entonces pareció agotarse y miró a Camilo con
una sonrisa que decía que se daba por vencida. En el agua fría no le picaba el
cuerpo pero hablar demasiado le daba dolor de cabeza y le pidió que le dijera a
César que fuera a buscar la camioneta.
—Nosotros esperamos, no hay problema. Vamos a
estar bien, pero tenemos que ver un médico. Ver que está todo bien, que no pasó
nada malo —dijo. Luego acomodó la nuca contra el borde de piedra y cerró los
ojos.
César le recomendó a Camilo que la sacara del
agua cuando empezara a tener frío. No le recomendaba que se volviese a meter de
cuerpo entero. Si le subía la fiebre de nuevo, lo mejor era que empezara por
meter los pies en el pozo. Camilo le preguntó qué iba a hacer exactamente y
César le respondió que le iba a traer una preparación para ponerle a la señora
y que no iba a tardar más de diez minutos en regresar.
Sara abrió los ojos y Camilo la ayudó a salir
del agua. No tenía fuerza en las piernas y se sentó en la roca junto a Camilo,
que la cubrió con la frazada y le dijo que César ya venía con una crema. Sara
se abrazaba las rodillas y respiraba hondo y al rato se había destapado. El
sutién mojado le apretaba pero no podía controlar los dedos y Camilo ayudó a
sacárselo. Tenía la piel de los brazos y las piernas hecha un mapa. Algunas
marcas se le insinuaban en la espalda. Eran más oscuras que la piel y se fueron
enrojeciendo con el paso de los minutos. Sara y Camilo las estudiaron, y
estudiándolas se maravillaron con la cantidad de luz que había y se fijaron en
la luna. El volcán no era opaco como durante el día. Tenía un lustre
tornasolado. En los lugares de sombra entre los árboles la luna se movía con un
fulgor azul. El mismo color había en el agua, entre los centellazos. Sara dijo
que parecía Hawái, y Camilo se largó a reír. Era una risa nerviosa y Sara no
dudó en abrazarlo. Le acomodó la cara en su pecho y empezó a mecerse a
izquierda y derecha mirando el cielo. Por efecto de la altura a la que estaban
o por la posición de la luna o la del volcán, el cielo parecía tener forma de
huevo y ellos estaban adentro de ese huevo. Camilo se puso a llorar. Sara le
dijo que tenía las lágrimas calientes y él se calmó y quedó escuchándole el
corazón. Sintió la mano fría de Sara en la espalda y se incorporó y le besó la
frente. Tenía fiebre y mientras se miraban a los ojos la recorrió un chucho. Se
miró brazos y piernas y se empezó a rascar y le preguntó a Camilo cuál era el
nombre del árbol que había dicho César, el que supuestamente le había dado
alergia.
—Molle —dijo Camilo pasándole un dedo por las
marcas que tenía en el antebrazo. Tenían relieve y eran suavísimas.
Había un supermercado Los Molles al que iba de
chica con sus padres, en qué lugar Sara no se acordaba, pero siempre había
pensado que Molle o Molles era el apellido del dueño. Después dijo que se
sentía muy mal. Se puso en cuatro patas, se alejó unos metros gateando y vomitó
por segunda vez esa noche. Arrodillada en el pasto, se miró las manos y después
la barriga. Se agarró el cinturón de grasa que tenía en la cintura y le dijo a
su panza algo que Camilo no llegó a oír. Parecía estar interrogándola, implorándole
algo.
Camilo le ofreció la manta y Sara la desdeñó y
volvió a su lugar. Esta vez se echó de lado junto al pozo y hundió un brazo en
el agua. Tenía los ojos brillantes, sonrientes.
—Agredida por un árbol —dijo—. ¿Cuándo fue que
todo cambió? Te juro…
—No sé qué hacer. No sé cómo te estás
sintiendo. Te veo sufrir, pero al mismo tiempo te veo feliz —dijo Camilo—. Te
miro, te escucho, y no sé.
—Es horrible, pero es importante cómo
reaccione. Es importante que esté fuerte, que cuide mis emociones —dijo, y bajó
un pie y se puso a hacer círculos en la superficie—. Ya no soy yo sola. ¿Me
rascás?
Camilo se arrodilló y empezó a frotarle brazos
y piernas con el agua helada del pozo. Sara le pidió que más despacio. Con cada
contacto gemía, y cuando abría los ojos los dejaba clavados en el agua que se
deslizaba y caía toda rota por la piedra. Pasaron un tiempo en silencio con el
ruido a cascada. Unas luces como llamas bailaban en la superficie pelada del
volcán. Había otro ruido que Camilo tardó en identificar. Era el viento y
sonaba como un motor exigido a fondo. Nunca llegaba a donde estaban ellos. Se
enroscaba en el volcán, en otros huecos del valle. Camilo estuvo a punto de
preguntarle a Sara si había visto el ruido que hacía el viento, seguro de que
los dos habían estado prestando atención a la misma cosa, pero ella no pensaba
en eso. Le pidió a Camilo que le cantara algo. Tenía la cabeza apoyada en un
brazo y se rascaba metódicamente el codo.
—Sabés que no sé cantar —dijo Camilo
—Vas a tener que aprender –dijo Sara, apretando
los ojos para forzar el sueño—. No hay nada más lindo que alguien que te cante.
Y vamos a contarle cuentos, y a malcriarlo todo lo que podamos.
—Vamos a tener que mentirle —dijo Camilo—.
Decirle que Papá Noel existe, y que el conejo de Pascua y todo eso.
—No me hagas reír, Camilo —dijo Sara riéndose.
Se movía toda, hipaba y abría la boca grande—. Ay, por favor…
* Agradecemos al autor la gentileza de permitirnos publicar este cuento
Grande Mella!
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