Por Fernanda Trías *
La noticia la trajo Darío, el hijo del panadero. Supimos que algo había pasado en cuanto lo vimos, parado en los pedales, acercándose bajo el sol del mediodía. Alguien dijo: «¿Y ese? ¡Si es Darío!». Estábamos sentados en la terraza, agobiados por el aire caliente e inmóvil que se había instalado la última semana, y lo único que se oía era el murmullo a mar del ventilador. Frente a mí, Clara dormitaba con el vestido enrollado sobre los muslos huesudos y aquel pecho de pájaro embalsamado, raquítico, que se elevaba apenas lo suficiente para dejar entrar un poco de aire. Al lado estaba sentada mamá, toda de negro a pesar del bochorno de la canícula; tenía el pelo levantado con horquillas y su moño parecía una torre mal armada. Más lejos, la Gorda Teresa y su marido, Jesús. Los dos estrenaban ropa, como les gustaba hacer los días de fiesta patria; ella una solera y él una camisa que la Gorda le cosió con el resto de tela que le había sobrado. En eso pensaba yo, justo antes de que alguien, tal vez la propia Gorda, descubriera la bicicleta en el camino. «Sí», dijo Clara después, «Darío». Nos incorporamos un poco, sin fuerza suficiente para levantarnos de las reposeras. Mamá se persignó, y en las caras de todos se percibió el desasosiego de los malos augurios.
—Hilda,
andá preparándole algo al pobre —dijo mi madre, y acompañó con un impulso de la
cabeza.
Enganché
los pies en las sandalias y me levanté con lentitud. Los huesos crujieron;
había algo dentro del cuerpo que se resistía al movimiento, que amenazaba con
quebrarse como una rama seca. Al pasar frente al ventilador, con su aire leve y
tibio, me detuve un momento y dejé que el viento me golpeara la cara y empujara
el pelo hacia atrás.
A
medida que se fue acercando, pude oír el ruido de las llantas en el pedregullo.
Yo lo estaba esperando en la puerta, con el vaso de limonada en la mano. Darío
se detuvo a unos metros de la casa, apoyó un pie en el piso y saltó de la
bicicleta, que cayó de lado levantando polvo. «Buenas, señora Hilda», me dijo
de lejos. Estaba hinchado de calor y los ojos se le perdían en la cara como dos
orificios hechos a prepo. En la mano sostenía un paquete envuelto en papel
marrón. El sol golpeaba con fuerza, y aunque me había resguardado en la línea
de sombra que arrojaba el alero, volví a sentir el pelo pegado en la nuca y ese
calor dañino que subía de la tierra.
—¿Qué
traés ahí? —le pregunté.
Dio
unos pasos hacia mí, como indeciso. No sabía si darme la noticia primero, el
pobrecito.
—¿Tu
madre no te dijo que te podés enfermar a estas horas?
No se
animaba a acercarse del todo o bien no sabía qué decir, porque se quedó inmóvil
bajo el rayo del sol, erguido y solemne como un soldado, mientras el sudor le
chorreaba la cara y le empapaba la camiseta.
—Traigo
un pan dulce —dijo, y me ofreció el paquete levantándolo con las dos manos.
Le hice
una seña hacia el interior del porche:
—Vení,
¿no querés limonada?
Él
asintió y se acercó con pasos temerosos. Me extendió el paquete y una vez que
tuvo las manos libres se limpió la frente y los ojos con las palmas extendidas
antes de aceptar el vaso. El paquete estaba hirviendo y a través del papel pude
sentir el pan aplastado y pegajoso.
—Decile
a tu madre que gracias —dije, pero no sé si me oyó, porque tenía la cara
encajada hasta las cejas dentro del vaso y la garganta le hacía ruido al
tragar.
Cuando
terminó, levantó los ojos hacia mí y habló lento, todavía jadeante:
—Él
está de vuelta —miró hacia abajo, dentro del vaso vacío, como si esperara algo.
Luego revolvió la lengua, que yo imaginé fresca y húmeda, y pareció tomar
impulso—. Se lo dijo el señor Augusto a mi mamá y ella no le creyó pero él dice
que lo vio todo el mundo, que está acá, y vivito y coleando. Eso fue lo que le
dijo Augusto, y que viene para acá, y que mejor era avisarle a la señora Luisa
o le podía dar un soponcio.
—Un
soponcio.
—Sí, un
soponcio —volvió a decir, y algo en los ojos le brilló, la fugaz ilusión de que
una cosa terrible pudiera suceder.
—Bueno,
yo le aviso. ¿Querés otro vaso?
Dudó,
pero luego negó con la cabeza y miró en dirección de la bicicleta tirada en el
camino.
—Gracias
por el pan, decile a tu madre. Y vos no te preocupes que yo le aviso.
Eso
pareció tranquilizarlo. Tal vez tuviera miedo de que lo arrastrara hasta la
terraza y lo obligara a repetir esas mismas palabras frente a mi madre.
Entonces el soponcio, un desmayo, un grito descontrolado de felicidad. Llanto,
tal vez. Las manos alzadas al cielo, los ojos en blanco, la lengua dada vuelta,
ahogando la garganta seca, descreída ya de milagros. Y Darío ahí, como un ángel
con sus alas de metal calientes y herrumbradas.
A mí la
noticia no me sorprendió; tampoco me había sorprendido la otra, la de su muerte
lejana. Será porque desde chica me había acostumbrado a imaginarlo muerto,
dentro de un cajón, no pálido ni frío, sino como dormido, con la cabeza rodeada
de flores. Eso empezó el año en que a mi madre la internaron en el psiquiátrico
de la Misericordia. Mi hermana y yo quedamos a cargo de Fabio. Clara era bebé;
no se acuerda de nada. Pero yo sí recuerdo el frío, mi cuerpo tiritando bajo la
sábana tensa y blanca. Tenía que bañarme antes de ir a la cama. Fabio dejaba
que me enjabonara sola, pero se quedaba en el baño. Hasta ahora tengo que
ducharme con la radio prendida para no recordar aquel silencio hecho solo de
agua. Después él me envolvía en el toallón y me secaba. A veces, mientras
intentaba dormirme, imaginaba a Fabio muerto con una corona de rosas; a veces
el cajón era la bañera; a veces yo era la única que lo velaba.
Será
por eso que no me sorprendió. Clara sí lo lloró de forma violenta, exagerando
cada estertor de su pecho esquelético. Contó a quien quisiera oírla sobre el
día en que Fabio la salvó del derrumbe en la cabaña de troncos y no sé cuántas
veces la oí decir «Mi hermano era todo para mí». Mamá, silenciosa y digna, se
limitó a ponerse de luto, y todavía hoy, doce años después de aquel simulacro
de entierro a distancia, la ropa negra y sufrida que se había impuesto seguía
siendo su forma de mostrarle a todos que ella tenía una pena más profunda, más
inolvidable que cualquier otra. Pero yo no; yo no me uní al coro de lamentos de
las mujeres, la Gorda incluida, y en el fondo siempre pensé que lo único que mi
hermano buscaba era librarse de nosotros, de mamá, más que nada, y que todos en
el pueblo pensaran en él como en un ganador o un héroe. Ahora se convertía en
algo mejor: un muerto resucitado que volvería cargado de grandes aventuras, de
relatos sobre cómo la muerte casi lo toma desprevenido.
Me
quedé parada en el zaguán mirando a Darío alejarse. En una mano tenía el
paquete con el pan dulce, blando y apelmazado; en la otra, el vaso del
chiquilín. Los hielos se habían derretido y aproveché para pasarme el vaso
mojado por la frente y el escote. Esta vez le tocaba la bajada y apenas se lo
veía, oculto tras una nube de polvo. Si pensé en algo, no lo recuerdo. A veces
cuando se piensa en mucha cosa junta, da la sensación de no estar pensando en
nada. Solo sé que esperé ahí un buen rato. Esperé, digo, aun cuando no quedaban
ni rastros de la bicicleta y la tierra comenzaba a asentarse, desprovista de
misterio.
El sol
no llegaba al comedor, y en la oscuridad fresca y enmohecida temblaban las
velas del altar. Las llamas habían manchado de tizne la pared y en medio de
esas dos columnas negras colgaban rosarios, fotos de la Virgen, crucifijos,
pequeños corazones sangrantes coronados de espinas. Más abajo, sobre el mueble,
una colección de fotos de Fabio en casi todas las edades, rodeadas de flores de
plástico, estampitas, oraciones que los parientes y amigos iban dejando. Si
hasta era más lindo muerto que vivo. Si hasta podíamos quererlo más. ¿Cómo
estaría ahora? Viejo. Tal vez herido, sin piernas, sin dedos, con un parche en
el ojo. O ablandado por los años, desdentado, corroído por la intemperie y la
mentira como una lata de arvejas abandonada. Pensé en la lata y me vi a mí
misma disparándole en el pecho; tres agujeros bien redondos, mi puntería de
antes. El rifle estaba guardado dentro del armario de caoba, abajo mismo del
altar; solo tenía que dar vuelta la llave y esperarlo en la entrada del
potrero. Total nadie lo esperaba; nadie iría a buscarlo. Lo vi: una lata vieja
y agujereada, y por los agujeros se iban los recuerdos, la posibilidad última
de todo regreso.
Dejé el
vaso en la cocina, pasé sin detenerme frente al ventilador, subí la escalera
con la misma lentitud con la que había bajado y volví a sentarme en la
reposera. Con un pie empujé una sandalia que cayó seca sobre el piso de madera;
después la otra. Todos esperaron en silencio a que me descalzara.
—Nos
mandan este pan —dije, y empecé a desenvolver el paquete sobre la falda.
—Hilda
—dijo mi madre.
A pesar
del resplandor tenía la cara tomada por la sombra.
El pan
caliente y roto, surcado de grietas, parecía ahora un cerebro expuesto, una
flor terrible y dolorosa.
—Que
nos mandan este pan —repetí, firme— y me piden que vaya. Que la hija mayor se
separó del marido y el tipo se llevó todo: los muebles, la plata, todo. Quedó
arrasada.
—¿Y vos
qué tenés que ver con eso?
Me
encogí de hombros:
—No
tienen a nadie más.
* Agradecemos a la autora la gentileza de permitirnos publicar este cuento.
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