Por Sergio Bizzio *
La mayoría no estaba de acuerdo conmigo. Para ellos Lisa no era la chica más linda del pueblo.
Tenía 13
años y no tenía tetas, así que le decíamos Lisa, pero era capaz de pasar horas
con nosotros y de ponerse a nuestra altura, siempre inferior a la suya. Tenía
el pelo negro y los ojos verdes y los músculos del abdomen muy marcados. Era
tan enérgica que a su lado uno se sentía estúpido. Y cuando uno se sentía
estúpido decía una estupidez, en general dirigida a ella. En esas ocasiones
Lisa podía golpearte o mirarte con desprecio, según su humor. Preferíamos ser
golpeados; su desprecio era una de esas cosas que se recuerdan al otro día. Por
lo demás, todos estábamos enamorados de ella.
Quizá he
transmitido una primera imagen falsa de Lisa. Falsa o incompleta. Lo cierto es
que era la chica más suave que conocíamos. Su voz, sus gestos, el modo en que
daba un paso adelante y uno atrás cuando algo la molestaba, sus risotadas
eléctricas, todo en Lisa hacía pensar en algo suave, nuevo y suave, incluso sus
golpes. Era capaz de ganarte una pulseada, pero también de dejarse ganar si
veía que el asunto te importaba. Se aburría con las chicas de su edad. Decía
que eran pacatas, romanticonas y cobardes. Nosotros éramos muy parecidos a
ellas, pero no lo supimos hasta que los padres de Lisa (y Lisa, milagrosamente)
vinieron a vivir al pueblo.
En 1969
Ramallo era un pueblo de calles de tierra con cunetas en las que crecían pastos
de la altura de un hombre. El padre de Lisa era ingeniero y trabajaba para una
empresa alemana que solía trasladarlo cada tres o cuatro años. Sus destinos
hasta el momento habían sido de lo más caprichosos: al norte, al sur, de nuevo
al norte… Así que Lisa tuvo de entrada para nosotros un aire de amiga
provisoria que le daba un cierto encanto extra. En la medida en que era alguien
que nunca haría amigos verdaderos o duraderos en ninguna parte, desmentía
nuestra compasión con su desfachatez. La primera vez que la vimos fue en el
colegio. Era su primer día de clases en Ramallo, y llegó tarde. Traía un
ejemplar de la revista Vogue en la
mano. Era la clase de literatura castellana. El profesor se quedó mudo, porque
Lisa entró sin saludar (con una gran sonrisa dirigida al aula en general) y fue
a ocupar un banco sin preguntarle a nadie cuál. El profesor se llamaba Rossini
y era un hombre duro y muy resentido que en su juventud había leído un libro,
quizá uno y medio. Estoy seguro de que disfrutó el desplante de Lisa solo
porque pensó que ahí tenía por primera vez en años la oportunidad de destrozar
a alguien con motivo.
Rossini se
pasó la lengua por los labios y dijo:
—Buenos
días, ¿no?
—Buenos
días –respondió Lisa.
—¿Venís a
esta clase? —le preguntó Rossini con voz de mujer.
—Sí, desde
ahora —dijo Lisa. Miró a un lado y a otro y, haciéndose la inocente, agregó—:
¿Llego tarde?
Ahí nos
arrancó la primera sonrisa.
Rossini
señaló la Vogue de Lisa con un dedo (el
dedo medio) y le dijo:
—¿Qué lees?
—No sé —contestó
Lisa alzando la revista—, nunca la abrí.
Rossini
parpadeó fingiéndose confundido y, sin dejar de mirarla (como si la chica le
diera vergüenza ajena) le preguntó:
—¿Y
entonces para qué la tenés?
—Para que
los boludos como vos pregunten qué leo —fue la respuesta de Lisa.
El silencio
que se hizo en ese momento es algo que aún hoy, casi 30 años después, sigo
oyendo con toda nitidez.
La echaron.
La reincorporaron al otro día.
Nosotros
quedamos tan fascinados con Lisa que lo único que pudimos hacer a partir de ese
momento y durante algunas semanas fue odiarla. Pero mientras ella, a su vez,
odiaba desinteresadamente a las chicas, nos conquistaba con su indiferencia y
su osadía. Daba la impresión de bastarse a sí misma de una manera que ninguno
de nosotros había sentido nunca (la habíamos visto, pero no la habíamos
sentido).
Lalo era
nuestro líder —era el más fuerte— y enseguida estuvo de novio con Lisa. Siempre
creí que Lalo se puso de novio con Lisa para neutralizarla, al menos al
principio, pero estoy seguro de que ella lo amó desde el primer minuto. El
hecho es que Lisa llegó un 8 de septiembre y el 30 ya estaba de novia con Lalo.
Los veintidós días entre el 8 y el 30 los pasaron midiendo sus fuerzas. No se enfrentaron
nunca directamente (sí, una vez, una sola vez): se limitaban al arreo y
recuento de adeptos; en los recreos o en la calle el que se acercaba a Lisa era
de la banda de Lisa y el que seguía con Lalo era de la banda de Lalo. Así de
simple. Lalo permitió durante dos o tres días que sus amigos volvieran con él
luego de curiosear en los alrededores de Lisa; a partir de entonces, si Lalo
hubiera sido un asesino, habría estimulado el regreso de los que se habían
atrevido a acercarse a Lisa solo para matarlos después. Yo era del bando de
Lalo.
Nos
reuníamos cada noche en la cuneta de la esquina de casa después de cenar.
Hablábamos de nada, éramos expertos en eso. Y una de esas noches cayó Lisa.
Venía sola. Apareció de pronto y se deslizó con los talones sobre el borde de
la cuneta (jugaba todo el tiempo) hasta quedar sentada junto a Lalo.
—¿Qué andan
haciendo? —dijo.
Lalo nos
miró extrañado. Era la primera vez que nos miraba antes de hablar.
—Nada —respondió—.
¿Vos?
—Yo estaba
en casa más aburrida que una ostra (nunca habíamos escuchado eso) y de golpe
llega mi viejo y dice que compró un televisor. Mañana lo traen.
—¿Televisor?
—dijo Dante con un cantito irónico. Dante nunca sabía cuándo burlarse y cuándo
sacarse el sombrero.
En ese
momento en la cuneta éramos cinco, y de los cinco yo era el único que tenía
televisión. Lalo y los demás venían a casa todas las tardes después del colegio
a mirar Batman. Lalo era el que más
tiempo se quedaba, porque le gustaba la música y nosotros teníamos en el living
un combinado Ken Brown, estéreo. Mi viejo, además, compraba un par de discos al
mes (en casa estaban todos los discos de los Beatles, un doble de los Bee Gees,
uno de Pérez Prado, uno de Tom Jones…). Lalo miró a Dante por encima de un
hombro, como si Dante acabara de decir una idiotez.
—¿No oíste
que dijo «televisor»? —le preguntó.
Los otros
estaban tan embobados con la aparición de Lisa que no se dieron cuenta de que
era un buen momento para reír. Dante bajó la vista. Lisa codeó a Lalo y le
preguntó:
—¿Cómo se
llama «este»?
—Dante —dijo
Lalo.
Lisa le
dijo a Dante:
—¿Querés
venir mañana a mi casa a mirar televisión?
Era una
insolencia y Lalo enderezó la espalda. Nunca nadie lo había desafiado así. O la
chica se burlaba de él o realmente quería robarse a uno de los suyos en su
propia cuneta.
Se hizo un
silencio.
Después
Lalo salió del agujero donde creíamos pasarla bien y le ordenó a Lisa que lo
siguiera.
Lisa se
alejó con él unos quince o veinte metros. Todos la seguimos con la vista.
Cuando por fin se detuvieron, Lisa empezó a darle golpecitos en el pecho a Lalo
con la punta de los dedos. Mientras tanto, hablaba. Hablaba mucho. Y lo hacía
no como si estuviera discutiendo sino como contándole algo. De pronto Lalo la
agarró de la muñeca y le dobló el brazo. Lisa apoyó una rodilla en el suelo,
riéndose. Su risa fue lo único que oímos. Se reía con soltura, con fluidez,
como si hubiera pasado años preparándose para ser humillada así. (Mucho tiempo
después Lalo me contó que, mientras él sostenía a Lisa de la muñeca, ella le
dijo por lo bajo y sin dejar de reírse: «Boludo, me vas a hacer mear»).
Lalo tenía
una ideíta sobre el amor… Su padre había abandonado a su madre cuando Lalo
tenía 5 años. Le dijo que amaba a otra mujer y que se iba a vivir con ella a la
Capital pero que vendría a verlo cada quince días. Nunca volvió. Tiempo después
la madre de Lalo volvió a casarse. Le dijo a Lalo que se había enamorado de ese
hombre tan bueno que solía inflarle las gomas de la bicicleta. Cuando Lalo tenía
7 años, la madre abandonó a su nuevo esposo. Se fue y dejó a Lalo con el hombre
bueno. El hombre era tan bueno que, para atenuar el sufrimiento de Lalo, le
dijo que su madre se había enamorado de otro, cuando en realidad había
enloquecido, algo que Lalo no supo hasta muchos años después. En esa ocasión
creyó en lo que le decía el hombre bueno: su madre se había enamorado de uno de
aquellos señores de traje verde que pasaron a buscarla en ambulancia. Así que
Lalo quedó solo y al cuidado del hombre bueno, quien dos o tres meses después
lo dejó para volver con su ex esposa. Lalo terminó viviendo en la casa de una
tía a la que apenas había visto alguna vez, porque sus padres la odiaban. Y
todo por amor.
Lo suyo,
más que una idea, era un tajo. Cuando sintió (cuando supo) que estaba enamorado
de Lisa, lo primero que hizo fue preguntarse a quién debería dejar él para irse
con ella. Y nos dejó a nosotros.
Desde que
se puso de novio con Lisa no lo vimos más.
Pasaba, sí,
nos saludaba, a veces nos hablaba. En los recreos del colegio no dejó de
juntarse con nosotros, como siempre, pero ya no ocupaba el centro y se encogía
de hombros si alguien lo miraba en busca de un poco de autoridad. Estaba todo
el día con Lisa, incluso cuando ella no estaba presente. Y a Lisa le pasaba lo
mismo.
Una tarde
Lisa vino a casa. Yo tenía la impresión de que Lisa no me había mirado ni
siquiera una vez desde su llegada al pueblo, así que me sorprendí cuando entró
a mi cuarto. Entró como si conociera el lugar y me habló como si reanudara una
conversación interrumpida:
—¿Podés
decirle a Lalo que no sea tan estúpido?
Le pregunté
a qué se refería y me dijo sin vueltas:
—No quiere
acostarse conmigo.
Me quedé
helado. Lo próximo que recuerdo es que me encontré con Lalo y le conté lo que
me había dicho Lisa. Lalo me escuchó en silencio. Cuando terminé de hablar, se
quedó mirándome fijo durante unos segundos. Después bajó la vista.
—Me quiero
casar con ella —murmuró.
Era
insólito. Lalo era el único de la banda que había tenido relaciones sexuales. Y
no con una chica sino con dos. Lo envidiábamos por su noviazgo con Lisa, pero
lo admirábamos por su experiencia sexual. Yo tenía ya preparada una batería de
razones para convencerlo de que se acostara con Lisa (todas me las había
dictado ella), pero no pensaba usarlas: eran tan convincentes que Lalo hubiera
terminado haciendo el amor con Lisa y eso no era lo que yo quería. Igual me
sorprendió saber que no tendría que usarlas, justamente por lo que acababa de
oír. Nunca nada me había sorprendido tanto. Sorprendido y alegrado.
Lalo quería
que Lisa llegara virgen al matrimonio. Era una convicción, pero también una
prueba de su adoración por ella, aunque a Lisa le parecía una idiotez. Ella
quería que Lalo fuera el primer hombre de su vida ahora. Él quería lo mismo,
pero después.
No hubo
arreglo. En los meses que siguieron me convertí en una especie de mediador
sentimental. Empecé a salir con ellos. A veces estaba con Lisa, a veces con
Lalo, y a veces con los dos. Lalo volvió a pasar cada tanto por casa para
escuchar algún disco, y siempre terminábamos hablando de Lisa. Él hablaba de
Lisa. Yo escuchaba. Estaba loco: hacía planes. No eran planes conscientes, sino
los planes de un ensueño más liviano que el aire de cualquier situación y cuyas
burbujas salían a la superficie de pronto, en todo momento y en todo lugar, al
menos cuando estaba conmigo: iban a tener tres hijos… iban a viajar a la ciudad
de los Beatles…
Nunca
escuché en boca de Lisa nada por el estilo. Al contrario: Lisa vivía en el aquí
y ahora, como todos nosotros, con la diferencia de que su aquí y ahora, por el solo
hecho de estar al lado de alguien como Lalo, que en general apuntaba al futuro,
podía resultar apabullante. Una tarde fuimos los tres al balneario. «Río», le
decíamos. Fue a principios de diciembre. Hacía un año que Lisa estaba en
Ramallo y aunque había ido en otras oportunidades al río esta era la primera
vez que lo hacía en traje de baño. «Malla», le decíamos. Enfundada en un malla
entera color ciruela con un millón de pequeñísimas Pequeñas Lulú estampadas en
blanco, estaba (y no exagero) divina. Yo la miraba con una mezcla de vergüenza
por mi cuerpo y de admiración por el suyo tan evidente que Lalo y Lisa se me
acercaron uno después del otro para decirme que me vendría bien hacer un poco
de ejercicio y tomar de vez en cuando algo de sol. En determinado momento Lisa
me dijo:
—¿Te gusto?
—¿Por qué
me preguntás eso?
—Porque me
mirás con una carita… —dijo. Se quedó un momento observándose en mis ojos con
un gesto de chica mala inteligente, que sin duda era el mismo gesto con que se
miraba al espejo, y agregó—: Te besaría.
Me quedé
helado, una vez más. Dejarme helado era uno de los trucos de magia que mejor le
salían a Lisa conmigo. También podía quemarme y hacer que me retuerza y que mi
corazón haga entre un latido y otro una pausa más larga de lo habitual.
En ese
momento no le dije nada. Lo que dije lo dije un momento después:
—Sí,
besame… por favor…
Pero tardé
mucho: Lisa ya estaba abrazada a Lalo, los dos tirados en la arena a veinte
metros de distancia de mí.
Recuerdo su
indiferencia como algo aparte, algo concreto, sólido y vivo a la vez, de forma
cambiante, que subía y me envolvía mientras yo, de pie en la orilla del río,
pateaba el agua y observaba embobado su espalda en la arena (en brazos de
Lalo). De pronto Lisa alzó la cabeza y le dijo algo que no pude oír, aunque
sonaba enojada. Se arrancó los brazos de Lalo de la cintura y vino caminando
rápido hacia mí.
—¡Estoy
harta! —dijo—. ¿Sabés qué?
Negué con
la cabeza.
—¿No viste
lo que pasó recién?
Negué otra
vez y me acuclillé. Lisa me miró un instante desde arriba como a un mentiroso
(aunque había estado todo el tiempo de espaldas a mí, sabía que yo la había
estado observando) y dijo:
—Lo mismo
de siempre, pero cada vez peor —y se sentó a mi lado-. Le metí una mano en la
malla y le agarré la pija. ¿Y él? La semana pasada no quería. Ahora quiere. La
semana pasada a la semana pasada me tocó las tetas, y la semana anterior no
quería. Una semana antes de tocarme las tetas me besó de lengua, algo que no sé
por qué se negaba a hacer. El boludo quiere. ¡Pero le lleva tiempo!
En aquella
época, cuando Lisa decía cosas así yo me limitaba a mirarla en silencio y a
fingir que la había entendido y que pensaba en eso. Aquel día le dije que
entonces podía quedarse tranquila, porque tarde o temprano se iba a acostar con
Lalo, y ella soltó una carcajada y me golpeó un hombro con un puño, haciéndome
perder el equilibrio.
—Quería ver
si me habías estado espiando. ¿Te creíste que le iba a meter la mano en la
malla a Lalo? ¡Si no se deja ni tocar el culo!
—¿El culo? —dije—.
¿Y qué tiene que ver una cosa con la otra?
—Todo, pero
no importa, olvidate. Tu amiguito me tiene las bolas llenas —dijo Lisa. Bajó la
vista, pensó un segundo y después se levantó—. Sí, mejor me voy a mi casa.
La detuve.
Fue la primera vez que agarré a una chica del brazo.
Y una vez
más le pregunté qué pasaba.
—Vos debés
pensar que estoy loca —dijo—. ¿Y sabés qué? Yo a la noche cuando me acuesto
pienso lo mismo. Estoy loca. Te juro que nunca pensé que me iba a pasar una
cosa así. Yo creía que me iba a enamorar de un chico y que el chico se iba a
enamorar de mí.
—¿Lalo no
está enamorado de vos? A mí me parece que Lalo está...
—Lalo,
Lalo, Lalo lo único que quiere es que yo sea la esposa. Y a mí me da rabia,
porque me encantaría ser la esposa de él. Me casaría mañana mismo si pudiera.
¡Pero el hijo de puta no me quiere ni tocar! ¿Vos hiciste el amor alguna vez?
—¿Yo? —alcancé
a decir.
—¡Yo nunca!
¡Y tengo más claro que la mierda que ese pajero es el hombre de mi vida! ¡Pero
él lo único que quiere es que yo sea la esposa! ¡La esposa! ¡Lo mejor que yo
tengo para darle, que es mi amor, a él le parece de puta! ¡Y sí!
Lalo quiso
detenerla, pero Lisa se lo sacó de encima de muy (muy) mal modo y se fue
haciendo chirriar los pies sobre la arena.
Otro día
vino a casa con un disco de Los Pilines que le había comprado el padre.
(Todavía conservo un ejemplar de la revista Pinap
en la que David Bowie elogia al grupo chileno Los Pilines, pero lo mejor de
todo es que también tengo el único disco que grabaron, Up, en 1967, y que Lisa me hizo escuchar esa tarde en casa.
Cantaban en inglés, algunos temas era instrumentales, y el resultado general,
obviando el sonido de la época, era alucinante. Tengo discos del grupo argentino
Conexión Nro. 5, de los alemanes Ugh!, de los ingleses Redention —en el que un
jovencísimo John Bonham tocaba la batería antes de unirse para siempre a Led
Zeppelin—, pero el disco de Los Pilines es mi mayor tesoro, quizá porque fue un
regalo de Lisa.) Puse el disco y me senté en la cama, con la espalda apoyada en
la pared. Lisa se acostó en el suelo, en medio del cuarto, con las manos en asa
bajo la nuca y una pierna cruzada sobre la otra. Tenía puestas unas zapatillas
Pampero Tenis blancas, sin medias, un Lee con rodilleras de cordero negro y una
camiseta roja sin mangas. En el antebrazo izquierdo había escrito con birome su
nombre y el de Lalo sobre una serpiente demasiado ondulada, de ojos saltones.
Escuchamos
el primer tema del disco sin movernos. Pero con el comienzo del segundo tema («Ho
ho ho»), que era el tema por el que Lisa le había pedido al padre que le
comprara el disco, se levantó, me dijo «este quería que escucharas» y se puso a
bailar en medio del cuarto con un estilo que combinaba giros de lo más
sensuales con golpes de karateca y de peleador callejero.
En mitad
del tema entraron mis padres. Lisa no solamente no dejó de bailar sino que
además les preguntó:
—¿Cuando ustedes
eran jóvenes no bailaban nunca?
Mi padre
venía de buen humor. Le guiñó un ojo a mi madre (no bailaban nunca) y le dijo a
Lisa que ellos «no hacían otra cosa que bailar».
—¿Y
entonces —dijo Lisa señalándome con el mentón —a quién sale este? ¡Hace como
dos minutos que estoy acá bailando sola!
—¿Vas a
dejar que Lisa baile sola otros dos minutos? —dijo mi padre.
Me encogí
de hombros.
Mi padre,
repentinamente animado, agarró de una mano a mi madre y, mientras mi madre se
reía tratando de soltarse, hizo unos pasos de baile moviendo las rodillas como
un espástico al ritmo de un rock mental que no coincidía con lo que sonaba en
ese momento.
Lisa
aplaudió cuando el tema terminó. Mi padre agradeció el aplauso con una
inclinación y luego pasó una mano por la cintura de mi madre y se la llevó
hacia otro lugar de la casa. Iban los dos riéndose, rejuvenecidos.
Lisa se
sentó a mi lado en la cama.
Yo estaba
muerto de vergüenza por el bailecito de mi padre.
—¿Querés
que te lea algo que escribí? —me dijo.
Y recitó un
poema de odio al sol, a las flores, a las abejas, a todos los elementos de la
primavera. En aquel momento me resultó encantador. Era insolente, era
divertido, y lo recuerdo palabra por palabra, pero transcribirlo ahora, 28 años
después, sería injusto y una ruindad.
—Está bueno
—le dije cuando terminó.
—¿No te
gusta ninguna chica? ¿No hay alguna chica que guste de vos?
Así era
Lisa. Llegaba de golpe, se ponía a bailar, te recitaba un poema y, sin esperar
que dijeras nada (así era yo), te preguntaba si eras feliz, una cosa detrás de
la otra y casi sin pausa, como si estuviera siempre sola.
Mi
sensación al hablar con ella era la de que en cualquier momento sería
interrumpido. Me parecía que no tenía mucho sentido hablar en serio porque al
final Lisa diría cosas como: «¿Por qué las chicas caminan siempre con los
brazos cruzados?», o algo por el estilo. Lisa daba la impresión de estar
pensando todo el tiempo en otra cosa. Pero ese día estaba atenta, quizá porque
yo no hice más que titubear. Al final dijo:
—Me gustás.
Si no me hubiera enamorado de Lalo, podría haberme enamorado de vos. No te rías,
te lo digo en serio. Me di cuenta ayer por una cosa que pasó...
—¿Qué pasó?
—Betina me
dijo que gusta de vos. A todas las chicas les gusta un chico y a mí no me
importa nada, pero cuando Betina dijo que vos le gustabas me dio celos.
Prometeme una cosa... Si te ponés de novio con Betina y te casás con ella y
tenés hijos, siempre vas a ser mi amigo. Aunque yo a Betina no la soporte. Me
lo tenés que prometer.
—Te lo
prometo.
Se acercó y
me dijo al oído:
—¿Y si no
te ponés de novio con Betina ni te casas ni tenés hijos y yo me peleo con Lalo?
—También.
—Ahí
tendrías que haber dicho que no —dijo.
Y entonces
hizo algo sorprendente: me besó. Fue un beso brevísimo, más parecido a un golpe
que a un beso, pero era un beso al fin y al cabo.
—Ahora
tenemos un secreto —dijo.
Qué astuta
era. La excusa que usaba para volverme loco era poner a prueba mi amistad. Mi
padre, que en ese momento salía otra vez de casa, al pasar delante de nosotros
le dirigió a Lisa un pasito de baile ridículo, como si hubiera tropezado en
medio del camino. Lisa comentó:
—Es
simpático...
Esa noche
no dormí. No di una sola vuelta en la cama; todo lo contrario: me acosté boca
arriba y miré el techo hasta el amanecer, rígido. Recién entonces el beso que
me había dado Lisa se volvió real.
Lamentablemente,
al otro día todo se volvió real: Lisa estaba de novia con Lalo.
Se había comprado
un aerosol y desplegaba su ingenio en las paredes de Ramallo. Por esa época
Lisa andaba siempre con el Diario del Che en Bolivia (lo leía) y sus pintadas
tenían un sentido entre risueño y funesto. Por ejemplo: en una esquina en la
que había un gran cartel de la firma Paladini que decía: «Fiambres y embutidos»,
Lisa había pintado debajo (con su aerosol mágico) «Jamás serán vencidos».
Alguien había escrito en la pared: «Viene el Papa, viene Cristo», y Lisa había
pintado por debajo: «Se va el Papa, se va Cristo».
Era
porteña, pero había captado inmediatamente el espíritu de Ramallo, y también en
eso nos superaba a todos. Decía cosas como: «La sequía era tanta que los
árboles seguían a los perros», o: «Es tan sucio que riega los calzoncillos para
que cuando se tira un pedo no levanten polvo». Lalo, siempre con un brazo sobre
el hombro de Lisa, festejaba orgulloso sus ocurrencias.
En cada uno
de los días de ese año, y también del año siguiente, vi a Lisa y no hubo una
sola vez que no me llamara la atención la ausencia absoluta de consecuencias
que había tenido para ella aquel beso. Ni una palabra, ni una mirada de
complicidad, ninguna alteración en la forma de tratarme, nada: sencillamente no
le había importado, lo había olvidado, no había ocurrido.
Yo me
consolaba pensando que lo que me pasaba a mí era lo mismo que les pasaba a
otros, pero no llegaba al grado de inconsciencia de ellos, que corrían atrás de
Ana convencidos de que Ana era más linda o más interesante. Yo me encerraba en
mi cuarto y (a veces incluso con la puerta abierta) lloraba y odiaba mi altura
y mi cara y sentía esa rabia siempre tan simple de que las cosas fueran así. No
entendía por qué Lisa había elegido a Lalo. En mi afán por degradarlo, descarté
el hecho de que Lisa se había enamorado de, al menos en aquel momento, un
líder, y me incliné a pensar que solo se sentía atraída por el físico de Lalo:
una nada de hombros anchos con la que, si yo encontraba la manera, podría
competir. Eso me consolaba, pero también me hacía más cruel. La noche de
carnaval en que Lalo y yo decidimos disfrazarnos de Pija y Concha, cuando Lalo
agarró el disfraz de Pija —algo que hizo con toda naturalidad, consciente de
sus derechos— le dije:
—Lalo, vos
tenés novia, yo no. Si las chicas se enteran de que yo era Concha, nadie va a
querer salir conmigo en este pueblo...
Y Lalo me
cedió el disfraz de Pija.
Lo engañé.
Lo que
ocurrió entonces, ocurrió cuando yo había apagado ya hasta la más mínima
ilusión de que Lisa se fijara alguna vez en mí como en alguien más que un
simple amigo. Aparecimos de pronto (Lalo con su disfraz de Concha y yo con mi
disfraz de Pija) en la avenida principal y empezamos a corrernos por entre la
gente y las carrozas. Pija corría a Concha (todavía no éramos sinceros). Se
hizo un silencio y enseguida oímos carcajadas y algún aplauso. La policía
empezó a corrernos, también a pie. Corrimos todos en zigzag.
Fue un
suceso, al menos un suceso a la medida de nuestra edad. Nuestros padres fueron
a buscarnos a la comisaría y nos dieron una cachetada a cada uno, pero al otro
día éramos ídolos allí en el pueblo. Todo el mundo hablaba de nosotros. Aunque
no había clases, el director del colegio irrumpió indignado en mi casa (ya
había ido a la de Lalo) a primera hora de la mañana siguiente para advertirme
que él en persona se encargaría de echarme el año próximo a la menor
oportunidad. Pero excepto el director y el comisario todos parecían divertidos
con lo que habíamos hecho.
¿Y qué
importa? ¿Importa? Ahí no empezaron los problemas. Empezaron una tarde en que
Dante (el que nunca sabía cuándo burlarse y cuándo sacarse el sombrero) dijo,
según me contaron, de puro aburrido, sin malicia, que Concha era Lalo. Malicia
hubo en la rapidez con que se propagó. Así que, desde su punto de vista, Lalo
no tuvo más remedio que hacer algo razonable: ya no era un líder y debía
traicionarme. Dijo que Concha había sido yo. Se lo dijo solo a uno, para que lo
supieran todos, y rogándole que no dijera nada, para que no hubiera dudas de
que decía la verdad.
En menos de
una semana todo el mundo me decía Concha. Pero excepto mi hermano, que me llamó
Concha en una discusión («callate, Concha», me dijo), nadie me llamaba así en
la cara. Delante de mí seguían diciéndome Pollo, un sobrenombre abominable que
ahora adoraba. Antes que llamarme Concha prefería llamarme Pollo toda la vida.
La única persona aparte de mis padres que me llamaba por mi nombre (Bruno) era
Lisa. Y con el tiempo, también Lalo, sin duda porque se sentía culpable de los
estragos que había causado en mi vida cotidiana.
Una tarde
le pregunté:
—Lalo, ¿vos
dijiste que yo era Concha?
—Te juro
por Dios que no —me dijo.
Lo dijo
demasiado rápido, como si hubiera estado esperando la pregunta. Y se besó los
dedos en cruz.
Me di
cuenta de que había sido él, aunque me costó creer que lo jurara. Lo perdoné.
Mi intención al pedirle que el disfraz de Concha lo llevara él había sido
bastante oscura también, pero no lo perdoné por eso sino porque a partir de
entonces Lisa se acercó a mí mucho más de lo que yo hubiera podido esperar. Que
me dijeran Concha no solamente no le molestaba sino que además la hizo
interesarse por mí. De pronto estaba allí en mi casa más seguido que de
costumbre. Una tarde me preguntó si me acordaba de «quel» beso. Le dije que sí,
después de actuar que hacía memoria.
—Se lo
conté a Lalo —dijo Lisa.
—¿¡Cuándo!?
—El año
pasado.
—Lisa...
—¿No fue
hace una año ya?
—Fue hace
nueve meses y medio.
—Hará nueve
meses y medio entonces.
—¿Y Lalo
qué dijo?
—Se rio. No
me creyó.
Era
horrible. ¡Ni mi mejor amigo me creía capaz de besar a Lisa! Y Lisa, por lo
visto, no había insistido. Después de todo, ¿por qué iba Lisa a pensar que le
daría celos a Lalo diciéndole que se había besado conmigo? Estaba a punto de
creer que se habían confabulado en mi contra (Lalo para traicionarme y Lisa
para humillarme), cuando de pronto Lisa dijo que se iba de Ramallo. Trasladaban
a su padre. Lo trasladaban antes de lo previsto. Hacía poco más de dos años que
habían llegado. Me dijo que el mes próximo ya no estaría allí.
Dijo eso y
me pidió que la acompañara a la casa abandonada. La llamábamos así, «la casa
abandonada», pero en realidad era una construcción interrumpida meses atrás,
una serie de paredes sin techo y sin piso por la que habíamos dejado la cuneta
como lugar de reunión, más que nada porque habíamos empezado a fumar, algo que
allí podíamos hacer sin temor a ser vistos. (Una noche Lisa fumó siete
cigarrillos seguidos y después no volvió a tocar uno.) En el fondo Lisa era una
romántica. Alguna vez me dijo que le gustaría perder la virginidad con Lalo en
la casa abandonada, echada sobre una manta en los pastos del living a la luz de
la luna.
Era el
atardecer. Yo estaba de lo más tranquilo, no había nada extraño en la
invitación de Lisa a ir con ella a la casa abandonada: lo habíamos hecho mil
veces en el último tiempo. Nos sentamos en el suelo uno frente al otro y
hablamos de cualquier cosa hasta que se hizo de noche y dejamos de vernos.
Entonces Lisa extendió una mano y me acarició una mejilla. Después se acercó y
me besó.
Yo dije su
nombre. «Lisa», dije.
Ella se
apartó un momento de mí, sacó algo del bolsillo y, mientras yo palpaba con la
punta de los dedos la cajita de cartón satinado que acababa de darme, se quitó
los pantalones, los extendió en el suelo y se acostó boca arriba sobre ellos.
—¿Me
querés? —preguntó.
Aquella
noche, después de hacer el amor, caminamos juntos hasta mi casa. Ella vivía
tres cuadras más adelante. Caminamos callados, a la par, pero a cierta
distancia uno del otro, como si hubiéramos peleado.
En la
puerta de casa le pedí que no le contara a nadie lo que habíamos hecho.
—No seas
boludo —me contestó riéndose.
Me dio un
beso rápido en la mejilla y siguió caminando. Yo me quedé un momento allí
parado. Lisa avanzó unos metros con las manos en los bolsillos y de pronto echó
a correr.
Durante la
cena mis padres me confirmaron que Lisa se iba de Ramallo.
—¿Sabés que
los Mariátegui se van? —le dijo mi padre a mi madre con el tenedor todavía en
la boca.
—¡No me
digas! ¿Cuándo? —preguntó mi madre.
—A fin de
mes.
—¡Qué raro
que Rita no me haya dicho nada! —comentó mi madre, extrañada de que los demás
no la pusieran inmediatamente al tanto de sus asuntos—. Estuve ayer con ella...
—Se
enteraron hoy.
Fue un mes
terrible. Lisa se iba a vivir a Brasil, a Río de Janeiro, donde pasaría los
próximos tres o cuatro años de su vida. Lalo estaba destrozado. Mi madre me
contó que la tía de Lalo se reunió un par de veces con los padres de Lisa para
trasmitirles su inquietud: llevar su inquietud de un lado a otro era lo único
que sabía hacer. Lalo se pasaba el día literalmente pegado a Lisa (de la mano,
abrazados, siempre en contacto) y en los pocos momentos a solas lloraba como un
chico. Tenía 16 años. Lisa cumplió 16 una semana después de irse.
Lalo nunca
supo que Lisa y yo habíamos hecho el amor. Desde aquella noche en la casa
abandonada, Lalo siguió siendo conmigo el mismo de siempre. Si hubiera sabido
algo, no se hubiera reído cuando Lisa le contó que me había dado un beso: me
hubiera matado. Aquella noche, mientras nos poníamos los pantalones, Lisa me
dijo:
—Estoy
enamorada de Lalo. Y de vos también. Pero Lalo es mi novio.
Yo hubiera
preferido que Lalo me matara. Hubiera preferido que Lalo me matara, no Lisa.
Porque yo, si era Lalo el que me mataba, después de muerto podría al menos
haber dicho alguna cosa, podría haber escrito abiertamente sobre ella, sobre
nosotros tres, podría haber encontrado algún consuelo en los motivos de mi
traición (podría haberles dicho la verdad a mis padres en cada una de las
muchas ocasiones en que me sorprendieron llorando, por ejemplo), pero la muerte
que me daba Lisa era íntima, un abismo secreto de dolor... Ni siquiera pude ir
a despedirla.
La vi por
última vez un día antes de su partida, cuando vino a casa a regalarme el disco
de Los Pilines. Tenía que ir a alguna otra parte todavía y estaba apurada. Me
dio el disco sin ninguna solemnidad, todo lo contrario:
—Tomá, te
lo regalo, a mí me tiene las bolas por el suelo —fue lo que dijo.
Me recordó
que se iba al día siguiente después del almuerzo y me preguntó si iba a pasar
por su casa a despedirla. Quería darme su dirección en Brasil para que nos
escribiéramos. Le dije que iría, pero no lo hice. Todavía antes de salir
alcanzó a decirme que me odiaría siempre si mañana no la despedía con una
sonrisa. Lalo me contó después que Lisa, fiel a su estilo, quiso boxear con él antes
de subirse al auto. Lalo tenía la cara hinchada de tanto llorar; aun así, Lisa
le pegó un puñetazo en la nariz.
Al otro
día, mientras Lisa se despedía de Lalo, yo estaba sentado en la puerta de mi
casa. Era un domingo de fines de febrero y hacía mucho calor. No había nadie en
la calle. Me quedé un rato largo allí sentado sin saber qué hacer ni adónde ir.
El perro del vecino se acercó lentamente con la cola entre las patas. No estaba
seguro de que yo tuviera ganas de acariciarle la cabeza, como había hecho un
millón de veces desde que los dos éramos cachorros. Algo le decía que ese no
era el día. Y tenía razón. Se llamaba Chingo. Me olfateó una mano y un pie y se
echó a mi lado. El calor hacía ondular la base de los árboles al fondo de la
calle... Pensé que si algún día, ya convertido en un escritor, un periodista me
preguntaba qué era el infierno, yo le diría que el infierno era eso. Todavía
hoy creo que el infierno es un domingo de verano a las tres de la tarde en
Ramallo.
Me llevó un
tiempo caer en la cuenta de que Lisa se había ido. Diría que lo entendí recién
cuando Lalo recibió su primera carta desde Brasil, quince días después. Lalo se
me acercó en el primer recreo del colegio, sacó del bolsillo unas hojas de
papel de arroz y me las apoyó en el pecho con cierta violencia, como si no
hubiera encontrado la oportunidad de alcanzármelas durante la clase y eso
hubiera terminado por irritarlo.
—Es de Lisa
—dijo.
Alcé una
mano y agarré la carta. Eran cinco hojas escritas con letra pequeña en tinta
azul. Lo primero que hice fue buscar su firma en la última hoja, como si no
creyera que tenía una carta de Lisa en las manos. Después leí. La ansiedad me
contraía la cara de un modo tan evidente que hasta yo, que estaba absorto en lo
que leía, lo noté.
Pero Lisa no
decía gran cosa. Acababa de llegar a Río de Janeiro y las cuatro primeras
páginas no eran más que una descripción obsesiva y muy aburrida del periplo que
la había llevado desde Ramallo hasta Río, con algunas pinceladas pintorescas
sobre un chino hiperkinético que iba sentado a su lado en el avión. (Mucho
tiempo después me enteraría de que el día de la partida el auto había tenido un
desperfecto a pocas cuadras de su casa, de modo que Lisa había estado en
Ramallo unas tres horas más sin que nosotros lo supiéramos. Tres horas, cuando
cada minuto desde su partida había sido una tortura, y nosotros no sabíamos que
seguía allí. ¡Estaba tan cerca de la casa de Lalo, tan cerca de la mía! ¿Por
qué no había ido a vernos, por qué no había ido a verlo a Lalo? «Porque la
despedida había estado buena y no quería arruinarla»). Dedicaba la última
página a hablarle a Lalo del amor que sentía por él diciendo cosas como «yo
también te voy a querer toda la vida», o «sí, estoy de acuerdo con vos», como
si continuara por escrito una conversación telepática interrumpida.
Postdata: «Un
beso para Bruno».
—¿Vos ya le
escribiste? —le pregunté a Lalo devolviéndole la carta.
—Antes de
venir. La recibí y le escribí. Ahora cuando salga de acá la llevo al correo.
—¿Qué
quiere decir eso de «… aunque salga con 40 tipos y tenga una colección de
hijos…»?
—Una cosa
que nos dijimos una vez… —dijo Lalo—. Que ella aunque salga con 40 tipos y
tenga un montón de hijos va a seguir enamorada de mí. Yo le había dicho que la
iba a seguir queriendo aunque quiera a otra.
Ahí fue
cuando entendí que Lisa se había ido.
Supe
también que había engañado a alguien; hasta ese momento no había sentido culpa,
no había sentido nada aparte de amor por Lisa. Aunque Lalo tenía ganas de
llorar, dobló un poco las rodillas y me miró desde abajo con una sonrisa:
—¿Qué te
pasa, boludo? —me dijo.
—La
extraño.
Lalo se
enderezó despacio. («Yo también», quiso decir).
Y entonces —no
sé de dónde saqué coraje— le pregunté si finalmente había hecho el amor con
ella.
—Sí —dijo
él.
—¿Sí? Pero
cómo, ¿no era que vos no…?
—Unos días
antes de que se fuera.
—¿Cuántos
días?
—Qué se yo.
—¡Más o
menos…!
—No sé,
cinco, seis…
—¿En la
casa abandonada?
Lalo me
miró de arriba abajo.
—¿Y a vos
qué mierda te importa dónde? —dijo.
¿No había
sido yo el primer hombre que hizo el amor con Lisa, entonces? ¿O sí? ¿Lisa
había hecho el amor con los dos el mismo día? ¿Y cuál de los dos había sido el
primero? Estas son las cosas que me pregunté después de sentirme engañado.
Porque lo primero que sentí fue eso: que Lisa me había engañado. Era ridículo,
porque Lisa no era mía. Que no era mía lo sabía. Pero que nunca sería mía lo
confirmé cuando yo mismo recibí una carta suya. No tenía cinco hojas sino
apenas una y, aunque no hablaba de nada aparte de mí —de ella y de mí—, no
decía una sola palabra sobre su nuevo barrio, sobre sus nuevos amigos, sobre
las cosas que le gustaban o no, como hacía cuando le escribía a Lalo. ¡Los
detalles de su vida cotidiana no debían de importarme en absoluto! Lo que Lisa
y Lalo se habían dicho —«… aunque salga con 40 tipos», y «… te voy a querer
aunque quiera a otra…» — era absolutamente cierto.
Lalo
recibió una carta de Lisa cada semana durante los tres primeros meses. Eran
cartas largas y minuciosas y estaban tan claramente escritas que uno podía ver
a Lisa en las playas de Río, de espaldas al mar con los brazos cruzados, o
metiendo la mano abierta en el pelo ensortijado de un carioca (su nuevo amigo
Gil, vendedor de helados y dealer).
En los meses siguientes las cartas se fueron espaciando y haciendo más breves,
y poco menos de un año después de su partida no llegó ninguna hasta el próximo
verano. Entre ese verano y el siguiente, cuando me fui de Ramallo, Lalo recibió
apenas dos cartas más (la última, en realidad, era una postal). A mí no volvió
a escribirme, quizás porque yo nunca contesté aquella primera y única carta
suya.
En 1975
vine a Buenos Aires a estudiar Letras. Vivía en un departamento que habían
comprado mis padres sobre la Avenida Coronel Díaz, muy cerca de Santa Fe. Iba a
Ramallo los fines de semana o cada quince días y me encontraba con algunos de
los chicos, cuyos padres habían elegido que estudiaran en Rosario. Lalo había
repetido el último año del secundario, pero aun a pesar de su ventaja con la
edad no había recuperado su rol de líder ni siquiera con los que venían atrás.
Simplemente no le interesaba. Andaba con muchachos un poco mayores que él,
incluso estuvo un tiempo de novio con una chica de 25, y un día que pasamos
junto a un tapial en el que alguien había pintado con aerosol rojo «La compañía
de monte Ramón Rosa Jiménez vencerá — ERP», me confió que lo había hecho él.
En 1978
fuimos juntos a Río de Janeiro. Teníamos 22 o 23 años y nos quedamos diez días
en un hotelucho de Copacabana. Nunca habíamos estado juntos y solos fuera de
Ramallo y notamos ciertas diferencias irreconciliables entre nosotros. No nos
gustaban las mismas cosas, muy pocas veces coincidíamos en lo que teníamos
ganas de hacer. A Lalo le gustaba caminar arriba y abajo por la playa mirando a
la gente. A mí no se me escapaba que Lalo tenía la esperanza de ver a Lisa.
Una tarde
se estaba bañando en el mar y de pronto notó que había perdido el collar que
llevaba al cuello, un cordón negro del que colgaba el anillo de casamiento de
su padre. Lo buscó un rato en el agua inútilmente, pero no se dio por vencido:
se sentó en la orilla a esperar que una ola se lo devuelva. Yo tenía ganas de
ir a tomar una cerveza a uno de los bares sobre la playa, pero Lalo no quiso
moverse de allí. Estaba convencido de que el mar se lo iba a devolver. Me fui
solo. Caminé un rato por la rua Copacabana, tomé una lata de cerveza parado en
una esquina… Cuando volví a la playa, atardecía. Y Lalo seguía en el mismo
lugar.
Me senté a
su lado. Durante unos minutos miré el rosa del cielo, nacarado como el interior
de una almeja.
—¿Estará
muy distinta? —me preguntó Lalo de pronto.
—¿Quién?
—Lisa.
Era la
primera vez que la nombrábamos en mucho tiempo. Yo sabía que él había insistido
en venir de vacaciones a Río porque abrigaba la esperanza de un encuentro con
Lisa, y quizá él también sabía que yo me había entusiasmado con el viaje por la
misma razón, pero nunca lo habíamos dicho. Todo lo contrario: fingíamos haberla
olvidado prolijamente. Hacía mucho que no teníamos noticias de ella. Lalo le
había escrito varias cartas más después de recibir la última de Lisa, pero ella
había dejado de escribirle por completo.
—A lo mejor
vive por acá cerca… —dije yo.
Lalo se rio:
—Qué raro
sería que ella viva ahí —dijo señalando con el pulgar sobre un hombro—, y que
nosotros estemos acá, y que al final nos vayamos de vuelta sin habernos visto,
¿no?
—¿Y si
vamos a buscarla?
Era la
pregunta que no nos animábamos a hacer. No nos animábamos a ir a buscarla, en
realidad. Podíamos haber hecho esa pregunta cien veces, y de hecho, al menos
yo, la había susurrado mentalmente una y otra vez desde el primer día en Río,
pero Lalo se negó y me confió por qué: dijo —con otras palabras— que no le gustaría
encontrarse con Lisa y descubrir que ella apenas se acordaba de él. Prefería
vivir con la promesa de «amor para siempre» que se habían jurado. De pronto me
pareció el tipo más débil del mundo, el más temeroso, incluso un poco estúpido.
¡Y pensar que durante años había sido nuestro líder!
—Vamos a
buscarla —dije, estimulado por su miedo.
—Ni pienso —dijo
Lalo.
Se levantó,
apuntó el cuerpo hacia el hotel y empezó a caminar hacia allí. Vi que llevaba
el collar con el anillo de su padre otra vez al cuello. Di una carrerita hasta
él.
—¿¡Lo
encontraste!?
—Fue un
milagro.
—¿Trajiste
la dirección de Lisa?
—La sé de
memoria.
—¿Vamos,
entonces?
Negó con la
cabeza.
—¿Por qué
no? —le pregunté.
—Porque no —dijo—.
No quiero, no tengo ganas.
A la mañana
siguiente me desperté al oír un golpe fuerte en la calle. Abrí los ojos y vi
que Lalo acababa de levantarse de mi cama (estaba sentado a los pies de mi
cama). Fue hasta la ventana y miró afuera.
—¿Qué pasó?
—le pregunté.
—Un choque.
Me asomé.
Un colectivo se había incrustado en la parte trasera de otro colectivo. Desde
todos lados venía gente a mirar.
—Fui a
buscarla —dijo entonces Lalo.
Y me contó.
Se había levantado temprano y había tomado un taxi hasta la casa de Lisa. No
era lejos de donde estábamos: unas veinte o treinta cuadras, en el barrio de
Leblón. Me dijo que tenía el corazón en la boca mientras iba hacia allá;
mientras lo contaba, se retorcía los dedos.
Llegó a una
casa pequeña y amurallada y se dijo que si dudaba un solo instante se iría de
allí sin haber llamado, así que fue directamente al portón de hierro negro y
tocó el timbre dos veces. Vio en el portón por debajo del timbre un dibujo del
signo de la paz, raspado quizá con una llave o un cuchillo: el portón había
sido repintado pero la marca del dibujo era bien visible. Se sonrió. Un hombre
con la mitad de la cabeza calva y una coleta de pelo blanco en la nuca
entreabrió el portón y le dijo que la familia Mariátegui no vivía allí desde
hacía tres años o más. Lalo le dijo que era un amigo argentino de los
Mariátegui y le preguntó si podía darle la nueva dirección. No, no podía, no la
sabía. Lo único que sabía era que los Mariátegui se habían ido a vivir a
Venezuela.
Me quedé
mudo. Lalo giró de nuevo hacia la ventana y señaló hacia afuera con el mentón:
—Hay
heridos.
En 1978 los
militares lo sacaron de los pelos de la casa de su tía. Estuvo dos años preso
en la cárcel de San Nicolás. De pura casualidad, lo soltaron el mismo día que
murió su tía. Lalo la enterró y se metió en la cama. Me dijo que lo que más
había extrañado en la cárcel era la cama, pero me confesó también que apenas se
acostó le vinieron unas ganas tremendas de llorar por Lisa. Nunca había llorado
por ella en prisión. El día que me dijo eso fue una de las últimas veces que lo
vi.
Mis padres vendieron
la casa de Ramallo en 1982 y se vinieron a vivir a Buenos Aires. Mi hermano
hizo varios intentos de instalarse conmigo, pero no tuvo más remedio que seguir
con ellos en el departamento que habían comprado a dos cuadras del mío. Así que
dejé de ir a Ramallo por completo. Más tarde abandoné la carrera de Letras para
estudiar Filosofía, que abandoné para escribir teatro, que abandoné para
dedicarme a la producción. Ahora vivo de eso. Produzco unas obras espantosas y
muy comerciales y he ganado algún dinero. Colecciono discos raros, ejemplares
inhallables. Estoy seguro de que la mía es una colección importante. Viví tres
años en Madrid antes de volver definitivamente a Buenos Aires. Me casé. Tengo
dos hijos, de 5 y 7 años. Quiero a mi mujer y ella me quiere a mí, con la
pequeña diferencia de que ella es feliz.
Hace muchos
años que no veo a ninguno de los amigos de Ramallo. Perdí todo contacto con
ellos desde que dejé de ir y con excusas totalmente banales evité encontrarlos
cada vez que alguno me llamaba. Unos cuantos de ellos no se han movido nunca de
Ramallo. La última vez que estuve allí, iba, en realidad, a Rosario, cuando de
pronto decidí desviarme y entrar un momento al pueblo para echar un vistazo a
la casa en la que había nacido. Estaba igual, excepto por el hecho de que sus
nuevos dueños habían cortado los árboles del frente y la habían pintado de gris
con las aberturas en blanco. Un chico de 5 o 6 años lloraba subido a una
bicicleta amarilla con rueditas. No había nadie con él.
Un minuto
después toqué el timbre en la casa de Lalo. Era la una del mediodía de un
lunes. Esperé un momento y volví a llamar y como nadie salía volví al auto.
—¿Bruno?
Me di
vuelta y vi a Lalo en la puerta. Tenía un cigarrillo apagado en los labios y un
ojo entrecerrado, como si el cigarrillo estuviera encendido y el humo le
molestara.
Nos dimos
la mano, nos palmeamos un poco los hombros, y finalmente nos abrazamos. Olía a
alcohol. Le dije que estaba de paso, pero insistió para que me quedara a comer
con él. Estaba cocinando.
Me senté a
la mesa. Era la misma mesa de siempre, la misma silla. Nada había cambiado,
excepto por la degradación. Ni siquiera el color de las paredes. El retrato de
la tía Sara seguía en su marquito metálico al pie de la misma lámpara sobre el
mismo aparador. Lalo salió de la cocina y dejó sobre la mesa una olla con un
guiso de lentejas y una botella de vino. Sirvió dos vasos hasta el borde,
agarró el suyo, lo alzó ante sus ojos con el meñique separado y dijo:
—Salud —y
bebió la mitad del vaso. Después lo apoyó en la mesa con cuidado,
delicadamente, sin un solo ruido—. Contame.
Le conté
algunas cosas, haciendo especial hincapié en mi vida en Madrid, como si buscara
mantenerme alejado todo lo posible de él.
Lalo hizo
lo mismo, cuando llegó su turno de hablar. Me dijo que había abierto una
gomería, que una vez había chocado y que había estado un mes en el hospital.
Miraba telenovelas. No hizo en ningún momento la más mínima alusión a nada que
nos hiciera retroceder en el tiempo un solo minuto de los últimos veinticinco
años. Los efectos de aquella época —los estragos de aquel amor—, sin embargo,
eran lo único que se veía. En cada pausa de la conversación, cada vez que Lalo
alzaba la vista hacia mí, yo me daba cuenta de que se moría de ganas de hablar
de Lisa. Pero no la mencionó.
Vivía solo.
Había estado saliendo con una mujer mayor que él, pero la había dejado porque,
dijo, «era más aburrida que chupar un clavo», y eso que había sido la relación
más importante de una decena de noviazgos más allá del mes. Tenía ojeras,
parecía diez años mayor de lo que era, y movía las manos —opacas y de uñas
negras— lentamente, como si las afectara el espesor del aire. No creía en nada.
Le di mi
número de teléfono sabiendo que nunca me llamaría y prometimos volver a vernos
sabiendo que no era verdad. Un momento antes de irme fue a su cuarto y regresó
con las fotos que nos habíamos sacado en Brasil y que yo no había vuelto a ver.
Ahí estábamos en malla parados frente a la cámara, serios los dos, él con un
brazo sobre mi hombro, en alguna playa de Río… Ahí estaba yo dormido en la cama
del hotel, con los labios apretados, como negándome a despertar…
Llegué a
Rosario en cuarenta minutos. Nunca había manejado tan rápido.
Una noche,
tres o cuatro años después, estaba cocinando (cocinaba siempre yo, mientras mis
hijos miraban dibujitos animados en el cuarto), cuando la puerta de entrada al
departamento se abrió y escuché unos susurros y a mi mujer llamándome. El tono
de su voz me hizo salir de la cocina por primera vez en mucho tiempo al oírla
llegar.
Nora estaba
en medio del living, curiosamente encogida, con una sonrisa de oreja a oreja,
mirándome inquieta… a mí y a la mujer que estaba a su lado. La reconocí en el
acto.
—¡Concha! —dijo
Lisa.
Al oír «Concha»
la cara sonriente de mi mujer se invirtió hasta el fruncimiento, como si algo
en el interior de su cabeza le hubiera dado de pronto una chupada,
succionándola.
A los 45
años Lisa seguía con el mismo corte de pelo que a los 16. Tenía todavía
aquellos ojos que sonreían hasta cuando estaba enojada. Hacía frío y llevaba
encima tanta ropa que cuando nos abrazamos lo único que sentí de ella fue la
punta helada de su nariz.
—No sabés
cómo te extrañé… —me dijo al oído.
Hablamos.
Hablamos,
hablamos.
Nora estaba
encantada con Lisa. Dijo que Lisa había llamado a casa hoy a la mañana —había
buscado mi apellido en la guía telefónica porque «estaba segura de que vivías
en Buenos Aires» —, dijo que ella había atendido y que Lisa le había contado
quién era y que le había pedido que se encontraran en la esquina a determinada
hora para darme una sorpresa. No quería hablar por teléfono conmigo. Quería
verme «de golpe». Mi mujer se congeló en un gesto de contrariedad cuando le
dije que Lisa (mi adorada Lisa) podía ser una ladrona: no se le había ocurrido.
Yo estaba siempre lleno de prevenciones y Nora siempre llena de miedo. Lisa la
sacó del apuro haciendo un chiste verdadero:
—Le dije
que había hecho el amor con vos.
Mi mujer se
descomprimió y dejó escapar una risita. Sí, estaba encantada con Lisa. Y también
los chicos, que durante la cena casi no la dejaron probar bocado.
A la
medianoche Nora acostó a los chicos y no volvió (se había quedado dormida;
reapareció a la una de la mañana, se disculpó y no volvió a molestar). Lisa y
yo habíamos fumado un cigarrillo de marihuana y nos interrumpíamos a cada rato
no para hablar sino para escuchar al otro. Yo no quería que Lisa dejara de
contarme las cosas que me contaba y Lisa hacía lo mismo conmigo, aunque
sospecho que en su caso aprovechaba mis largas peroratas para relajarse y
descansar.
Me preguntó
por Lalo. Le dije que hacía mucho tiempo que no sabía nada de él. No lo había
visto bien la última vez. Se había casado, enseguida se había separado y tenía
un hijo de dos o tres años. El chico era autista… Lisa se llevó una mano a la
boca. Después me dijo que tenía muchas ganas de verlo y me preguntó si lo podía
llamar.
—¡Claro! —dije
yo.
Le di el
número de Lalo.
Lisa discó
el número y, mientras el teléfono sonaba en la casa de Lalo, dijo:
—Son las
dos de la mañana. El hijo de puta tiene que estar… —El teléfono llamó unas
cuantas veces más—. ¿Dónde puede haber ido a esta hora?
Me resultó
increíble que Lisa, después de casi treinta años de no ver a Lalo, se
preguntara dónde podía haber ido un lunes a las dos de la mañana.
Finalmente
Lalo atendió.
—Lalo… Soy
Lisa —dijo ella.
Se hizo una
pausa.
—Lisa —repitió
Lisa.
Otra pausa.
—¿Estabas
durmiendo?
Era una
pregunta estúpida, pero vi que Lisa tenía los ojos húmedos: en ese momento no
era capaz de hacer ninguna pregunta que no fuera estúpida. Ahora que lo escribo
me doy cuenta de cuánto me hubiera gustado que, en lugar de confabularse con mi
esposa para darme una sorpresa, me hubiera hecho esa pregunta a mí.
Me levanté
para que hablara tranquila y fui al cuarto de los chicos a ver cómo estaban.
Los tapé bien, hasta el cuello, le di un beso a cada uno, y cuando me incliné
para apagar el televisor vi que en la pantalla un actor hacía lo mismo con sus
hijos actores en el comercial de un banco privado. Me senté en el borde de una
de las camas hasta que Lisa cortó.
—Le pedí
que venga —dijo apenas reaparecí en el living. Seguía con la mano en el
auricular. Se había quitado un zapato, había encogido la pierna y movía
nerviosamente los dedos del pie desnudo sobre el sillón—. Viene mañana —agregó,
pero ya no parecía dirigirse a mí.
Lisa se
quedó a dormir en casa. A la mañana siguiente muy temprano fue a la estación de
ómnibus a buscar a Lalo. No sé cómo fue ese encuentro, ninguno de los dos me lo
contó. Volvieron curiosamente rápido y Nora y yo los invitamos a almorzar
afuera. Me sorprendió que volvieran tan pronto.
Fuimos a un
restaurante italiano. Lalo se sentó frente a Lisa. Tenía puesto un viejo traje
azul y una camisa blanca y parecía inquieto. Durante un rato se hicieron
algunos silencios de lo más incómodos, unos silencios que mi mujer, a quien yo
había resumido la historia de Lisa y Lalo, intentó llenar siempre sin éxito.
Después Lisa nos contó algunos episodios de su vida (los mismos que me había
contado la noche anterior, pero ahora llenos de nuevos detalles dedicados a
Lalo). A los 25 años había recorrido en una moto bmw buena parte de Sudamérica.
—¿Siempre
sola? —preguntó mi mujer arqueando las cejas.
—Siempre —respondió
Lisa—. Perú, toda Centroamérica, el Amazonas… Remonté el Amazonas en un
lanchón. Escuchen esto. Una mañana encontramos en la orilla a tres pigmeos de
una tribu del interior. Una piedra les había despanzurrado la canoa y estaban
lejos de la aldea y asustados. No podían ni sabían cómo volver sin la canoa.
Los embarcamos. Dos días después llegamos a un claro en la bifurcación del río.
Los pigmeos se dieron cuenta del error: los habíamos llevado en otra dirección.
Ahora estaban más perdidos que nunca. Se bajaron. Era una zona de terreno
abierto y me llamó mucho la atención que los tres anduvieran de acá para allá
en fila india. El dueño del lanchón me explicó que eran nativos de una zona del
interior donde la selva es tan espesa que, habituados a caminar por senderos
estrechos, no sabían que podían hacerlo uno al lado del otro. Se apiadó, los
embarcó de nuevo y les prometió que apenas me dejara a mí volvería para
llevarlos al lugar correcto. Yo había pegado una calcomanía de Smile en el
tanque de la moto. Los pigmeos la miraban fascinados. Era la primera vez que
veían una moto, pero el Smile los…
—¿Nunca
tuviste miedo? —insistió mi mujer.
—No —dijo
Lisa—. Tenía 25 años.
—¿Cuánto
duró ese viaje?
—Diez
meses. La pasé muy bien, pero no había día que no pensara que lo que estaba
haciendo no tenía sentido. O a lo mejor tendría que decirlo al revés: todos los
días pensaba que lo que estaba haciendo no tenía sentido, pero la pasé muy
bien.
Se había
recibido de antropóloga… Había trabajado como periodista… Su padre había muerto…
Su madre seguía en Venezuela… Fue ese día cuando contó que el domingo de su
partida de Ramallo reventaron una goma y ella estuvo tres horas más en el
pueblo sin que nosotros lo supiéramos. Al lado del viaje sudamericano eso era
nada, pero Lalo hizo de pronto un chasquido con los dedos y exclamó:
—¡Te vi!
¡Te vi y creí que estaba loco!
Todos lo
miramos.
—¿Cómo que
me viste? —preguntó Lisa.
—Yo me
quedé un rato ahí en tu casa… Cuando te fuiste me senté en el tapialcito del
frente y me quedé ahí un rato, una hora, no sé. Después iba cruzando la avenida
y miré para allá y te vi, pero pensé que no eras, que no podía ser. Te vi.
Ahora que lo decís, te juro por Dios que te vi…
Lisa se
quedó pensando. Lalo de pronto parecía mucho más animado. Mi mujer preguntó a
propósito de nada cómo era yo de chico. Lalo le guiñó un ojo a Lisa y dijo:
—¡Tremendo!
—No te creo
—dijo mi mujer.
—Era
tremendo, sí —confirmó Lalo, ahora en serio—, pero de bueno. Si Ramallo fuera
el único lugar del mundo y él no hubiera tenido adónde irse nosotros
seguiríamos siendo como hermanos.
Mi mujer me
miró y se sonrió. Le dije, explicándole:
—Lalo
siempre me defendía…
—¡Yo
también! —dijo Lisa y nos reímos los tres.
Nora era
una buena mujer, y era inteligente también. Sus preguntas y comentarios sonaban
desafortunados porque entre Lisa, Lalo y yo había algo que, a pesar del tiempo
transcurrido, la expulsaba, por más fluida y amable que ella fuera o intentara
ser. De hecho, en determinado momento la miré y tuve la sensación de que era
una extraña, e incluso me pregunté qué hacía allí. Justo cuando empezaba a
sentir esa tristeza, Nora se levantó para hacer un llamado. Así que de pronto
ahí estábamos a solas de nuevo los tres. ¡Éramos tan distintos, nos habíamos
separado tanto! No había rastro en nosotros de aquellos adolescentes que se
reunían cada noche en una cuneta para hablar de nada y para desafiarse con la
energía de la edad. Ahora Lisa usaba términos que a Lalo se le escapaban… Había
vivido una vida que me llenaba de desconsuelo, porque no se parecía en nada a
la vida que yo había imaginado que viviría. Era una mujer libre, chispeante,
culta, y estaba como aureolada por una elegancia que contrastaba fuertemente
con mi normalidad de clase media y con la rusticidad pueblerina de Lalo.
Después de aquel viaje en moto había hecho un máster en Harvard y desde fines
de los 80 dirigía una revista de divulgación científica, centrada en la
antropología. Fumaba marihuana con su madre, de 75 años de edad.
Lisa apoyó
una mano sobre la mano de Lalo, que había bajado la vista, y la retiró cuando
Lalo volvió a mirarla.
—Tengo
todas tus cartas —le dijo ella en un susurro.
—¿En serio?
—Y las leo,
también. De vez en cuando también las leo.
—No me
escribiste más…
—Ya no
sabía qué decirte.
Lalo bajó
la vista y enseguida la levantó de nuevo, como si Lisa lo hubiera tocado otra
vez.
—¿Puedo
hablar delante de él? —le preguntó Lisa a Lalo, señalándome.
Yo hice
ademán de dejarlos solos, pero Lisa soltó una carcajada y me detuvo pisándome
un pie y diciendo:
—¡Quieto
ahí! Era un chiste. ¿Quién hacía los chistes malos en Ramallo?
—Lalo —dije
yo.
—¡Lalo
jamás hacía chistes! —dijo Lisa.
—¿Qué ibas
a decirme? —preguntó Lalo, serio.
En ese
momento Nora volvió alarmada a la mesa: habían asaltado a un matrimonio amigo —más
amigos de Nora que de mí. A ella le habían pegado un culatazo en la boca. El
esposo estaba en shock.
—Tengo que
ir a verlos —dijo agarrando su cartera y su abrigo—. No les dije que estabas
conmigo, pero sería bueno que más tarde te hagas un minuto y vayas, ¿sí?
Se disculpó
con Lisa y Lalo, me hizo prometer que esa noche comerían en casa y corrió a ver
a sus amigos.
Pedimos
otra botella de vino cuando Nora se fue.
—¿Hasta
cuándo te quedás? —le preguntó Lalo.
En toda una
noche de conversación con Lisa yo no le había hecho esa pregunta, ni hubiera
esperado su respuesta.
—Me voy
esta noche —dijo Lisa—. Tengo que estar en Santiago de Chile mañana a la
mañana.
—¿Viniste
nada más que por un día? —dije.
—Dos —corrigió
Lisa—. Pasé por acá para verlos a ustedes, nada más que para eso. Hacía años
que tenía ganas de venir… La próxima vez voy a quedarme más tiempo —dijo, y
alzó la mano y agregó—: Prometido.
El mozo
sirvió un poco de vino en la copa de Lalo y se quedó allí de pie esperando a
que Lalo diera su aprobación. Pero Lalo tenía la vista perdida en algún lugar
del plato. Le hice al mozo una seña indicándole que dejara la botella.
—Se me
ocurre otra cosa —dijo Lisa cuando el mozo se fue—. ¿Te gustaría venir conmigo?
—¿Yo? —preguntó
Lalo.
—Claro,
tonto, vos —dijo Lisa.
Lalo no
enderezó la espalda. Todo lo contrario: se encorvó milímetro a milímetro, casi
dejándose caer sobre la mesa, como si algo lo golpeara lentamente en el
estómago.
Lisa dijo:
—Yo puedo
cubrir tus gastos… No tendrías que preocuparte por nada. Siempre pensé que te
gustaría conocer mi casa. La semana que viene hay una fiesta bastante secreta
en las afueras de Caracas por la llegada del año 2000, estoy invitada y
podríamos ir y… Te gustaría. Estoy segura de…
Lalo la
interrumpió:
—Lisa… —le
dijo—. Desde que te fuiste no pasé un solo día sin pensar en vos. Toda mi vida
te di vueltas… di vueltas alrededor tuyo toda mi vida. Cuando me casé, pensé
que si algún día volvías y me seguías queriendo yo podría dejar a mi mujer.
Cuando mi mujer me dijo que estaba embarazada, lo primero que hice fue lamentarme,
porque pensé que si volvías yo no iba a poder dejar a mi hijo. Todo lo que
hice, lo hice siempre pensando en vos. Y ahora…
La voz se
le quebró.
—Está bien,
no importa —dijo Lisa—. Fue algo que se me ocurrió…
Se hizo un
silencio.
Yo estaba
asombrado de que Lalo le hubiera dicho eso a Lisa delante de mí. Pero ¿tenía
sentido que Lalo, que había esperado treinta años para decirle a Lisa que la
seguía amando, esperara también que yo me levantase y los dejara a solas?
—¿Un
postre? —pregunté.
Nadie me
respondió.
—¿Te
acordás de lo que nos dijimos cuando te fuiste? —le preguntó Lalo.
—Perfectamente
—dijo Lisa—. Y no me equivoqué: nunca me olvidé de vos. ¡Y eso que tuve mucho
más de 40 amantes! —bromeó. Después apoyó una mano sobre la mano de Lalo y le
dijo—: Te quiero. —Apoyó la otra mano sobre mi hombro y agregó—: Los quiero a
los dos.
Nos
quedamos un momento callados.
Lalo, con
los ojos llenos de lágrimas, movió el pulgar y le acarició lentamente la mano.
Fue una caricia apenas perceptible y al mismo tiempo enorme. Yo incliné un poco
la cabeza sobre la mano que Lisa mantenía en mi hombro, pero no alcancé a
rozarla.
De pronto
Lisa se levantó y dijo:
—Enseguida
vuelvo…
Pero en
lugar de dirigirse al baño fue directamente hacia la salida del restaurante.
Supimos que
no volvería a entrar. Lisa había resistido hasta ahí, justo hasta el momento en
que todo lo que había que decir ya había sido dicho. Aun así, nos quedamos
esperando un rato. Le pregunté a Lalo por su hijo y me contó que estaba bien y
que había empezado un tratamiento.
—El otro
día le conté una pavada y me sonrió… —dijo.
Confieso
que en varias ocasiones (durante la noche anterior, en casa) estuve tentado de
preguntarle a Lisa si había sido yo el primer hombre que se acostó con ella.
Pero no lo hice. Imagino ahora que se hubiera reído al oír mi pregunta y que
hubiera dicho: «Estaba segura de que te habías pasado la vida pensando en eso».
Pagué la
cuenta y llevé a Lalo a la estación. Tuvimos suerte: en media hora salía un
ómnibus para Ramallo. Me disculpé por no quedarme a hacerle compañía hasta su
partida, pero al menos no iba a tener que esperar demasiado. Le dije que tenía
algunos compromisos por delante todavía, nos dimos la mano y caminé rápido
hasta el auto. Fui a ver cómo estaba la amiga de mi mujer.
* Agradecemos al autor por permitirno para publicar este cuento.
Excelente relato, mantiene la tensión de principìo a fin.
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