Por Lucía Puenzo *
El hombre roza mi mano en la oscuridad. Tiene la piel caliente
y áspera. El pelo corto, los rulos aplastados con algún ungüento casero que brilla
hasta en la penumbra del cine. Su olor se desprende del resto. Me mira de reojo
y yo a él. Todo lo que tiene es nuevo: la camisa blanca, el reloj, la mochila abierta
con un par de libros de arte afrocubano. Es un profesor joven o un alumno a
punto de recibirse. Treinta años, no más. Saco la mano del apoyabrazos y la escondo
entre mis piernas. En la pantalla el protagonista habla a cámara desafiando al Imperio:
la comida chatarra es culpable de la obesidad del mundo. Presenta a su novia naturista
y a los médicos que van a seguir el desbarranco de su cuerpo embutido de basura
un mes entero. Con un movimiento suave, que nadie ve, el hombre deja caer su mano
sobre mi pierna. Un segundo nada más —una caricia— y todo desaparece… la gente,
la película: él es lo único que existe, su respiración pausada. Espero agazapada
contra la mujer de la derecha. Podría pedirle permiso, decir que tengo que ir
al baño, esperar en el hall del cine. Pero no hago nada. La mujer se corre para
que mi brazo no siga rozando el suyo. Los tres miramos al frente en silencio. En
la pantalla el cuerpo americano empieza a descomponerse. Hinchado, flácido, sin
deseo, vomita en la puerta de un McDonald y el cine estalla en una carcajada.
El hombre ríe con ellos, mientras apoya su pierna contra la mía. Esta vez no me
muevo. Se da cuenta de que estamos jugando una pulseada (le gusta). Acomoda la mochila
en su pierna izquierda y la prepara para que el extraño que está del otro lado
no lo vea. Su mano busca el pantalón, desabotona, baja el cierre. Sin girar la cabeza
puedo ver cómo la saca. Con la mano derecha la acaricia, la izquierda sostiene
la mochila. Arriba y abajo, cada vez más rápido. Sin dejar de mirar la pantalla
(arriba, abajo) ríe cuando todos ríen (arriba, abajo) en la fila de adelante un
alemán se recuesta en la butaca sin saber que le apunta a la nuca (arriba,
abajo) su respiración se agita, se entrecorta, nadie se entera de nada (arriba,
abajo) su mano enloquece, señala (alemán, español, argentina) un telégrafo en medio
de la guerra (extranjeros blancos, rodeado) la apunta hacia mí (no voy a irme,
no voy a darle el gusto) su respiración nos envuelve a los dos (no voy a…)
acaba con los aplausos, la mirada fija en la pantalla, salpica la butaca del
alemán, las puntas de su pelo rubio, pinta la madera de espasmos y la firma con
una última gota de semen. Se queda quieto, recomponiéndose, mientras los créditos
anuncian que el americano ganó todos los premios del cine independiente. Cuando
las luces se encienden se levanta y pide permiso para que lo dejen pasar. Es el
primero en pararse, aunque estamos en medio de una fila. La gente levanta
rodillas, alguno se queja por su apuro. Cobarde y huidizo como una rata
abandona la sala con la mirada clavada en el suelo. Camina encorvado, su altura
lo incomoda. El cine se vacía de a poco sin que pueda arrancar mis ojos de su
obra de arte, la expresión más efímera del arte moderno. En la fila de adelante
la novia del alemán le acaricia el pelo y saca la mano pegoteada.
El hall del cine es un hervidero de gente. Un caldo en el que
se cocinan todos los países del mundo. Él no está por ninguna parte. En la babel
sudorosa se recortan los gritos de un grupo de ingleses que discuten con un
guardia mulato. Exigen que los deje quedarse en el cine para ver la próxima película
japonesa, se niegan a hacer otra fila, uno de ellos es miembro del jurado del Festival
de Cine de La Habana. El guardia habla de la igualdad de derechos. A punto de cruzar
la puerta siento su aliento en la nuca. Lo tengo encima, su cuerpo apoyado
contra el mío. En el caos de gente que empuja para llegar a la salida nadie
nota algo extraño en la forma en que sus manos me agarran de la cintura. Mírame, aunque sea una vez. Tiene una voz
grave, serena, tan oscura como su piel. No tiene el acento cerrado del interior
de la isla. Ahora. Por favor. Mírame.
Su mano izquierda se desliza hacia abajo. La derecha sigue de largo y se detiene
en medio de mi estómago. Por un instante la naturalidad con la que sus manos
sostienen mi cuerpo me sorprende (parece conocerlo de memoria). Los que vienen
detrás nos empujan. Escapo de entre sus manos y cruzo la puerta. Afuera esperan
los cuarenta grados. Una cola de tres cuadras en la que se mezclan cubanos y extranjeros
con credenciales colgadas del cuello. Busco a la brasilera, la camisa roja del vasco,
el cuerpo gigante de la húngara. La gente baja la pequeña escalinata a los
empujones. Algunos llegan tarde a una función, a otros los arrastra la
corriente. Peleo contra las ganas de mirarlo hasta que un tropezón me aplasta
contra la espalda desnuda de una mulata de ojos grises que gira y se ríe como una
encantadora de serpientes. Nuestras pieles patinan, no hay de dónde agarrarse.
Desparramados entre los europeos hay negros de todos los colores. La mulata no
alcanza a decirme nada, una mano toma la mía ahí abajo, en el amasijo de
cuerpos. La brasilera sonríe con su hilera de dientes blanquísimos. Tiene un
lunar encima del labio y una marca de nacimiento en el cuello, la eterna marca de
un beso. Las huellas del maquillaje corrido de la noche anterior le dan un halo
glamoroso, de estrella de cine clásico. Su aliento es dulce y alcoholizado,
lleva una petaquita de ron en la cartera y lo toma de a tragos cortos como si
fueran Flores de Bach. Baja los últimos escalones de a dos en dos, cortando
camino en diagonal. Grita que nos dejen pasar, es una emergencia. En la
esquina, el vasco espera atándose el cordón del zapato ortopédico. Tiene un pie
20 centímetros
más corto que el otro, pesa 51 kilos. Desde el día que nos conocimos (72 horas para
ser exactos) avisó cinco veces que no sirve para defender a nadie. La húngara es
todo lo contrario, en tamaño y espíritu. Sus relatos son tan exuberantes como su
cuerpo. Cruza la calle entre los autos devorando un helado vencido. Tenemos una hora hasta la próxima película,
dice en perfecto español, vamos al
cementerio. Sigue de largo sin esperar respuesta. Trabaja de asistente de dirección
en Budapest, está acostumbrada a dar órdenes. Conoce la isla de memoria, tuvo marido
cubano durante una década, su hija menor nació en Varadero y creció comiendo pescado
y naranjas. Desde que llegó insiste con llevarnos a conocer el lugar en el que su
esposo le propuso matrimonio.
La calle es una ola migratoria psicótica: la gente camina en
grupos, nadie en la misma dirección, con el mismo paso aplastado por el calor y
la falta de aire. En las orillas hay una hilera de caserones, mansiones de la época
colonial convertidas en palomares, una familia en cada cuarto, todas en el mismo
estado: pintura descascarada, vidrios rotos, pastos altos, agujeros en el techo
y las paredes. En las puertas, sentados en sillas de plástico, los habitantes
de las casas miran el desfile de extranjeros. Una rubia con la piel tajeada por
el sol no disimula una mueca de desprecio al ver el estado desfalleciente de algunos
representantes del Primer Mundo. La brasilera es la única que le sostiene la mirada,
sin pestañear, hasta que la rubia le sonríe y pasa al siguiente extranjero. El
cementerio está en el centro de La Habana, una manzana entera repleta de
muertos. Cuanto más al centro más viejas las lápidas. Algunas no tienen rastros
de nombres ni fechas, son bloques de piedra que salen de la vegetación.
Cruzamos la puerta en la hora mágica: cuando todo parece un poco más lindo de
lo que es. La caída del sol no alivia el calor. Pero la humedad es cada vez más
espesa. Al vasco se le nubla la mirada pensando en las fotos que podría haber
sacado con esta luz. Su cojera marca el ritmo de la caminata, mientras piensa
en el traidor que pudo ser su aventura cubana: llegó un día antes de que empezara
el seminario y decidió pasar el día paseando solo; en la feria del Malecón —mientras
compraba por 15 dólares la Trilogía sucia
de La Habana— un negro le susurró al oído que él se la conseguía por diez.
Así, de un plumazo, el vasco consiguió el libro, guía de turismo y la esperanza
de un amante. Al mediodía ya le había regalado tres mojitos, el almuerzo, la trilogía,
los anteojos de sol… Estaba extasiado: La Habana superaba sus fantasías, disparaba
su cámara a diestra y siniestra (quería llevárselo todo) hasta que su guía le
ofreció sacarle una foto. Se fue alejando en busca de un plano general del
Malecón. A 50 metros
le gritó que sonría y salió corriendo.
La húngara se detiene frente a una tumba que tiene una ficha
gigante de dominó en lugar de una lápida. Un doble seis grabado en la piedra, gastado
por décadas de intemperie. Es acá,
dice, acá le dije que sí. La mujer enterrada
frente a nosotros fue su amiga, su amor, una jugadora compulsiva de dominó que
la siguió de Budapest a La Habana. Murió en una sesión de macumba (no toleró el paso de la Inmaculada Concepción por su
cuerpo). El exmarido de la húngara fue el artesano que se encargó de la lápida
en forma de dominó. Ahí mismo se conocieron: señala el Teatro García Lorca que
está frente al cementerio y nos pide que la acompañemos. Los sigo mirando por sobre
mi hombro. Todo tiene algo de irreal, la lógica de los sueños: hombres sin
cara, amigos-extraños, dramas ajenos… Desde que salimos del cine me acompaña la
sensación de que él sigue ahí, mirándome, tragado por la oscuridad de la noche
cubana cada vez que me doy vuelta.
Un hall de mármol blanco, arañas de cristal, alfombras persas…
El
Teatro García Lorca es uno de los pocos edificios
restaurados de La Habana. Toda la grandeza de épocas pasadas que no existe en
ningún otro rincón de la isla. En diez minutos empieza La Boheme. La brasilera seduce a uno de los guardias con la
naturalidad con la que el resto de los mortales respiran. Sus pestañas aletean
hasta hipnotizarlo. El guardia nos deja hacer la cola de cubanos residentes.
Los que entran llevan vestidos largos y trajes de verano. Son extranjeros, aunque
también hay cubanos que no son parte del socialismo agonizante que está ahí
afuera, en la calle. La húngara muestra su viejo documento de residente y saca
cuatro entradas, mientras la brasilera se pinta los labios frente a un espejo.
El dúo entra a la sala arrastrando su lastre vasco-argentino. Llevan los
mentones tan altos que nadie ve los bermudas de niña exploradora de la húngara
ni la piel de la paulista, tan transpirada que parece bañada en aceite. La
soprano grita como si fueran a descuartizarla. Antes del entreacto la brasilera
escapa hacia el baño con un suspiro agónico. El hall está desierto y en penumbras
(en Cuba se ahorra luz hasta en la ópera). En la antesala hay sillones antiguos
tapizados con pana y ribetes dorados, pero en el baño no hay nada, no hay
papel, no hay jabón, un hilo de agua sale de las canillas, una bombita de luz
se mueve en círculos, como un péndulo, sobre la mirada hipnotizada de la
brasilera que la sigue acostada boca arriba sobre uno de los sillones, con un brazo
colgado y el cuello estirado hacia atrás. Por un instante parece roto —quebrado—
pero levanta la cabeza al escuchar que alguien entra. Se levanta el vestido con
una mano y se baja la tanga con la otra mientras entra a uno de los cubículos. No
se sienta, apenas dobla las rodillas con las piernas abiertas. Hace un
bailecito de sacudida antes de levantarse la tanga. Tenho um presentinho pra voce.
Saca una tuca del corpiño y la hace girar con la punta de
dos dedos como si fuera un diamante.
Fue así desde el primer día: termina de despertarse al atardecer.
El domingo llegué a la escuela a las cinco de la madrugada. El taxi que me
trajo del aeropuerto se detuvo en la puerta de entrada para que el guardia de seguridad
controlara mi nombre en una lista. Me asignó un cuarto en el último módulo de departamentos,
la llave y un aviso: mi compañera brasilera había llegado el día anterior. Las
luces del auto iluminaron cinco edificios racionalistas desparramados en medio
de un campo tan despojado como la sabana africana. El taxi me dejó parada
frente al último módulo de departamentos, un rectángulo de cemento con ventanas
de acrílico. Una cosquilla en el pie izquierdo me hizo mirar hacia abajo: era una
rana diminuta, dos más encima del bolso. Todo el suelo a mi alrededor salpicado
de ranas. La brasilera cantaba en la ducha cuando entré. El velador de su cuarto
estaba encendido, con un pañuelo encima de la pantalla. La ropa desparramada por
el suelo, papeles, libros, parlantes, discos, inciensos, aceites, cremas,
maquillajes, golosinas, leche en polvo… La cama revuelta, fotos pegadas en la pared.
Sobre la mesa de la cocina, un cartón de leche vacío. En el balcón cerrado del
living —colgando de la mecedora de cintas de plástico azul—, una bombacha
y un corpiño de encaje. Para alguien desembarcado hace menos de 24 horas era un
prodigio del caos. Apoyé su ropa interior sobre la mesa. Estaba húmeda, recién
lavada. Afuera no había señales del amanecer. Un rebaño de cabras raquíticas
pasó por delante del departamento, arengadas por un mulato igual de flaco. Salió
del baño desnuda. Quedó suspendida dos pasos más adelante, al ver primero mi
bolso y después a mí, sentada frente al balcón. Se apoyó contra la pared, las
manos detrás de la espalda. Hablamos hasta que se hizo de día. En ningún
momento atinó a vestirse ni a taparse, dejó que a sus pies se forme un
charquito de agua y se fue secando, de a poco, con la brisa que entraba por el
balcón. A las siete dijo que teníamos que dormir un par de horas antes de
conocer al maestro.
A las diez menos cinco de la mañana un auto negro de vidrios
polarizados aparece como un espejismo al final del camino de palmeras. Los diez
seminaristas esperamos al pie de la escalera, frente al resto de los alumnos,
las cámaras, los periodistas. Corre el rumor de que este es el último seminario
dictado por el maestro. Birri —el director de la escuela— lo ayuda a salir del auto.
García Márquez se baja enfundado en un mameluco azul, lustrando unos anteojos que
pierde por un segundo en la barba blanca de Birri, después de desprenderse de
su abrazo. Sonríanle a las hienas,
susurra, abrazándonos frente a las cámaras de los periodistas. Lo seguimos un
piso más arriba, hasta el aula. Le prohíbe la entrada a todos menos a nosotros.
Adentro los micrófonos están encendidos. Cada palabra se graba y es propiedad
de la escuela de cine de San Antonio de los Baños. Entonces… ¿quién tiene la buena?, dice García Márquez. Se divierte con
nosotros. Mejor dicho: de nosotros. La misión de ustedes es entregarme una buena
idea, una sola, dice revolviendo el bolsillo del mameluco hasta encontrar
lo que busca: un inhalador. Le pega un saque y su mirada vuelve a cargarse de vida.
Si no la tienen, salgan a buscarla.
Nos despide diez minutos después, intimidados hasta el mutismo, sin que nadie termine
de decidir si su voracidad es vampirismo o desprecio. Una sola cosa está clara:
los guionistas, para el maestro, son una raza de cipayos. Así, desde el primer día,
García Márquez transforma a sus seminaristas en una manada de cazadores. La
presa es la buena y puede estar en
cualquier parte (pasado, futuro, ficción, realidad). La segunda noche, parada
en la puerta del teatro con la tuca colgándole del labio, la brasilera mira la
oscuridad y suspira... No vuelvo sin
encontrarla, dice. Se aleja por una callecita angosta, de adoquines, que separa
la parte trasera del teatro de una pared repleta de leyendas dedicadas a los
que descansan bajo tierra del otro lado. Las luces de los autos recortan las
siluetas de los habaneros noctámbulos. Cuando cae el sol se transforman en
taxis clandestinos: suben clientes, uno encima del otro, hasta que adentro no
queda lugar para respirar. Si uno elige ir a pie, la mirada se acostumbra y las
siluetas —lentamente— vuelven a tener rasgos. El silbido de la brasilera llega desde
la esquina. Por un segundo, cuando los focos de un auto la iluminan al pasar,
la veo agitando el brazo, antes de que la oscuridad se la trague de nuevo. Lo único
que ilumina la cuadra es el resplandor de una luz del teatro. Un chistido a la
derecha me hace girar, una brasa se consume suspendida en el aire. Al ajustar
la mirada la brasilera va apareciendo detrás: sostiene la tuca con la punta de
dos dedos, apoyando la nuca contra la pared del cementerio mientras se llena
los pulmones de humo. ¿Viú isso?
Señala una puertita apenas iluminada. Dos extranjeros de colores pastel esperan
frente a un negro con cuerpo de boxeador y una jinetera adolescente,
acaramelada a su lado. Escrito a mano, sobre la puerta, alguien escribió:
BIENVENIDOS AL INFIERNO DE GARCÍA LORCA.
Al abrir la puerta, la ropa de marca europea se tiñe con el
halo de luz que llega desde adentro. Los europeos bajan y el negro está a punto
de cerrar la puerta cuando la brasilera arremete, endulzada por la mezcla de
música afrocubana y hip hop. Un nuevo aletear de pestañas alcanzan para que nos
deje pasar. Abajo la gente baila apiñada en un sótano de unos 50 metros en el que la utilería
del teatro sirve de escenografía y los trajes de época, de uniformes para los
mozos. Mejor dicho, los negros bailan; los blancos miran con respeto lo que
nunca van a poder hacer. Algunos borrachos (blancos) se animan a sacudir sus cuerpos
espásticos al lado de tanta elegancia mientras algunas elegidas (blancas) son sacadas
a la pista y conducidas como muñecas de goma. Tardo en sentir una puntada de
dolor en el antebrazo. Mi movimiento —brusco y torpe— vuelca el trago del hombre
que está a mi lado. Va a gritarme cuando ve lo que su habano le hizo a mi piel:
una quemadura redonda, perfecta como una marca de nacimiento en carne viva (el
mismo lugar en el que el hombre me acarició por primera vez). El hall del
teatro es el limbo del infierno que está abajo. La gente espera que termine el
entreacto con poses impostadas, no imaginan que bajo sus pies otros sacuden los
cuerpos hasta entrar en trance, ni que los mozos que están detrás de la barra repartiendo
tragos llevan trajes tan parecidos a los que ahora reparten copitas de jerez
con sonrisas plásticas. La húngara y el vasco están postrados cerca del baño, aburridos,
sin nada que decirse. Ella mira su reloj cada quince segundos, un tic que tiene
del trabajo de asistente. Se le iluminan los ojos cuando me ve (no es por mí,
es la esperanza de ver a la brasilera detrás). En cinco zancadas la tengo
encima, seguida por el vasco (con el doble de pasos y la mitad de velocidad). En una hora sale la última guagua de la
Heladería Copelia hacia la escuela, dice la húngara. Aceptan descender al
infierno con tal de encontrarla. Bajar es siempre más difícil que subir: hay
más gente que unos minutos antes, bailan donde quedaron, encajados entre cuerpos
extraños. En la barra la húngara sacude un par de billetes hasta que logra cambiarlos
por mojitos. La quemadura de habano está cada vez peor, un círculo rojo y
húmedo tiñe una servilleta atrás de otra y la brasilera no está por ninguna
parte, ni en la barra, ni en la pista… En la última vuelta la veo en los brazos
de un negro que la mueve como si fueran de la misma raza, una pierna entre sus
piernas, una mano en la espalda, otra en el cuello, y ella que gira
transformada en marioneta, tan fascinada con el que mueve los hilos que la deja
hacer con ella lo que quiera, giran y ahí está todo: la camisa blanca, el pelo
empastado con ungüento, el reloj en la muñeca, la mochila colgándole del hombro
con los libros de arte afrocubano, giran y ahora tiene el cuello de la
brasilera en su boca y sus ojos en mí. Sonríen al verme (los dos). La brasilera
grita por sobre la música, grita mi nombre y el suyo: Cohiba. El hombre me da un
beso, su boca tan cerca de la mía que las comisuras de nuestros labios se rozan.
Antes de separarse me susurra un hola
al oído. El saludo es peor que todo lo que vino antes, el saludo nos hace cómplices.
La brasilera abre la canilla del baño y mete la cabeza en el
agua. Por el espejo alcanzo a ver los pies de un hombre asomándose por debajo
de una de las puertas cerradas. Dos manos de nena agarradas a sus tobillos, con
tacos violetas de suelas gastadas. Desde el interior llegan los gemidos del
hombre. La brasilera se hace un nudo en el pelo mojado, para sacárselo de la
cara. Dice que apareció de la nada. La apretó contra él como si se conocieran.
Sus cuerpos encajaron. Después empezaron a hablar y entonces todo encajó. Dice
lugares comunes, cursilerías de enamorada. Le cuento lo que pasó en el cine. Nao pode ser, repite: nao pode ser ele. Le juro que es él. La
puerta de uno de los cubículos se abre. Del interior sale la jinetera que bajó
al sótano con nosotras. Se lava la cara, hace un buche de agua. Detrás de ella un
canoso de camisa floreada se frota la nariz con los ojos achinados por el exceso
de todo. La brasilera espera que salgan antes de volver a mirarme… ¿Por qué no me contaste antes lo que pasó en
el cine? Me mira, desconfiada, como si pudiera tener razones para inventar algo
así. Nem sequer o veste bem. Yo misma
dije que se levantó apenas encendieron las luces, nunca lo miré de frente. É professor na universidade, dice (como
si eso aclarara el asunto): pinta, expôs
em Amsterdão três vezes, trabalha como curador. Repite tres veces que no
puede ser él. La húngara entra al baño con los cachetes rojos por el calor. Si
no nos vamos perdemos el micro. Eu vou
ficar, dice la brasilera. (Y le habla a ella, a mí ni siquiera me mira.) Encontrei-me com alguém que tem um carro.
Ofereceu me-levar à escola mais tarde. La húngara se encoge de hombros. Oki-doki, dice, nos vemos mañana. No vale la pena que insista, de pronto somos
extrañas. No tengo que hacerme cargo de nadie, repito, que haga lo que quiera.
Salgo del baño y antes de subir la escalera veo a Cohiba por última vez. Está
parado detrás de un par de cabezas, con una sonrisa en los ojos. La bronca me
dura hasta que el micro sale a la ruta. En medio de dos plantaciones de café aparece
el miedo. A mi alrededor todo el mundo duerme. Un grupito comenta la última película
iraní que parece haberles cambiado la vida. La húngara ronca con la frente volcada
hacia delante y el vasco con los ojos entreabiertos. Una parejita se besa en la
primera fila, al lado de la luz que llega del asiento del acompañante. Él pasa
la punta de su lengua por el contorno de los labios de ella, tan despacio que
parece ir dibujándolos.
Afuera se amontonan las plantaciones.
Abro los ojos en la puerta de la escuela, cuando el micro se
detiene. Nadie habla. Decenas de cuerpos dormidos se arrastran hacia los cuartos
mascullando buenas noches. Zombis con ojos que luchan por abrirse y brazos que cuelgan
inertes a los costados del cuerpo. El vasco es uno de ellos, camina subrayando su
cojera. La húngara viene en el medio y yo última, en fila india, un metro entre
cada uno. Al silencio de la noche lo astillan las ranas. Una revienta debajo de
mi pie, me salpica hasta el tobillo.
No hay forma de arrancar el cuerpito de la suela. Está
pegado con las patas abiertas, como si la hubiera agarrado durmiendo. Una rana menos en el mundo no cambia nada,
dice la húngara riéndose. Llevo el cadáver hasta el baño. No hay agua, la
cortan casi todas las noches, no hay papel higiénico (no hay papel en la isla, no
hay hojas, no hay cuadernos, en las escuelas volvieron a usar pizarras pero no
hay tizas). Despego los pedazos de rana con la punta de un vestido sucio, envuelvo
la sandalia ensangrentada ahí adentro y escondo los restos en un rincón. En el espejo
del baño hay dos fotos carné (una es mía, la otra de la brasilera). Afuera
siguen chillando las ranas. En algún momento de la noche lo siento parado frente
a mí, mirándome dormir. No hay nadie cuando abro los ojos. Gemidos del otro lado
de la pared.
Al amanecer abro las ventanas y aun así el aire no corre.
Estacionado en la puerta hay un Chevy azul petróleo con el vidrio trasero roto.
La puerta de la brasilera está cerrada. Un incienso hecho ceniza cuelga del
borde de un cuadro. Apoyada sobre la mesa de madera del living está la mochila
con los libros de arte afrocubano. Uno con La
Jungla de Wilfredo Lam en la portada. El
Paraíso ha muerto, reza el título. Libros caros, llenos de fotos marcadas
con separadores. Un cuaderno repleto de anotaciones. En la última página,
escrito a mano:
Las empresas de
turismo nos venden con las cuatro S
(Sun, Sex, Sand & Sea)
¡Cómprenos,
disfrútenos!
¡Cómanos!
El papel está agujereado en el final, como si hubiera atravesado
la superficie de tanta fuerza. «Las
crónicas de los conquistadores dicen que nuestra isla estuvo habitada por
hombres caníbales con cabezas de perros». El trazo no es firme, si uno mira
bien ve el temblor de la mano. «El
mestizaje: lo mejor que tenemos para ofrecer». En el bolsillo de la mochila
hay una bolsita de tabaco, papel para armar. Una billetera de cuero. Adentro, pesos
cubanos, convertibles, un par de dólares (chicos), y la foto de una nena de cinco
años, una mulata de ojos claros. Los mismos rasgos del hombre suavizados por una
madre blanca. Un crujido adentro del cuarto me hace volver sobre mis pasos. En
la cama, acostada boca arriba con la respiración entrecortada, veo la foto de
la nena en mi mano, como si hubiera querido salvarla de algo trayéndola
conmigo. Es tarde para ponerla en su lugar. La dejo donde está, sobre la
sábana.
Cuando abro los ojos el sol entra por todas las ventanas.
Una brisa que viene del campo hace aletear uno de los bordes de la sábana. La
brasilera canturrea feliz. Pasa por delante de mi puerta envuelta en una
toalla, me da los buenos días en portugués. Tiene un vaso de leche en la mano.
La foto de la nena está en el mismo lugar en el que la dejé. Lo que falta es mi
foto, la que estaba pegada en el espejo del baño. La busco en el piso, en los
rincones del baño. Le pregunto a ella si la vio y se ríe como si fuera un
chiste. ¿Para qué puedo querer tu foto?
No me espera; está muerta de hambre y no quiere perderse el desayuno. La veo caminar
hacia el edificio principal por la ventana de acrílico del balcón. Va cantando,
llenándose los pulmones de aire (tan encantadora que hasta los perros de la
escuela la siguen). En el suelo todavía están las pisadas descalzas del hombre,
van del baño hasta el cuarto, secándose hasta desaparecer. Afuera hay silencio,
no queda nadie en los tres pisos del edificio. Un departamento junto a la puerta
de entrada funciona como lavandería. Pero ni el olor a ropa recién lavada me
quita la náusea. García Márquez ya está sentado a su escritorio. La argentina que llegó tarde, dice. Quiero la buena de hoy. Le cuento la
historia de un seminarista que —a falta de ideas— decide asesinar al maestro.
Me interrumpe enseguida (pide otra). Hay cruce de miradas. La brasilera respira
hondo y aclara que lo único que tiene es el principio. El maestro sonríe: un
principio es todo lo que se necesita para una historia. Le pide que hable
fuerte, y se sube el cierre del mameluco. Hace cuatro días que se viste igual,
siempre de mameluco. Azul el primer día, naranja el segundo, marrón el tercero.
El cuarto verde inglés. La brasilera se lleva el micrófono a la boca y cuenta
la historia de una mujer que se enamora en su tercera noche en La Habana. Sabe que
ese hombre esconde algo, pero no le importa. Sería capaz de dejarlo todo para no
perderlo. Habla hasta que los ronquidos del maestro la interrumpen en la mitad
de una frase. El empleado que graba el seminario aprieta el botón de pausa.
Como si el peso de todas las miradas sobre él volvieran a despertarlo, García Márquez
abre los ojos y le dice a la brasilera que tiene un buen principio. Ahora
necesita un final.
La buena no sale
ese día. Nos deja ir quince minutos antes de la una.
Cuando salgo el micro se aleja rumbo a ciudad, a más de cien
metros de distancia. No intento correrlo, tengo las piernas flojas. El camino
de regreso al departamento se hace cada vez más largo. El cemento arde, desfigura
el paisaje. De día las ranas les ceden su reinado a las moscas. A mis espaldas,
un auto avanza a paso de hombre, siempre un par de metros detrás. La brasilera
espera en la puerta con un vestido celeste y anteojos negros. Tiene una trenza
larga y los zapatos en la mano. Su sonrisa no es para mí, es para el Chevy que
viene detrás. Cohiba nos devuelve la sonrisa desde el otro lado del parabrisas.
La brasilera no se da cuenta de que estoy descompuesta y temblando. Me lleva
abrazada hacia el auto: quiere que lo conozca. Abre la puerta de atrás para que
suba. Cohiba me mira por el espejo retrovisor. Va a decir algo cuando la
brasilera sube al asiento del acompañante y lo saluda con un beso en la boca. Mi amiga viene con nosotros. Cohiba no
dice nada. Da una vuelta en U para volver hacia la puerta de entrada de la escuela.
Todas las ventanas del auto están abiertas. No hay vidrio en el parabrisas trasero.
Cuando el auto sale a la ruta el viento zigzaguea entre una ventana y otra. La
brasilera grita para que Cohiba la escuche por sobre el viento y el motor del
auto. Le contó la historia, García Márquez dijo que falta el final. Cohiba
sonríe como si el problema ya estuviera resuelto. Enciende la radio y pone un
casete a todo volumen. Tan fuerte que se hace imposible hablar.
A la altura de San Antonio desvía el auto de la ruta y baja
la velocidad en una calle de tierra. No detiene el motor, pero tampoco avanza.
Cuando la brasilera pregunta qué esperamos no responde, cautivado por la imagen
que tiene frente a sus ojos. En la esquina un trío de nenas juega con una manguera.
Las gotas de agua brillan contra el sol. Ríen, entre saltos y gritos, empapadas:
ensayan una coreografía, revolean los pelos, sacuden las caderas y los hombros.
La música que suena en la radio parece inventada para ellas. Son hipnóticas,
durante varios minutos las miramos bailar en silencio; hasta que una de las nenas
levanta la mirada al ver el auto estacionado en la esquina. Es la mulata de
ojos verdes de la foto, un par de años más grande. Se acerca al auto, pero se
detiene a una distancia prudente, como si supiera que no tiene que seguir.
Cohiba avanza un par de metros más con el auto, hasta que la nena queda parada
a nuestro lado. Nos mira. Es igual a él, en colores claros. El hombre busca
algo en su bolsillo. Un sobre. Va a dárselo cuando una negra se asoma desde una
casa. Debe tener cuarenta años pero ya es una anciana. Al ver el auto, llama a
la nena con un nombre extraño: Ixé.
La nena tarda en despegarse de la mirada del hombre, da un par de pasos hacia atrás
y recién con el segundo grito corre en dirección a la casa. El hombre baja del
auto para ir a su encuentro. La mujer habla rápido, en un español cerrado,
incomprensible. Con las extranjeras lo
que quieras, con tu hija no. Es lo único que entiendo. Lo repite varias veces
(con tu hija no) antes de guardar el sobre.
La nena los espía desde la ventana. Si pudiera elegir se iría con él. Algo en
la forma en que se miran hace pensar en dos amantes separados a la fuerza.
Nos despedimos dos días después, el último día del
seminario. Sin que aparezca la buena
de García Márquez. Hoy recibí un mail desde la casilla de correo electrónico de
la brasilera. Lo escribe su hermano mayor, están juntando datos de las últimas
personas que la vieron. Se fue de la escuela con un hombre que manejaba un Chevy
azul petróleo. Nunca llegó al aeropuerto. Encontraron su cuerpo a cincuenta
kilómetros de La Habana.
* Agradecemos a la autora la gentileza de permitirnos publicar este cuento.
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