Una buena parte de la narrativa que nos compete hace
coincidir autor, narrador y protagonista. Se trata de la «literatura del yo»,
esa en la que el escritor se representa a sí mismo, modalidad que el propio
Roberto Appratto practica. Sobre algunas de las dificultades que dicha
escritura presenta, así como las modificaciones que supone en la propia escritura
y en la lectura, reflexiona quien nos acompañara en el encuentro de ya te conté realizado en Maldonado. Pasen y compartan sus opiniones al respecto.
Sin
pretensión alguna de ser exhaustivo, y juzgando solo por lo que se ve de la
producción de las últimas décadas, puede decirse que lo que hay es: relatos de
género (policial, ciencia-ficción, fantasía), crónicas, escrituras del yo. Lo
otro sería las narraciones corrientes, de contar una historia a partir de un
hecho real o no; invenciones «realistas» de historias con sentido, con técnicas
modernas, pero en última instancia tradicionales, basadas en el qué se cuenta y
no en el cómo. El cómo pasó de moda o se transformó en metalenguaje o es un
modo de producir un clima a partir de los bloques de sentido y su montaje.
Pero me
referiré específicamente a lo que más conozco, porque es lo que yo hago, que
son las escrituras del yo, que abundan: hablar de uno mismo, hacer una crónica
de la vida, narrar episodios en que se difumina la diferencia entre lo real y
lo ficcional y se pasa a documentar lo real. Aparte de la observación más o
menos obvia acerca de la decadencia de las ficciones, que tendrían, de acuerdo
con esa observación, que ser compensadas por la supuesta ingenuidad de volver a
los géneros, de no hacer ficción directamente, podría decirse que ese recurso
de escribir sobre uno mismo, ya no sobre la realidad sino sobre uno mismo,
arroja resultados en el terreno de la escritura.
El juego de
la ficción pasa a la propia escritura y no a los enunciados, para empezar. Eso
significa que el material biográfico elegido, más allá de que pueda ser tomado
como índice de un momento histórico, o de un interés generacional (del cual yo
quedo felizmente excluido), es encarado como lo que es: un repertorio de
posibilidades a seleccionar y poner en relación a efectos de producir un texto.
No se dice todo, no se cumple con un interés documental, que resultaría
absurdo, sino con la necesidad o el deseo de hacer de la vida un relato tan
interesante como algo ficcionado. En ese trabajo de selección y combinación,
por supuesto, es imposible evitar la ficción, que aparece por el lado de omitir
o agrandar episodios, o de poner énfasis en determinados aspectos o matices de
lo vivido, o de insistir en el modo de recibir esos aspectos o matices, como si
uno fuera el lector de ese relato y tuviera que explicarse por qué se están
contando.
Es cierto
que también en el Río de la Plata existe la autoficción, género nuevo que
consiste en hacer ficción con la propia vida, disfrazando los acontecimientos,
los pronombres y los datos reales a favor de la fantasía desde la cual habría
que leer lo biográfico, pero me refiero concretamente a los relatos en los
cuales las referencias a lo real son inequívocas. La reticencia que hasta hace
unos años existía respecto de hablar de uno mismo por considerarlo poco
interesante, egocéntrico o no-literario (por su parecido con las biografías,
que quedaban fuera de la literatura) se ha desvanecido. Si lo ficcional está en
la combinación y en la selección, los énfasis y el armado, también, y
fundamentalmente están en la concepción del yo que emite el discurso, lo cual
supone una vuelta a la escritura sin más, aunque parezca una observación
paradojal.
En los
textos autobiográficos hay un encare, desde cero, de la tarea de escribir, y de
la relación entre la escritura y el asunto del cual se escribe. Del mismo modo
que en la poesía —que supone, en cada caso, inventar un espacio semántico nuevo
que justifique el lugar que se le acuerda al discurso y, sobre todo, la
significación que adquieren las cosas referidas, desde un lugar que asegura un
sentido nuevo, que es el emisor de ese discurso—, en el relato autobiográfico,
en las múltiples maneras que asume el hablar del yo como materia, hay que
justificar la escritura sin confiar en que lo dicho tome el primer lugar.
Esos
significados pueden ser múltiples: sociales, históricos, políticos,
filosóficos, pero no existen sin la presión de la escritura: uno habla de uno,
porque no quiere hacer ficción, porque no confía en la ficción como sustento de
su escritura, y pone todo el peso en el modo con el cual, sin salir de la
supuesta verdad de lo dicho, ateniéndose a la repercusión de los hechos en uno,
trata de expandir esa repercusión a los lectores.
Hay en eso,
hago un paréntesis, una nueva concepción de los lectores: ya no son iguales que
comparten un lenguaje y unas connotaciones; tampoco son lectores de ficciones
que deben ser captados por la originalidad o la inteligencia de la fabricación
de historias, o por el tejido intertextual que asegure la recepción de los
sentidos; o sea: se sale de la literatura para entrar por otro lado, que es el
del contar directamente algo. Por más que la técnica impida que sea tan «directamente»,
al obligar a entender las manipulaciones de hechos, nombres, etc., el contar
algo sin la intermediación explícita de un narrador ajeno sino interno a la
narración, interno a los movimientos propios del hecho de estar contando, da
una versión directa de las cosas que a la vez «desprofesionaliza» (en tanto
borra la ficción) y radicaliza las operaciones de escritura. El diálogo con el
lector es lo directo, como si el mismo hablar de uno mismo hiciera perder el
recato e instalara la conversación en otro lado, tal vez más concreto.
Por
supuesto, no es tan fácil: es posible, también en estas escrituras, y tal vez
con más facilidad que en otras, ceder a la blandura de la confesión, a la
demagogia de presentar la propia imagen como sensible, o conmovedora, tal vez
mejor que la que aparece en la vida real. Ese peligro existe siempre, también
en la ficción lisa y llana: es con ese yo inventado para contar que dialogan
los lectores, y es lo que determina, en última instancia, la llegada del texto.
Se trata del presentarse de una u otra manera, situando para eso lo estético en
su ritual y no en el hecho literario. Hay otras posibilidades, que están en
vías de explotarse para lograr una mayor concreción de la escritura en este
sitio (así como están en vías de explotarse las posibilidades de la escritura genérica
o de las crónicas de hechos).
En última
instancia, tanto en este rubro como en cualquier otro, es necesario revalorar
la escritura, y la literatura en su conjunto, de modo de no permitir que se
confunda con lo que no lo es: es lo que nos queda, y es saludable que tanta
gente se haya puesto a escribir, tanto prosa como poesía, en las últimas
décadas, tal vez por la necesidad de marcar esa diferencia; tal vez porque no
se puede hacer otra cosa que escribir, tal vez porque, ante la avalancha de
lugares comunes aceptados sin más en nuestra cultura, ante la degradación ética
que también invade la cultura literaria, sea necesario marcar presencia por el
solo hecho de decir que se está ahí, que se puede pensar, que se puede valorar,
que se puede compartir ese pensar y ese valorar con otra gente en otra clave,
un poco, aunque sea, más arriba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario