En este texto Elvio Gandolfo realiza un exhaustivo recorrido por la Colección De los Flexes Terpines dirigida por Mario Levrero. A partir de esto se desprenden múltiples temas como la idea de colección, el diseño, la figura del editor, el contexto socio-histórico, por ejemplo. Es un material muy interesante a la hora de pensar el mapa literario ya que no se agota en la valoración concreta sino que dispara diversos tópicos del campo cultural que vale la pena pensar. Un texto para tener en cuenta al momento de debatir ideas y reflexionar respecto al panorama narrativo actual.
Colección De los Flexes Terpines:
Nuevos, muchos y buenos
por Elvio E. Gandolfo
Publicado en El País Cultural N° 653. 10 de mayo de 2002.
Nuevos, muchos y buenos
por Elvio E. Gandolfo
Publicado en El País Cultural N° 653. 10 de mayo de 2002.
El primer efecto es la sorpresa. En pleno reacomodamiento y
achique de las novedades editoriales, un sello bastante nuevo difunde una
colección de quince títulos narrativos de autores uruguayos, en su mayoría
inéditos. Justamente el sector más golpeado por las apreturas económicas del
momento. La colección es dirigida por un escritor admirado y convertido a veces
en gurú por los autores jóvenes: Mario Levrero. Se establece un sistema de
reducción de los costos a través del tamaño, primero
(un libro realmente de bolsillo); de la falta de
ilustración de tapa, después, y de compartir los
costos entre autores y editor, por último. Además se editan los quince títulos de una sola vez: de cada tirada de 300
ejemplares se van entregando 100 de cada título por mes a las librerías. Para
el hipotético lector omnívoro de literatura uruguaya, la edición conjunta
permite ofrecer la totalidad de la colección con descuento o en cuotas. Dicho
de otra manera: quien quiera ofrecerse un festín de narrativa uruguaya nueva,
puede hacerlo.
En un medio a menudo entregado a las discusiones bizantinas,
la inercia, la dispersión, el predominio de los egos individuales o la queja,
sorprende además la conjunción de las individualidades necesarias para que
terminara por concretarse la realidad de los quince libros, más allá de las
inevitables discusiones previas. El propio Levrero reconoce en el «prólogo a la
colección», que viene luchando por concretar el proyecto desde 1995. A la presencia
tutelar del autor de La ciudad habría
que agregar al menos los nombres del editor Pedro Cribari, de los coordinadores
Gabriel Sosa y Rosario Marchesano, y del diseñador (y autor incluido) Pablo
Casacuberta, que supo sacarle equilibrio visual a las limitaciones físicas del
producto. La tipografía del texto es muy legible, y los libros son cosidos,
gracias a lo cual no se desarman mientras se leen, como suele ocurrir con
algunas colecciones de libros de bolsillo.
EL FESTÍN. Pero
la sorpresa principal, meta de todos los esfuerzos organizativos, es la alta
calidad que va revelando la lectura ordenada de la colección completa. Si se
tiene en cuenta que el primero y el último título de la serie son las Irrupciones del propio Levrero (que
expresa cierto fastidio por esa inclusión), son trece los libros de autores
relativamente nuevos. Porque, por ejemplo, están presentes Felipe Polleri,
Pablo Casacuberta y Fernanda Trías, con obra ya publicada. A medida que
desfilan los nueve restantes asombra la solidez formal y argumental con que
narran. La mayoría son cuentistas, y si podía temerse cierta homogeneidad, por
el hecho de que un alto porcentaje de ellos son o fueron alumnos de los
talleres literarios de Levrero, la sospecha queda dinamitada por la variedad.
El arcoíris temático y formal es muy amplio. Puesto uno a
elegir entre los poco conocidos, se pueden mencionar tres títulos: El tobillo derecho de Elvira de Beatriz
Dávila, Un puente largo y antiguo de
Gonzalo Paredes y Qué voy a decirle
de Mary Moreno. En el primero, Beatriz Dávila (de quien se había publicado algunos cuentos en la prensa) maneja
un estilo directo, contundente, pragmático. Para avanzar sin respiro, el relato
recurre a estrategias diversas: elige atajos y recursos que resuelven con
rapidez y vigor los problemas. Llama la atención la seguridad con que funciona
el espacio (interiores, patios, etc.) donde ocurren las cosas. En el plano de
lo sensorial y el afecto pasa algo parecido. Por ejemplo en «María Estela», la
historia de una muñeca favorita, o en «D’Arienzo», donde la visita del músico
argentino a una pequeña ciudad desata el tango y un descubrimiento psíquico,
simple pero fuerte, sobre los padres que bailan.
Valores del mismo tipo, pero indudablemente urbanos, no de
ciudad chica, aparecen en Gonzalo Paredes. En los primeros relatos la brevedad
limita la admiración al pulso para presentar y desarrollar temas que terminan
pronto. Pero dos cuentos más extensos son antológicos: «Hacía un rato que
discutían sobre mí» y «Un puente largo y antiguo». El primero recurre a la
deriva nocturna de una pareja en busca de pizza para llevar a la reunión en un
departamento desde el que han partido. Cambios difusos, dudas, el clima de la
noche envolviéndolos, y por fin la pizzería (con un retrato perfecto de «chantas»
montevideanos) logran algo poco frecuente: un clima casi misterioso
a pesar de la aparente nada cotidiana y el breve trayecto. El logro del segundo
relato es más espectacular: sin perder el pulso de lo narrado, convierte un trozo de historia francesa en el
territorio del delirio controlado y de los
cruces inesperados y surreales. El aparente desborde tiene sin embargo una
lógica y construcción impecables. El resto de
los relatos anuncia y consolida esas dos cumbres.
En Qué voy a decirle
Mary Moreno renueva en los primeros relatos el tema de la mujer «perdida», que
rebota entre experiencias diversas, sin lograr aferrarse a una seguridad.
Después el espectro se abre hasta llegar al cuento que da título al libro, el
más extenso. Allí aparece con fuerza y violencia el tema de la mujer sojuzgada
por el varón legal, por el marido, sin ninguno de los lugares comunes que se le
han ido adhiriendo, desde la vulgata feminista hasta Stephen King. Como los
otros dos libros, está muy bien escrito, en uno de los mejores sentidos de la
palabra: una búsqueda de la sensación o el detalle preciso, sin detener la
exposición de la historia, con bruscas sorpresas formales donde el lector
descubre nuevos planos, o piensa: «nunca se me había ocurrido mirarlo desde ese
ángulo». Para decirlo con una vieja frase de los formalistas rusos: “rompen el
automatismo de la percepción».
EXPERIMENTOS. Hay
un área donde esa pretensión es programática: la literatura experimental, en
otras épocas llamada vanguardista. Con el paso del tiempo, dicha zona, que se
arrogaba el puesto de avanzada único de la literatura, ha terminado por ser a
menudo tan previsible y formulista como cualquier otro género (el policial, la
ciencia ficción). En su riqueza y variedad la colección presenta dos ejemplos a
la vez muy distintos y coincidentes. Ante ellos, basta leer un par de páginas
(como pasa con una policial o algo de ciencia ficción, aunque no se anuncie
como tal desde la tapa) para decirse: «esto es un texto experimental».
En el caso de Pablo Casacuberta, una de las figuras líderes
de la cultura joven uruguaya de este momento (Esta máquina roja, El mar,
algunos videos), el aviso no puede ser más claro. Una línea más o menos recta es una sola línea de texto desplegada a
lo largo de 94 páginas, que arranca y se
interrumpe sin mayúscula al principio ni punto final de cierre: está escrita en
toda su extensión con minúscula. Con entusiasmo juvenil, mezcla el principio
del cosmos (o Big Bang), vericuetos de la genética y la semiótica, y trozos de
vida propia o inventada. El dominio que Casacuberta tiene del lenguaje es
magistral. Hay núcleos tan simples como un hombre viejo al que se le cae un
huevo (simple, de gallina) y encarna la épica del fracaso, o un sueño donde dos
hermanos sufren persecuciones terribles, o un logrado cierre (provisorio según
la propuesta) con una mujer que renueva el modo en que funcionaba el elemento
femenino, por ejemplo, en El pozo o
en algunos textos de Mario Levrero. Los tres momentos, y algunos otros, son
inolvidables. Pero hay que llegar a ellos, sacarlos de la ganga formal de la
falta de puntuación y la respiración de la línea interminable, porque están
cerca del final, y como ocurre con textos experimentales de tan rigurosa
exigencia para el lector, el cansancio progresivo físico, del ojo leyendo, es
una de las dimensiones posibles de la apuesta.
En La súbita
proximidad Laura Alfonso elige un territorio formal menos extremo pero con
insólitos rendimientos. Una mujer que está encargándose de un jardín es
visitada por un hombre, Tom, que le hace una confesión. El primer capítulo es
en gran parte ese monólogo, que no se niega ningún desvío ni ramificación. Más
tarde la propia mujer monologa a su vez. Ambas masas verbales (que se tocan
entre sí más de una vez) están recorridas por personajes muy extraños, con
conductas carambólicas, y toques de auténticos freaks. Se tocan niveles diversos de la conciencia o la
inconsciencia (hay más de un sueño), o se emplea un esfuerzo desmesurado en
describir con minucia los gestos de los personajes. Lo que se instala poco a
poco es una vivencia distinta del mundo, que puede asimilarse a ciertas
narraciones de Marguerite Duras, no por el tono, o por influencia, sino porque
también ella supo usar el tono del relato clásico, incluso el melodrama o el
relato gótico (que aquí suena levemente inglés) para mejor hacerlo estallar.
REGRESOS. Tanto
Felipe Polleri (Carnaval, Colores, Amanecer en Lisboa) como Fernando Trías (La azotea) ya conocían la letra impresa y encuadernada. El primero
ha ido provocando un módico «culto», semejante al que rodeó en su momento la
obra inicial de Levrero. La segunda logró con su primera novela publicada un
fuerte apoyo de la crítica.
El rey de las
cucarachas repite la hazaña de sus breves novelas anteriores. En poco
espacio, y a despecho de la sordidez de los hechos y los personajes, logra
quedar adherida a la memoria por su fuerte exigencia formal. Cuanto más
violentas y terribles son las anécdotas, más se extrema el cuidado en la
elaboración de las metáforas o las imágenes, sin traicionar esa materia inicial
fragmentada, deteriorada. Hasta cierto punto es como mirar un teatro de títeres
de la desesperación, un carnaval chirriante de lo feo, cortado por bruscos
brochazos emocionales o directamente sentimentales. Ante la gravedad del
panorama pintado, sin saber por qué, el lector a veces no puede dejar de soltar
una sonrisa o carcajada inexplicable, admirativa, que le provoca la energía
expresionista del estilo.
En Cuaderno para un
solo ojo Fernanda Trías repite el juego de tensiones entre un lenguaje
eficaz y fluido, casi seductor en su elegancia, y una anécdota de deterioro y
sordidez que va empeorando lentamente, que ya caracterizaba a La azotea. Contado por una de las
integrantes de una pareja de lesbianas, con la figura casi totémica de una
terapeuta tuerta como testigo a veces ladino, a veces menor, lo que perjudica
la relación entre esos dos planos es el planteo previsible del argumento.
Pronto el exceso de autoconmiseración y desdén de la
protagonista hacia sí misma, unido a una serie de traiciones muy
esperables, desencadenan la también anunciada violencia del final, aun cuando las frases
cortas, de autodefinición exasperante del cuerpo y de la mente, sigan construyendo
sus climas.
CAMINOS SEGUROS.
Tanto Olympia Frick como Ida Decia y Rosario Marchesano recorren territorios
seguros, más transitados con anterioridad.
Olympia Frick (evidente seudónimo) maneja por ejemplo el
género de la ciencia ficción sin apartarse un milímetro del tono profesional y
un poco frío de los textos en castellano publicados por revistas como la
recordada Nueva dimensión, incluyendo
los nombres, el estilo «traducción del inglés», los planetas, las naves y la
soledad del espacio. Por suerte el relato más extenso, «White World», logra
armar un clima onírico, poético y angustioso que apunta más alto, a autores
como Ballard, por ejemplo. En un mundo de hielo y nieve los hechos son bastante
inexplicables, angustian y encantan a la vez, y eso se convierte en sugerencia
creciente en vez de confusión, fragmentado las convenciones de los demás
textos.
En el caso de Ida Decia, los textos cortos tienen un fuerte
sabor a taller literario: una serie de sensaciones o propuestas que suelen
agotar su sentido en el sentimiento de un acertijo propuesto y resuelto. Otra
vez es el texto largo, «La infancia de Ercilia» (título también del libro), el
que presenta las mejores virtudes de la autora. Reconstruye allí una infancia
con elenco familiar completo y la suficiente cantidad de hechos curiosos como
para acercarla a la zona anecdótica de Felisberto Hernández y librarla de la
pura nostalgia.
La helada sombra que
me habita, novela de Rosario Marchesano, apunta a la tensión del thriller, y la consigue solo a medias.
Por una parte, la historia de un grupo encerrado
en un refugio casi de balneario (en realidad de cerro cercano al mar), acosado
por un merodeador, acentúa los costados teatrales que facilita la situación.
Por otra, el entretejido de una serie de fragmentos en itálica, que revelan el subconsciente invadido por temores
anteriores y sutiles de la protagonista, en vez de potenciar debilita el
crecimiento de la tensión. Los personajes parecen invadidos por vacilaciones
excesivas ante un peligro cierto, y el nombre del peligroso sujeto agresor
(Gastón Duplat) acentúa las resonancias de cierta época de la narrativa europea
inglesa o francesa.
JUEGOS Y ENCIERROS.
Los libros de Alejandra Suárez, Inés Bortagaray y Patricia Turnes acentúan los
costados lúdicos o los climas asfixiantes. En La mujer de la casa grande de Alejandra Suárez hay un uso preciso
del lenguaje para comunicar estados de ánimo huidizos, muchas veces emparentado
con la angustia. Baste como ejemplo el brevísimo «Un ritmo» inicial, o «Había
una silla», también breve, compacto e intenso. En la apuesta más extensa, «La
mujer de la casa grande», la extrañeza de lo que ocurre y su carácter
inexplicable exigen al lector una atención extrema, de lectura y emocional, que
apenas encuentra alivio en el trozo final.
A pesar de su título un tanto trágico o amenazador (Ahora
tendré que matarte) los textos de Inés Bortagaray, colocados sin título
uno tras otro, emprenden un juego sensible y con frecuencia alegre, colorido.
Por lo general parten de una frase concreta y aleatoria a la vez: «La polilla
aleteó un poco antes de morirse », «Ahora todos los estadounidenses aplauden la
llegada de la lancha a vapor », y
despliegan una red multicolor a partir de allí. O eligen sistemas, como
contraponer cosas falsas y verdaderas, con un estilo rápido, sincopado, de
lista al borde del descontrol. Otras veces visitan la infancia o la presencia
acogedora de la familia de provincia. Conviene leer el libro de a poco, no de
un tirón, paro no desgastar el impacto ante la acumulación de tantos textos
breves.
En Últimos días con mi
familia Patricia Turnes, por último, consigue dotar de carne existencial,
de experiencia, un tono frecuente en los textos iniciales de narradoras y
narradores uruguayos: la deriva, la borrachera, el sexo a secas, las marcas
significativas, los nombres simbólicos (Disney, el grupo B’52, Sony) que a
veces son un precio y otras, un sentido. Las
frases suelen ser cortas; el avance, rápido; las
resoluciones, bruscas y sorprendentes, pero con
lógica interna.
POR LA VUELTA. Una
vez leídos, consumidos, varios de los títulos en De los Flexes Terpines invitan
a la relectura. Seguramente la lista será distinta según cada lector. Abren
además una expectativa mayor. La pregunta de si será posible, en este Uruguay
2002 un tanto fatigado, una segunda serie de nuevos narradores tan variada,
extensa y lograda como esta.
LOS LIBROS
* Irrupciones I de Mario Levrero. 186 págs.
* La mujer de la casa grande de Alejandra Suárez. 124 págs.
* La helada sombra que me habita de Rosario Marchesano. 107 págs.
* El tobillo derecho de Elvira de Beatriz Dávila. 101 págs.
* Cuaderno para un solo ojo de Fernanda Trías. 103 págs.
* El rey de las cucarachas seguida de Vidas de los artistas de Felipe Polleri. 126 págs.
* Qué voy a decirle de Mary Moreno. 118 págs.
* 10 relatos fantásticos de Olympia Frick. 138 págs.
* Últimos días con la familia de Patricia Turnes. 131 págs.
* La súbita proximidad de Laura Alfonso. 74 págs.
* La infancia de Ercilia de Ida Decia. 110 págs.
* Una línea más o menos recta de Pablo Casacuberta. 103 págs.
* Un puente largo y antiguo de Gonzalo Paredes. 116 págs.
* Ahora tendré que matarte de Inés Bortagaray. 125 págs.
* Irrupciones II de Mario Levrero. 149 págs.
Cauce Editorial, Montevideo, 2001.
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