Por Leandro Delgado *
Eran las 2 a .
m., que es cuando más me gusta volar, cuando vuelvo a casa. A esa hora
selecciono extrasensorialmente mis sonidos favoritos: las operadoras de los
radiotaxis, los programas esotéricos de la radio, todas las tandas, los chistes
de Landriscina, Corona y Capablanca, hasta los gritos ridículos de los
evangelistas. En un paisaje profundo hasta lo infinito, oigo los timbres en las
casas de huéspedes, los relojes de cocina, las canillas goteando.
Volaba escuchando todo esto hasta que me perdí en el éter, física y mentalmente, y estuve un rato así, como inconsciente. Entonces hice lo que hacía siempre. Doblé y volé hacia arriba repentinamente, con el puño en alto para cortar la humedad del aire, hasta que la mano empezó a congelarse y yo empezaba a respirar al doble de la velocidad por la falta de oxígeno. Miré hacia abajo para orientarme.
Tomé como referencia el agujero negro del Mercado Agrícola adonde tantas veces acudo ante la solicitud desesperada de las fuerzas del orden. Otras veces, acudo al llamado de los delincuentes ante los excesos de las fuerzas del orden. Mi trabajo es difícil. Soy superhéroe, pero no puedo con todo.
Me fui dejando caer hacia Villa Muñoz, como me gusta hacerlo, en una curva amplia y progresivamente cerrada, hasta rematar en un giro violento que me dejó suspendido y vertical, a dos centímetros del piso del balconcito ochavado del apartamento de María Morena. Estuve unos segundos flotando y luego me posé sin un solo ruido —apenas el tremolar de la capa— sobre las baldosas del monolítico. La luz del cuarto estaba prendida. Golpeé el vidrio. Nadie.
A lo mejor estaba en el baño. Pasé por arriba de la azotea hasta el pozo de aire y me acerqué a la banderola, de donde llegaba un vaho caliente con olor a shampoo y al desodorante que usa ella, se habría bañado recién. Pero el baño estaba a oscuras, María Morena no estaba.
Desde el fondo del pozo de aire subió un aire frío con olor a tuco y a caño, a guiso recalentado de años, que consideré una señal funesta. Seguramente estaba en el cyber de Gral. Flores. Pero ya no podía usar mi percepción extrasensorial, porque estaba agotado.
Revoloteé de una hasta la esquina con Bulevar y quedé un rato suspendido, a unos treinta metros de altura, justo en el medio del cruce. Estuve rígido ahí, como una estaca, como un símbolo, y luego hice descenso sobre la esquina ne pasando entre dos plátanos y agarrando la capa con las manos para no enredarme entre las ramas.
El cyber hervía, y antes de entrar metí la capa por adentro del pantalón para no quedar pegado. Al fondo, iluminada de rojo por el monitor, chateaba María Morena.
Como si estuviera esperando que yo entrara, no se inmutó al verme y siguió tecleando. No avancé porque tampoco había lugar al lado de ella. Compré un par de alfajores negros en la caja y empecé a comer uno mientras esperaba. Fue una mala idea, porque tenía la boca seca.
Al rato se levantó, incómoda. Empujó a dos pibes que miraban porno, pasó por al lado mío sin saludar, salió a la calle y se quedó parada con los brazos cruzados dándome la espalda. Le pagué la media hora y salí.
La tomé en brazos y volamos hasta el balcón. En todo el camino no me habló una palabra y miró para otro lado. Estaba irritada y molesta y yo sabía por qué: hacía dos semanas que esperaba una respuesta mía a su ultimátum: la justicia social o ella.
Y yo había elegido por ella, venía a decírselo. Pero era tarde.
En el cuarto saqué el otro alfajor y se lo di. Lo agarró, lo tiró sobre la cómoda y se volvió a cruzar de brazos. Quise envolverla en la capa, tirarnos envueltos en la cama como hacíamos siempre, pero se resistió. Insistí y me pegó unos bifes. La agarré de los brazos. Pero después di unos pasos atrás, porque estaba lastimándola. Usaba mis superpoderes sin darme cuenta.
Entonces me lo dijo, que no daba para más, que efectivamente ya no me quería, que habría querido quererme, pero que no podía. Me dijo más: que a esa altura le resultaba un superhéroe infumable.
Le dije que no le creía.
Entonces me clavó el cuchillo: me dijo que había conocido a otra persona.
Yo me reía de los nervios. Le pregunté quién era.
«Averigualo vos —me dijo— si sos tan telépata», y se dio vuelta.
Fue la última vez que le vi la cara.
Me puse los dedos en las sienes y empecé a mirar en su mente. Entonces pude ver, surgiendo de la exuberante selva mental de María Morena, al banana de Súper Xangó.
Tuve una mezcla de furia y tristeza, de desesperación y resignación, que al final terminó con un malestar estomacal. Le vomité todo el distribuidor, después quedé recostado contra una pared, luego fui deslizándome lentamente hasta quedar sentado en el piso.
Mientras caía, me iba viendo en el espejo del comedor: las manos agarradas a la cabeza, mi gran «a» plateada, arrugada sobre el pecho, la capa, que iba quedando pegada contra una mancha de humedad en la pared.
Con mis últimas fuerzas me levanté, floté unos segundos delante de ella sin poder mirarla y salí al aire de la noche, en vuelo rasante y esquivando unas antenas de teléfonos móviles.
Volaba escuchando todo esto hasta que me perdí en el éter, física y mentalmente, y estuve un rato así, como inconsciente. Entonces hice lo que hacía siempre. Doblé y volé hacia arriba repentinamente, con el puño en alto para cortar la humedad del aire, hasta que la mano empezó a congelarse y yo empezaba a respirar al doble de la velocidad por la falta de oxígeno. Miré hacia abajo para orientarme.
Tomé como referencia el agujero negro del Mercado Agrícola adonde tantas veces acudo ante la solicitud desesperada de las fuerzas del orden. Otras veces, acudo al llamado de los delincuentes ante los excesos de las fuerzas del orden. Mi trabajo es difícil. Soy superhéroe, pero no puedo con todo.
Me fui dejando caer hacia Villa Muñoz, como me gusta hacerlo, en una curva amplia y progresivamente cerrada, hasta rematar en un giro violento que me dejó suspendido y vertical, a dos centímetros del piso del balconcito ochavado del apartamento de María Morena. Estuve unos segundos flotando y luego me posé sin un solo ruido —apenas el tremolar de la capa— sobre las baldosas del monolítico. La luz del cuarto estaba prendida. Golpeé el vidrio. Nadie.
A lo mejor estaba en el baño. Pasé por arriba de la azotea hasta el pozo de aire y me acerqué a la banderola, de donde llegaba un vaho caliente con olor a shampoo y al desodorante que usa ella, se habría bañado recién. Pero el baño estaba a oscuras, María Morena no estaba.
Desde el fondo del pozo de aire subió un aire frío con olor a tuco y a caño, a guiso recalentado de años, que consideré una señal funesta. Seguramente estaba en el cyber de Gral. Flores. Pero ya no podía usar mi percepción extrasensorial, porque estaba agotado.
Revoloteé de una hasta la esquina con Bulevar y quedé un rato suspendido, a unos treinta metros de altura, justo en el medio del cruce. Estuve rígido ahí, como una estaca, como un símbolo, y luego hice descenso sobre la esquina ne pasando entre dos plátanos y agarrando la capa con las manos para no enredarme entre las ramas.
El cyber hervía, y antes de entrar metí la capa por adentro del pantalón para no quedar pegado. Al fondo, iluminada de rojo por el monitor, chateaba María Morena.
Como si estuviera esperando que yo entrara, no se inmutó al verme y siguió tecleando. No avancé porque tampoco había lugar al lado de ella. Compré un par de alfajores negros en la caja y empecé a comer uno mientras esperaba. Fue una mala idea, porque tenía la boca seca.
Al rato se levantó, incómoda. Empujó a dos pibes que miraban porno, pasó por al lado mío sin saludar, salió a la calle y se quedó parada con los brazos cruzados dándome la espalda. Le pagué la media hora y salí.
La tomé en brazos y volamos hasta el balcón. En todo el camino no me habló una palabra y miró para otro lado. Estaba irritada y molesta y yo sabía por qué: hacía dos semanas que esperaba una respuesta mía a su ultimátum: la justicia social o ella.
Y yo había elegido por ella, venía a decírselo. Pero era tarde.
En el cuarto saqué el otro alfajor y se lo di. Lo agarró, lo tiró sobre la cómoda y se volvió a cruzar de brazos. Quise envolverla en la capa, tirarnos envueltos en la cama como hacíamos siempre, pero se resistió. Insistí y me pegó unos bifes. La agarré de los brazos. Pero después di unos pasos atrás, porque estaba lastimándola. Usaba mis superpoderes sin darme cuenta.
Entonces me lo dijo, que no daba para más, que efectivamente ya no me quería, que habría querido quererme, pero que no podía. Me dijo más: que a esa altura le resultaba un superhéroe infumable.
Le dije que no le creía.
Entonces me clavó el cuchillo: me dijo que había conocido a otra persona.
Yo me reía de los nervios. Le pregunté quién era.
«Averigualo vos —me dijo— si sos tan telépata», y se dio vuelta.
Fue la última vez que le vi la cara.
Me puse los dedos en las sienes y empecé a mirar en su mente. Entonces pude ver, surgiendo de la exuberante selva mental de María Morena, al banana de Súper Xangó.
Tuve una mezcla de furia y tristeza, de desesperación y resignación, que al final terminó con un malestar estomacal. Le vomité todo el distribuidor, después quedé recostado contra una pared, luego fui deslizándome lentamente hasta quedar sentado en el piso.
Mientras caía, me iba viendo en el espejo del comedor: las manos agarradas a la cabeza, mi gran «a» plateada, arrugada sobre el pecho, la capa, que iba quedando pegada contra una mancha de humedad en la pared.
Con mis últimas fuerzas me levanté, floté unos segundos delante de ella sin poder mirarla y salí al aire de la noche, en vuelo rasante y esquivando unas antenas de teléfonos móviles.
* Agradecemos especialmente al autor por elegirnos para publicar por primera vez este cuento.
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