Por Apegé*
Del capítulo El niño
Me acuerdo del chillido permanente en la cabeza
(mamá, no lo soporto). Comenzaba a cierta hora del día; no, comenzaba justo
cuando el mundo se callaba. Se iba haciendo cada vez más agudo y definido, el
chillido que presagiaba una locura. Un niño loco, entonces, también. Había que
ir con el niño loco a curarlo del chillido, de lo inexplicable, de aquella manifestación
sin razón. Había algo ahí, justo en el medio del cerebro, quizás, que lo
explicara todo. Me acuerdo de la
Colonia , en medio del más determinante de los campos.
Recuerdo que bajamos del ómnibus y sentí su mano sudada y nerviosa cuando
entramos. No había más que decir, la
Colonia era el lugar a donde iban a parar los locos, los
irremediables. A mí me pareció gracioso, unos hombres subidos a unas palmeras,
casi jugando. Ella tembló (todavía siento su mano apretando la mía). Quizás
ella pensó que eso era el fin, que tal vez allí me quedaría. Yo pienso ahora
que eso hubiese sido un alivio (para ella). Entramos a una sala llena de
doctores, me tiraron sobre una camilla y me embadurnaron la cabeza con una
pasta grasosa y verde. Nunca olvidé la forma en que aprendí el término:
electro-encefa-lograma. Un estudio para ver qué había adentro de mi cabeza,
dónde estaba la falla, qué era lo que producía el chillido. Me acuerdo del
viaje de regreso en ómnibus: ese niño de diez años que se sacaba los pedazos
pegados de engrudo en el pelo todavía rubio. Poco después llegó el veredicto
médico: sinusitis. Unas pastillas mágicas y unos vahos, yo debajo de una toalla
vieja extendida sobre una caldera y un primus lustroso. Se fue, el chillido se
fue. Pero siguió la cura. De pronto tenía el cabello corto y un maletín con una
Biblia bajo el brazo. Me sentía elegante. Tenía de repente otra familia, esa
tía que nos hacía rezar y agradecer hasta un pancho. No era mi costumbre, pero
me avenía al nuevo recado universal. Me estaban educando para ser un testigo de
Jehová. Un testigo, un muchachito que golpeaba puertas y traía la palabra del
Señor. Una salvación para todo el mundo (principalmente para ella). Pero no
pude, no soporté dos cosas: ya no podría nunca más festejar mi cumpleaños y, lo
peor, para ser un testigo iban a sumergirme (como a Jesús) la cabeza en
un río. ¿Y si me ahogaba en ese preciso momento? ¿Y si se le escapaba mi cuerpo
al pastor en el río? No, yo quería ser un testigo pero no morir ahogado. No
quiero, no puedo, déjenme en paz. Está bien, pero ella no iba a renunciar a
alguna forma de cura. En muy poco tiempo pasé por casi todos los métodos de
sanación. Ya había estado en manos de las ciencias médicas y en las de Dios.
Pasé también por la hechicería y la psicología. Yo me decía a mí mismo que era
un caso perdido.
Aquella sala de paredes
agrias y descascaradas. Había mucha gente. Uno tenía en la mano una foto, otro,
una remera. Todos expectantes de lo que les dijera la curandera. Cuando entré a
la sala descubrí que ella le daba a esa mujer vestida como una gitana uno de
mis calzoncillos preferidos, azul marino, decía ella. Me ofendió eso, por qué
la curandera tenía en sus manos una ropa mía tan íntima. También obtuvo de ella
una foto en la que me veía muy guapo. Ahora estaba parado ahí, casi desnudo en
medio de la sala, rodeado de telas, santos y vírgenes, en calzoncillos, y esa
mujer que no paraba de susurrar sobre mi cuerpo mientras chasqueaba los dedos a
mi alrededor. Puso una de sus palmas sobre mi frente, me dijo algo
incomprensible al oído y me dejó ir. Mientras me vestía, mi madre estiraba un
billete de no sé cuánto.
Pero no estaba curado,
porque al poco tiempo estaba en la casa de otra mujer que me hacía dibujar y me
decía que a este macaco le faltan las orejas (no escuchás, decía) o este otro
está muy lejos del piso (estás en otro mundo, decía). Yo me esforzaba y en el
siguiente encuentro dibujaba macacos perfectos con orejas grandes y ojos
abiertos sobre un piso sólido, dibujaba una familia modelo, estaba el padre, la
madre, el varón y la niña. Una familia perfecta o soñada en la que estaban mis
padres y hermanos pero nunca estaba yo. Coeficiente 120, decía esa señora, que
me enseñaba además que está bien que los varones tengan una señal de su
valentía en el rostro. Me enseñaba a caminar, a no cruzar las piernas, a buscar
una pelea para demostrar mi futura hombría. Tenés que entender, no podés ser
distinto, coeficiente 120. Está mal pero en algún lugar es muy bueno que hayas
toqueteado a esa niña unos años menor que vos. Está mal pero no del todo,
hacelo con cuidado, nosotros te protegemos, tu destino va a ser toquetearte a
las muchachas. Lo otro (indecible, ya lo sabés) tiene que ser parte de la
historia secreta de esta familia, tiene que quedar oculto al mundo, está mal,
muy mal, es parte de tu historia (de diez años) putrefacta, indecorosa,
impresentable, debe quedar guardado en el ámbito del pecado. Estás muy cerca de
tu madre, junto a sus polleras, no te gustan los juegos y las marcas en el
cuerpo que son propias de tu edad, coeficiente 120. Yo aprendía a contrapelo de
mi cuerpo a erguirme y caminar, busqué peleas, imité el dibujo, con la
convicción de que lo mío nunca tendría cura.
Del capítulo Manifiesto
Otra vez caí en la
trampa. O quise caer, entregarme, olvidarme de los mandatos de la conducta que
me hace bien. Traje otra vez a un desconocido a casa. Podía suponerse que algún
acuerdo había (un boliche donde vamos nosotros, una cerveza compartida, un
deseo latente). Pero cuando hay litros de alcohol de por medio y deseos
contrapuestos ningún pacto es confiable. A veces me ha pasado que muchachos de
cara angelical me seducen con un guiño. Yo, que he envejecido, los quiero
poseer, o mejor dicho, busco en ellos el trofeo (la promesa de juventud) que perdí.
Ellos llegan, quieren vaciar mi botella de whisky, yo, que me conviden con su
merca, los dos tirarnos en la cama para casi inconscientes satisfacernos cada
uno a sí mismo. No hay allí deseo real por el otro, hay un narcisismo lastimado
por mil grietas. Los jóvenes me devuelven parte del orgullo herido; llevarlos a
mi cama es como decirme que aún no he envejecido, que no tengo
responsabilidades conmigo mismo ni con nadie, que con solo el placer tantas
veces truncado reviviré diez o veinte años, que podré otra vez empezar de
nuevo, succionarles la edad o las décadas que nos separan, convertir esta
soledad en el solo transitar liviano por un mundo drástico. Pero eso nunca se
logra, porque ellos tienen la edad que tienen y yo tengo la vida que he construido.
Y esos no son los más problemáticos, los más difíciles. Estos son los que
violan el pacto, los que entran a tu casa con el objetivo de llevarse algo, lo
que sea. He caído y vuelvo a caer. Quizás sea una confianza ingenua en los
pactos que dos personas pueden signar (o en la escandalosa belleza de unos ojos
verdes o unos bucles marrones o una boca imperiosa), pero además es cierto que
estoy cansado de entrar a una habitación a vivir el sexo y después quedarme en
mi casa solo y casi vejado. ¿Cómo es posible abrirle la puerta a alguien, con
el placer como presupuesto, y que de pronto te robe hasta la plata de los
boletos? ¿Puede uno no haberlo adivinado en un gesto, una palabra, una mirada?
¿Puede uno excusarse en la pérdida absoluta de sí mismo en medio de un mar de
alcohol, en el acto de bajar las defensas para entregar el cuerpo a un
desconocido que sabe que uno bajó las defensas? Pero, qué defensas. Sé que si
traigo a una mujer a mi casa, esto es casi imposible que suceda. Por qué por
desear el cuerpo de un hombre (desde sus pies hasta su frente) puede uno
terminar muerto. Por qué el deseo entre nosotros (si es que existe un nosotros)
nos tiene que poner en el borde de un abismo. Por qué desde niños nos rodea la
culpa, el ocultamiento, la oscuridad, siempre las defensas. Por qué. Por qué
debo adecuarme al cortejo de señoritas como en siglos pasados para prevenir la
insania y el ultraje. Puedo jurar que no busco el golpe, no me gusta darlo ni
recibirlo. Busco el placer y cierto tipo de salvación que los cuerpos enredados
permiten. Los efebos virginales no me seducen porque quiera sodomizarlos o
porque sienta una cuota de poder sobre ellos. Es otra cosa, es la admiración de
la belleza y es cierta necesidad paternal pero no lasciva ni incestuosa de
mostrarles un camino bien distinto al que yo he vivido. Quisiera convertirme en
un maestro griego, un guía sentimental. Pienso más en Sócrates que en el
marqués de Sade. Pienso y los imagino tendidos sobre mi cama, desnudos e
impolutos, temblando de incertidumbre y de deseo. Esos cuerpos que casi siempre
se encuentran con otros cuerpos brutos, desconsiderados, furiosos, dispuestos a
romper, poseer, hacer daño. Mis efebos imaginarios están tendidos en la cama y
yo los recorro desde el cuello a los pies, huelo sus axilas, los muerdo con
suavidad, mis manos y mi lengua recorren la pieza, la obra de arte que el mundo
me ha ofrendado, les digo que todo va bien porque así lo percibo. Me detengo en
el centro de la discordia mundial y deshago sus músculos tensos y sus nalgas apretadas,
me deleito con sus pelos erizados, con los movimientos epilépticos de sus
cuerpos y los sollozos que les vienen del alma. Esos cuerpos que por primera
vez sienten que la vida por un instante se les escurre, que no pueden
controlarlo y que necesitan en un momento ser ocupados. Pero no es una
ocupación militar, es pacífica. Siento cómo mi pecho se acomoda a la espalda
del efebo y cómo su hermoso culo me esperaba desde hacía años (a mí, es una
manera de decir. Cómo esperaba, más exactamente, esa forma de la entrega ciega
y absoluta). Y no salgo corriendo de la cama cuando por fin exploto (y él
conmigo), sino que lo abrazo más fuerte para que retenga en su memoria que el
sexo y la camaradería pueden ir juntos, para que no crea que después de
uno se viste y no queda marca ni rastro en el cuerpo. Yo me ofrezco a ser el
amante universal de los efebos perdidos, a mostrarles que los besos, el deseo y
cierta desintegración del cuerpo justo con el cuerpo como elemento nada tienen
que ver con la culpa. Yo quisiera redimirlos de antemano, enseñarles las
coartadas, hacerlos fuertes, alimentarles el ego, evitarles el rebuscamiento,
las oscuridades y las explicaciones. Yo estoy dispuesto a ponerme en el límite
de lo moralmente aceptado si con eso consigo que alguien sufra un poco menos.
* Agradecemos al autor la gentileza de permitirnos publicar este extracto de su novela.
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