Por Mariana Enríquez *
Juancho estaba borracho esa
tarde, y se paseaba por la vereda bravucón, aunque ya nadie en el barrio se
sentía amenazado, o siquiera inquieto, por su presencia intoxicada. A mitad de
cuadra, Horacio lavaba el auto como todos los domingos, en shorts y chancletas,
la panza tensa y prominente, el pelo en pecho canoso, la radio con el partido.
En la esquina, los gallegos del bazar tomaban mate con la pava en el piso,
entre las dos sillas reclinables que habían sacado afuera, porque el sol estaba
lindo. Enfrente, los hijos de Coca tomaban cerveza en el umbral, y un grupo de
chicas recién bañadas y demasiado maquilladas charlaban paradas en la puerta
del garaje de Valeria. Mi papá había intentado,
más temprano, decir buenas tardes y darle charla a los vecinos, pero volvió
adentro como siempre, cabizbajo, apenas contrariado, porque era buena gente
pero no tenía conversación, cada tarde de domingo decía lo mismo.
Mi mamá espiaba por la
ventana. Se aburría con la tele dominguera, pero no tenía ganas de salir.
Miraba por las rendijas de las persianas entreabiertas, y de vez en cuando nos
pedía un té, o una galletita, o una aspirina. Mi hermano y yo solíamos
quedarnos los domingos en casa; a veces, a la noche, nos dábamos una vuelta por
el centro, si papá nos prestaba el auto.
Mamá lo vio primero. Venía
de la esquina de Tuyutí, por el medio de la calle, con un carro de supermercado
muy cargado, y todavía más borracho que Juancho, pero se las arreglaba para
empujar la basura acumulada, botellas, cartones, guías telefónicas. Se detuvo
frente al auto de Horacio, tambaleándose. Hacía calor esa tarde, pero el hombre
llevaba un pulóver viejo, verdoso. Debía tener
unos sesenta años. Dejó el carrito junto al cordón, se acercó al coche y, justo
del lado que le quedaba mejor a mi mamá para verlo, se bajó los pantalones.
Ella nos llamó a los gritos.
Nos acercamos y espiamos por las rendijas de las persianas los tres; mi hermano, papá y yo. El hombre, que no llevaba
calzoncillos bajo un mugriento pantalón de vestir, cagó en la vereda, mierda
floja casi diarreica, y mucha cantidad; el olor nos llegó, apestaba tanto a
mierda como a alcohol.
Pobre hombre, dijo mi mamá.
Qué miseria, a lo que puede llegar uno, dijo mi papá.
Horacio estaba estupefacto,
pero se veía que empezaba a calentarse, porque se le enrojeció el cuello. Pero
antes de que pudiera reaccionar, Juancho cruzó la calle, corriendo, y empujó al
hombre, que todavía no había tenido tiempo de levantarse, ni de subirse los
pantalones. El viejo cayó sobre su propia mierda, que le embadurnó el pulóver y la mano derecha. Solo murmuró un ay.
—¡Negro de mierda! —le gritó
Juancho. —Villero y la concha de tu madre, ¡no vas a venir a cagarnos en el
barrio, negro zarpado!
Lo pateó en el suelo. Él
también se manchó de mierda los pies, llevaba ojotas.
—Te levantás, conchisumadre,
te levantás y le baldeás la vereda al Horacio, acá no se jode, volvé a la
villa, hijo de una remil putas.
Y lo siguió pateando, en el
pecho, en la espalda. El hombre no podía levantarse; parecía no entender lo que
estaba pasando. De pronto se puso a llorar.
No es para tanto, dijo mi
papá. Cómo va a humillar así al pobre desgraciado, dijo mi mamá, y se paró, y
enfiló hacia la puerta. Nosotros la seguimos. Cuando mamá llegó a la vereda,
Juancho había levantado al hombre, que lloriqueaba y pedía perdón, y trataba de
ponerle entre las manos la manguera con la que Horacio había estado lavando el
auto, para que limpiara su propia mierda. La cuadra apestaba. Nadie se atrevía
a acercarse. Horacio dijo «Juancho, dejá», pero en voz baja.
Mi mamá intervino. Todos la
respetaban, especialmente Juancho, porque ella solía darle unas monedas para
vino cuando le pedía; los demás la trataban con deferencia porque mamá era
kinesióloga, pero todos pensaban que era médica, y le
llamaban doctora.
—Dejalo en paz. Que se vaya
y listo. Nosotros limpiamos. Está borracho, no sabe lo que hace, no tenés por
qué pegarle.
El viejo miró a mamá, y ella
le dijo: «Señor, pida disculpas y vaya». Él murmuró algo, soltó la manguera y
todavía con los pantalones bajos, quiso arrastrar el carrito.
—Acá la doctora te perdona
la vida, negro culeado, pero el carro no te lo llevás. La mugre la pagás,
zarpado del orto, en el barrio no se jode.
Mamá intentó disuadir a
Juancho, pero él estaba borracho, y furioso, y gritaba como un justiciero, y en
los ojos no le quedaba nada blanco, negro y rojo, como los colores del short
que llevaba puesto. Se puso adelante del carro y no dejó que el hombre lo
pusiera a andar. Yo tuve miedo de que empezara otra pelea —otra golpiza de
Juancho, en realidad— pero el hombre pareció despertarse. Se subió el cierre de
los pantalones —no tenían botón— y se fue caminando por el medio de la calle
otra vez, hacia Catamarca; todos lo miraron
irse, los gallegos murmurando qué barbaridad, los hijos de Coca a las
risotadas, las chicas en la puerta del garaje de
Valeria riéndose nerviosas algunas, otras,
cabizbajas, como avergonzadas. Horacio puteaba en voz baja. Juancho sacó una
botella del carrito y se la revoleó al hombre, pero le pasó muy lejos y se
estrelló contra el asfalto. El hombre, sobresaltado por el ruido, se dio vuelta
y gritó algo, ininteligible. No supimos si hablaba otro idioma (pero ¿cuál?) o
si sencillamente no podía articular por la borrachera. Pero antes de salir
corriendo en zigzag, huyendo de Juancho que lo persiguió a los gritos, miró a mi mamá con toda lucidez y asintió, dos
veces. Dijo algo más, girando los ojos, abarcando toda la cuadra y más. Después
desapareció por la esquina. Juancho, demasiado en pedo, no lo siguió. Nomás
siguió gritando, un rato largo.
Entramos a casa. Los vecinos
seguirían hablando del tema toda la tarde, y la semana. Horacio usó la
manguera, puro rezongo y negros de mierda, negros de mierda.
Este barrio no da para más,
dijo mi mamá, y cerró la persiana.
* * *
Alguien, probablemente el
propio Juancho, movió el carrito a la esquina de Tuyutí, y lo dejó estacionado
frente a la casa abandonada de doña Rita, que se había muerto el año anterior.
Pocos días después, nadie le prestaba atención. Al principio sí, porque
esperaban que el villero –qué otra cosa podía ser— volviera a buscarlo. Pero no
apareció, y nadie sabía qué hacer con sus cosas. Así que ahí quedaron, y un día se mojaron con la lluvia, y los
cartones húmedos se desarmaron, y daban olor. Algo más apestaba entre las
porquerías, probablemente comida pudriéndose, pero el asco impedía que alguien
lo limpiara. Bastaba con pasarle lejos, caminar bien cerca de las casas y no
mirarlo. En el barrio siempre había olores feos, del limo que se juntaba junto
a los cordones de la vereda, verdoso, y del Riachuelo, cuando soplaba cierto
viento, especialmente al atardecer.
Unos quince días después de
la llegada del carrito comenzó. A lo mejor había empezado antes, pero hizo
falta la acumulación de desgracias para que el barrio sintiera que la secuencia
era extraña. El primero fue Horacio. Tenía una rotisería en el centro, le iba
bien. Una noche, cuando estaba haciendo la caja, entraron a robarle y se
llevaron todo. Cosas de suburbio. Pero esa misma noche, cuando fue al cajero
automático a sacar plata, después de la denuncia —inútil, como en la mayoría de
los robos, entre otras cosas porque los chorros entraron encapuchados—, descubrió que no tenía un peso en la cuenta. Llamó
al banco, hizo escándalos, pateó puertas, quiso acogotar a un empleado y llegó
hasta el gerente de la sucursal, y después al de
la red bancaria. Pero no hubo caso: el dinero no estaba, alguien lo había
sacado, y Horacio, de la noche a la mañana, estaba en la ruina. Vendió el auto.
Le dieron menos de lo que esperaba.
Los dos hijos de la Coca
perdieron el trabajo que tenían en el taller mecánico de la avenida. Sin aviso;
el dueño ni les dio explicaciones. Lo cagaron a puteadas, y él los echó a
patadas. A la Coca, encima, no le salía la pensión. Los hijos buscaron trabajo
una semana, y después se dedicaron a gastar los ahorros en cerveza. La Coca se
metió en la cama, diciendo que se quería morir. Ya no les daban fiado en ningún
lado. Ni para el colectivo tenían.
Los gallegos tuvieron que
cerrar el bazar. Porque no se trataba nada más que de los hijos de la Coca, o
de Horacio; cada vecino, de golpe, en cuestión de días, perdió todo. La
mercadería del kiosco desapareció misteriosamente. Al remisero le robaron el
auto. El marido y único sostén de Mari, albañil, se cayó de un andamio y murió.
Las chicas tuvieron que dejar los colegios privados porque los padres no podían
pagarlos: el padre dentista ya no tenía clientela, la modista tampoco, al
carnicero un cortocircuito le quemó todas las heladeras.
En dos meses ya nadie tenía
teléfono en el barrio, por falta de pago. En tres meses tuvieron que colgarse
de los cables de luz porque no podían pagar la electricidad. Los hijos de la
Coca salieron a afanar y a uno de ellos, el más inexperto, lo agarró la
policía. El otro no volvió una noche; a lo mejor lo habían matado. El remisero
se aventuró, caminando, hasta el otro lado de la avenida. Allá, dijo, estaba
todo lo más bien. Hasta tres meses después de que comenzara, los negocios del
otro lado de la avenida fiaban. Pero eventualmente dejaron de hacerlo.
Horacio puso la casa en
venta.
Todos cerraban con candados
viejos, porque no había plata para alarmas ni para cerraduras más eficientes;
empezaron a faltar cosas de las casas, televisores y radios y equipos de música
y computadoras, y se veía a algunos vecinos cargando electrodomésticos entre
dos o tres, en changos de hacer compras, o solo con la fuerza de los brazos.
Llevaban todo a las casas de remate y usados del otro lado de la avenida. Pero
otros vecinos se organizaron y, cuando intentaban tirarles la puerta abajo,
blandían tramontinas o revólveres, si tenían. Cholo, el verdulero de a la
vuelta, le partió la cabeza al remisero con el fierro que usaba para hacer el
asado. Al principio, un grupo de mujeres se organizaron para repartir la comida
que quedaba en los freezers; pero cuando se enteraron de
que algunas mentían y se guardaban víveres, la buena voluntad se fue al
carajo.
La Coca se comió a su gato,
y después se suicidó. Hubo que ir a la sede de la Obra Social de la avenida
para que se llevaran el cuerpo y lo enterraran gratis. Algún empleado de ahí quiso averiguar más, le contaron, y llegó la
televisión con las cámaras para registrar la mala suerte localizada que sumía a
tres manzanas del barrio en la miseria. Sobre todo querían saber por qué los
vecinos de más lejos, los que vivían a cuatro cuadras, por ejemplo, no eran
solidarios. Horacio les habló un rato, pero a los diez minutos sacó un cuchillo
del pantalón, se lo puso en el cuello al movilero, y se quedó con la cámara y
los equipos, y se hubiera quedado con la camioneta si los periodistas no
hubieran escapado aterrorizados.
Vinieron asistentes
sociales, y repartieron comida, pero solo desataron más guerras. A los cinco
meses ni la policía entraba, y los que todavía iban a mirar televisión en los
aparatos exhibidos en las casas de electrodomésticos de la avenida decían que
en los noticieros no se hablaba de otra cosa. Pero pronto quedaron aislados,
porque los de la avenida los echaban si los reconocían.
Quedaron, digo, porque
nosotros sí teníamos tele, y electricidad, y gas, y teléfono. Decíamos que no,
y vivíamos tan encerrados como los demás; si nos cruzábamos con alguien,
mentíamos: nos comimos al perro, nos comimos las plantas; a Diego —mi hermano— le fiaron en un negocio de acá veinte
cuadras. Mi mamá se las arreglaba para ir a trabajar, saltando por los techos
(no era tan difícil en un barrio donde todas las casas eran bajas). Mi papá
podía sacar la plata de la jubilación por cajero automático, y los servicios
los pagábamos online, porque todavía teníamos internet.
No nos saquearon; el respeto a la doctora, a lo mejor, o muy buenas actuaciones
de nuestra parte.
Fue Juancho el que, después
de robar alcohol de un maxikiosko lejano, mientras tomaba el vino en botella
sentado en la vereda, empezó a gritar y putear. «Es el carrito de mierda, el
carrito del villero». Horas gritó, horas caminó por la calle, golpeó puertas y
ventanas, «es el carrito, es culpa del viejo, hay que ir a buscarlo, vamos,
cagones de mierda, nos hizo una macumba». A Juancho se le notaba el hambre más
que a los demás, porque nunca había tenido nada, y vivía de las monedas que
recolectaba cada día, tocando timbre (siempre le daban, por miedo o compasión,
vaya a saber). Esa misma noche le pegó fuego al carro, y los vecinos miraron
las llamas por la ventana. Tenía algo de razón Juancho. Todos habían pensado
que era el carrito. Algo de ahí adentro. Algo contagioso que había traído de la
villa.
Esa misma noche, mi papá nos
juntó en el comedor, para charlar. Dijo que nos teníamos que ir. Que se iban a
dar cuenta de que nosotros estábamos
inmunizados. Que Mari, la vecina de al lado, algo sospechaba, porque era
bastante difícil ocultar el olor de la comida, aunque cocinábamos cuidando que
no saliera el humo o el aroma por debajo de la puerta, con burletes. Que se nos
iba a terminar la suerte, que se pudría todo. Mamá estaba de acuerdo. Decía que
la habían visto saltando el techo de atrás. No podía asegurarlo, pero había
sentido las miradas. Diego también. Contó que una tarde, cuando levantó las persianas,
había visto a algunos vecinos salir corriendo, pero que otros lo habían mirado,
desafiantes; malos, ya locos. Casi nadie nos veía, por el encierro, pero para
seguir disimulando íbamos a tener que salir pronto. Y no estábamos flacos, ni
demacrados. Estábamos asustados, pero el miedo no se parece a la desesperación.
Escuchamos el plan de papá,
que no parecía muy sensato. Mamá contó el suyo, un poco mejor, pero nada del
otro mundo. Aceptamos el de Diego: mi hermano siempre podía pensar con más
sencillez y más frialdad.
Nos fuimos a la cama, pero
ninguno pudo dormir. Después de dar muchas vueltas toqué la puerta de la
habitación de mi hermano. Lo encontré sentado en el piso. Estaba muy pálido,
todos estábamos así, por falta de sol. Le pregunté si pensaba que Juancho tenía
razón. Dijo que sí con la cabeza.
—Mamá nos salvó. ¿Viste cómo
la miró el hombre, antes de irse? Nos salvó.
—Hasta ahora —dije yo.
—Hasta ahora —dijo él.
Esa noche olimos carne
quemada. Mamá estaba en la cocina; nos acercamos para retarla, se había vuelto
loca, hacer un bife a la parrilla a esa hora, se iban a dar cuenta. Pero mamá
temblaba al lado de la mesada.
—Esa no es carne común —dijo.
Abrimos apenas la persiana y
miramos para arriba. Vimos que el humo llegaba de la terraza de enfrente. Y era
negro, y no olía como ningún otro humo conocido.
*Agradecemos a la autora la gentileza de permitirnos publicar este cuento.
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