Por Juan Manuel Candal *
Fijó los ojos delineados en
algún punto del techo. Afuera podía escucharse la lluvia repiqueteando entre la
argamasa y la piedra. La pregunta había quedado suspendida en el aire y cuando
ya nadie lo esperaba, comenzó la retahíla verbal que tanta fama le había
regalado.
Pienso en ir y asaltarte, tomarte desprevenida. Pero me quedo mirando la lluvia, esperando la aparición majestuosa de algún relámpago.
Esa mujer que dejó el cuarto a medio vaciar para tomarse un tren hacia el oeste.
today, she took a train to the west.
Soy una usina de talento. Un
manantial: emano talento. Mi onda se expande, darling, y ahora mismo te estoy contagiando una fracción de esta
aura cósmica. Soy tu chamán, y lo sepas o no, ya sos mi esclava.
Rompió su propio discurso con
una carcajada. Luego miró a la entrevistadora y comprendió que la sonrisa en
espejo era pura cortesía. Esa falta de complicidad hizo que callara lo que
pensaba decir a continuación («Tu trabajo va a ser mejor por pura inoculación:
vos solo necesitás tomar los apuntes, yo soy el evento.»), y por ende durante
la media hora restante no hizo más que responder en piloto automático mientras
miraba cada tanto hacia la cama, donde descansaba su gato negro.
Cuando la reportera —que no
debía de tener más de veintipocos, y un cuerpo no particularmente agraciado
pero con el atractivo de quien es inmune al hechizo— apagó el grabador,
Hamilton tuvo la sensación de que estaba a punto de entrar en una fase de
histeria. Consultó su reloj y el número 8 le hizo pensar en dos antidepresivos
entrelazados. Mierda de día, mierda de puto día. Se llevó la mano a la mejilla
y se acarició de forma nerviosa. El asunto ya había comenzado mal cuando
percibió que la chica no apuntaba su despliegue de ademanes. Ensayados y
fugaces. Sin embargo, pronto la encontró despreciable completamente: hubiera
servido para pasar el rato, como el cable. El guapo agente de prensa que la
discográfica le había asignado para la gira tenía su atractivo, muy masculino y
a la vez, higiénico. Imaginó al rubio duchándose y encontró que le resultaba
imposible conjurar la imagen de ese cuerpo con algo tan grotesco como el rastro
de alguna suciedad.
Los buenos tiempos empezaban
a quedar en el espejo retrovisor. Aquellos, cuando su condición sexual era el
misterio más comentado en la televisión abierta. Todavía podía recordar aquel
programa bizarro, con escenografía en colores chillones que, sin embargo,
buscaba proporcionar la sensación de un momento intimista. El conductor, un
chico que normalmente se mostraba desafiante y confiado, parecía un pollito
mojado frente a él.
—Vos sabés que, nada, se
dicen muchas cosas de vos. Que más allá de las mujeres que se te conocen… que
se te conocieron… nada, vos sabés, que también circulan otras historias… no sé
si quieras contar algo de eso…
—¿Si es verdad que soy
bisexual? —respondió Hamilton con histriónica naturalidad.
El chico asintió.
—No me gustan las
clasificaciones, luv. —Y guiñaba un ojo a un reportero gráfico en segunda fila.
Todos hacían la lectura lógica: no lo negó; ergo, es. Todos, excepto su público
femenino, ese mismo que coreaba el estribillo rocker de «Esclava de su deseo» y
encendía los celulares cuando Hamilton cantaba «Amor mil estrellas mediante» a
capela.
(«Amor mil estrellas mediante»: una balada que el
cantante había escrito a manera de respuesta a la canción de Nick Cave que
hablaba de una mujer que partía hacia el oeste en tren luego de haber pasado una
noche con él; en una entrevista concedida a la revista Playboy, sin embargo,
Hamilton le restó importancia a aquella intertextualidad: «ah, sí, sí, la
canción esa que dice su pelo negro, sí,
tiene pelo negro, recuerdo su pelo negro, qué desgracia su pelo negro…
¿estás comparando un éxito sutil y poético como mi balada con esa letra
idiota?»)
(Today, she took
a train to the west.)
Había comenzado como un
juego. Se llamaba Joaquín pero había decidido ser Hamilton. Tenía un rango
vocal que cruzaba sin esfuerzo tres octavas y un falsete envidiable. La banda,
Nutopia, había hecho una carrera sostenida
en esa especie de «hard rock de café concert», tal como se refirió a ellos el
crítico musical Acevedo Kanopa. Su jerarquía vocal había despertado la
comparación con las vacas sagradas: Plant, Mercury, Rose. Las calzas animal-print, el maquillaje, la
evocación del ícono andrógino de los setenta: el refrito de una época que todos
conocían pero ningún treintañero había vivido ayudaba a ponerlo en un plano
diferente. Pero para diferenciarse de los colegas locales y añadir la frutilla
al postre, Hamilton, nacido Joaquín Martínez, había adoptado ciertos modismos
británicos que hacían las delicias de sus detractores.
Su constante capacidad para
ironizar sobre cualquier tema le granjeaba amores y odios. Citaba a Nietzsche y
volvía siempre sobre el impacto que le había producido la autobiografía Ecce Homo, con sus capítulos titulados
«Por qué soy tan sabio», «Por qué soy tan inteligente» y «Por qué escribo tan
buenos libros». Hamilton contaba que allí había descubierto la hipocresía de la
sociedad. A continuación, subido al caballito prusiano, se despachaba:
«¿Qué tiene de malo asumir el
talento, la genialidad? Si venís vos, te parás y decís que yo soy un genio,
está cool. Que lo digan tus fans, claro, es obvio, pero sigue siendo cool. Si
lo dice incluso la crítica del fucking New
York Times después del concierto que dimos en la gira, todos aplauden. Pero
si yo me paro y digo que soy un genio, voy a la hoguera. Por lo tanto, todos
pueden hablar bien de mí excepto yo. Eso es discriminación: yo tengo vedado hablar bien de mí.»
«Cuatro golpes a la
mandíbula» fue el tema de corte casi punk que puso a Nutopia en las radios.
Estar en el lugar correcto en el momento justo: Nutopia había sorprendido al
romper con una hilera de baladas amables cantadas por adolescentes yanquis y la
batahola siempre ruidosa de las cumbias fiesteras que asoma cuando llega el
verano. Titular el primer disco Grandes Éxitos
generó cierto estado de alerta en lo que Hamilton llamaba «la inteligentzia
periodístico-musical-chupaculos argentina». Y sin embargo, como movida
promocional fue fantástica: la gente escuchaba el tema, preguntaba por el disco
y se sorprendía al encontrarse con la supuesta recopilación de una banda
ignota. Los gerentes de la bmg local se disputaron luego la invención, pero por supuesto, había solo una
cabeza de la que podía haber salido semejante idea.
El segundo disco se tituló Abba n’ garde. Había un mayor énfasis en
recuperar el pop bailable detrás de las guitarras distorsionadas, y un obvio
gusto por la música disco de los setenta. Para ejemplo, el hit «Tercer principio de la termodinámica», un título imposible
para tema radiable, que igualmente volvió a ser un triunfo impensado: se habló
tanto de la arrogancia y la actitud de Nutopia (después de todo, el estribillo
no decía mucho más que «Oh, oh, oh, puedo aprovechar tu fuerza en mi favor»)
que la canción quedó marcada a fuego en el siempre endeble inconsciente
colectivo.
El golpe masivo fue el tercer
álbum ¿Qué sucede cuando una fuerza irrefrenable choca contra un objeto
inamovible? Entonces nació el mito. A caballo de cuatro éxitos
sonando en las radios, superpuestos a pedido de los oyentes, el cantante vestía
su versión mixturada de Bowie, Mercury e Iggy Pop. Aplaudido por la crítica, el
disco cuenta con baladas exquisitas (allí está «Amor mil estrellas mediante»),
rockers imparables («Muerte cerebral psicofántica») y la gema del disco, «Pornobeat», un tema épico de guitarras acústicas
con un interludio pomposo de saxo, percusión y lo que resultó el destello de
agudeza: un solo de gemidos femeninos que llega a un éxtasis épico al final de
los siete minutos que dura la canción. «Pornobeat» catapultó a Nutopia a una
extensa gira por todo Latinoamérica, España, Estados Unidos y luego Italia,
Francia y Suecia.
(En Australia, hoy ella se tomó el tren hacia el oeste.)
Nutopia no era únicamente la
banda de acompañamiento de un ego mastodóntico como el de Hamilton Martínez, pero el perfil bajo de los otros tres miembros
terminaba por provocar esa impresión. Y Hamilton aprovechó su exposición para
tragarse el mundo. Algunos luchan por salir del clóset; Hamilton luchaba por
salir de la galaxia. A su vestimenta de calzas y tapados de piel sumó el cliché
que le valió la risa, el aplauso y la rabia de muchos: Aiko, una japonesa
tetona que solía hacer shows eróticos en despedidas de soltero o fiestas
privadas empresariales. Nadie sabe muy bien cómo se conocieron, pero Aiko
enseguida apareció relacionada con Nutopia, contratada para hacer la
performance en vivo de «Pornobeat» durante toda la gira. Cuando volvieron al
país, los periódicos hablaban de casamiento.
(A casi nadie en la prensa se le pasó el hecho de que
luego de fundar una banda llamada Nutopia el pomposo cantante terminara
compartiendo el lecho —al menos como pantalla— con una japonesa. Se bromeaba
incluso sobre si pasarían una semana en cama protestando por la paz.)
Luego llegó Steal me if you please (el disco
originalmente había sido titulado en castellano, pero la discográfica,
previendo una fervorosa aceptación de la premisa y una posible demanda por
apología del delito, convenció a la banda de lanzar el disco con el título en
inglés, como una excentricidad. Lo cierto es que el disco figura al día de hoy
como el más robado de la historia de la música argentina, lo que habla muy bien
del manejo del inglés por parte de los pequeños rateros locales). Resumiendo:
al año, el disco en vivo Un supositorio
para el público, y después, el compilado de éxitos Descartes y rarezas. Y entonces la historia conocida: las giras, el
exceso, rehabilitación para el bajista, el año sabático, los rumores de
separación. Una historia de rock es todas las historias de rock. De hecho, el
álbum siguiente, Alguna puta razón para
estar vivo, pareció ser el comienzo del declive. Nadie supo por qué. Ahí
estaban los condimentos de siempre: el título ingenioso (aparentemente Hamilton
pensaba que el súmmum de la gracia y el humor perspicaz era imaginar al
disquero frente a un cliente que preguntara: «Disculpe, ¿tiene alguna puta
razón para estar vivo?»), los stompers
rockeros, la balada a algún amor imposible, el tono erótico, las letras
sugerentes, el tema de cierre de ocho minutos con cinco partes diferentes y
diferenciables. Y sin embargo, las ventas en relación a Steal me if you please (no era justo hacer comparaciones con el
disco en vivo o el compilado) eran decepcionantes: menos de la mitad en el
ámbito local y con una baja del 38 % en todo Latinoamérica.
Fue por entonces cuando
Hamilton decidió escandalizar a la prensa con su nueva persona. En algunas entrevistas comenzó a hablar de sí mismo en
tercera. Se autodenominaba el Führer Blanco
y decía cosas como «Cuando estuvimos de gira por Italia, Hamilton llevó flores
a la tumba de Mussolini», o «Cuando la música termine, Hamilton acabará con
ella». Incluso grabó un ep solista
titulado Are you there, God? It’s me, Hamilton, que contenía
cuatro temas: «Por qué escribo tan buenas melodías», «Por qué me llevo al mundo
por delante», «Por qué soy un destino» y «Rapsodia Burguesa».
—Hice una carrera meteórica,
soy casi millonario, recorrí el mundo. Y ni siquiera tuve que esforzarme
demasiado. Nací con un don: esta voz. Este carisma. Lo lamento mucho por todos
los fracasados de buen corazón que pueblan el mundo. A todos ellos les dejo un
mensaje: compren mi disco, háganse una paja, coman sano.
El último disco de Nutopia
tuvo un sabor profético. Se tituló ¡Detente,
talento! Y como si fuera una invocación cósmica, el talento se detuvo. En
realidad, se trataba de un disco más o menos en la línea del anterior, pero la
novedad ya se había agotado. Las canciones sonaban forzadas, los arreglos
intentaban tapar una notable falta de inspiración para las melodías. El intento
de volver a las fuentes con temas como «Gato
de Schrödinger» y «Decoherencia
cuántica» (cuyo estribillo rezaba
«Cómeme, Átame, Bébeme; quiero ser tu decoherencia cuántica, sí») terminó por
gastar la broma y la prensa especializada fue lapidaria. El bajista fue el
primero en dejar la banda, a lo que Hamilton declaró públicamente en mtv que eso no era gran problema,
«después de todo, nadie sabe ni siquiera para qué sirve un bajista». Luego el
resto de los miembros comenzaron proyectos en paralelo o fueron dispersándose.
Hamilton siguió con su juego mediático.
—Sigo
siendo una estrella, una concentración de inspiración en medio de un desierto
vacío donde reinan los mediocres, porque la mediocridad es lo que puebla el
desierto. La mediocridad es el vacío: yo soy el enema celestial.
J. M. C.
Revista Pelo, #301,
artículo «Róbame si quieres: ¿qué fue de Nutopia?»
(págs. 21-26).
Revista Pelo, #301,
artículo «Róbame si quieres: ¿qué fue de Nutopia?»
(págs. 21-26).
Ni
Nutopia resurgió, ni Hamilton volvió a cantar jamás. De hecho, tampoco
existieron. Ni la banda, ni el cantante, ni los discos. No creas que fue
imaginación desperdiciada. No creas que perdiste el tiempo, por favor.
Solamente
necesitaba contar un relato. No importa que haya sido malo, ¿fue al menos
entretenido? Mientras estaciono en un hotel de Montevideo, la ciudad donde
Martin Amis pasó dos años de su vida británica, pienso que no puedo dejar de
escribir ni un momento. Necesito pasar las hojas en blanco, que corra el
cursor, que no deje de escupir la impresora. Ya habrá tiempo para quemar lo que
no sirva, para pulir aquello rescatable, para encontrar, con algo de suerte,
algún destello de literatura. Los libros salvan. Las novelas impiden suicidios.
Son ventanas que pasan, saltos al vacío que terminan en párrafos y no en la
bahía o la vereda.
Cuando
mi mujer se fue, harta de vivir en esta ciudad a la que nos habíamos mudado por
insistencia de un servidor, decidí que la soledad sería mi refugio y la Gran
Novela, el depositario de todas mis frustraciones (no haber tenido un hijo,
haber cumplido cincuenta años, saber que era incapaz de escribir una Gran
Novela). Pero estoy seco. Por dentro. No tengo nada que decir, no tengo ninguna
visión, carezco de ideas lúcidas que trasciendan el relato ingenioso. Mi
imaginación se reduce a la contemplación del mar y la ilusión de cruzarlo sin
rumbo: de terminar viviendo en una ciudad cuyo idioma sea ruido y cuyo nombre
jamás me sea revelado.
(Vivir junto a George y Lennie,
trabajando la granja, soñando con conejos.)
Antes
de irse, ella dijo que algo se había secado en mí. ¿Mi inspiración, mi talento?
Se rio. Nunca tuviste talento. Lo dijo sin pensarlo, con esa boca que tantas
veces había besado y ahora escupía el veneno atragantado por años de
frustración callada. Luego se fue. No rio con saña, no quiso herirme, eso lo
sé. Casi veinte años había soportado, después de todo, mis jueguitos
intelectuales, esperando resultados mientras mis novelitas terminaban en mesa
de saldos, haciendo ella malabares con su sueldo cuando el dinero me era más
esquivo, acompañándome en cada ceremonia que terminaban siempre con los premios
en otras manos. Éramos dos, pero yo ya estaba solo. Esa soledad de quien sabe
en el fondo que tiene una sola carta que jugar y esa carta es el engaño. Y así
es que se para frente al otro e intenta convencerlo de que se tiene un don. Todo está arreglado. Los concursos. No vende
bien, pero tuvo buenas críticas la novela. Lograrlo es muy fácil si uno
engaña a la persona correcta, que por supuesto es uno mismo. ¿Pero a quién voy
a venderle mis premisas geniales si yo mismo sé que son remedos de mis
lecturas, que mis mejores frases son las que descartan mis colegas?
El
talento es una forma de discriminación, al fin y al cabo. Tantos novelistas,
tantos poetas. Tantos músicos, cantores y dibujantes. Conozco a una escritora,
joven ella, todavía inédita. Me la crucé un par de veces y con emoción me
confió cuánto le habían significado mis libros. Le autografié uno,
especialmente dedicado. Quise ser cortés y algo seductor. Me preguntó si podía
pasarme un cuento suyo, me rindió pleitesía al decirme que una devolución de mi
parte significaría muchísimo para ella. Como un imbécil, llevado por un buen
busto, acepté. Por unos días, las seis hojas impresas descansaron bajo la
botella de whisky nacional que siempre camina entre mi estudio y la cocina.
Como un imbécil decidí que debía darle una mirada al texto, aunque más no fuera
para enviar un mail con un comentario generoso que ayudara a la incipiente
autora a no perder esperanzas. Como un imbécil me sumergí en sus palabras
llenas de vitalidad y frescura. El poder de su prosa mutiló mi sentido crítico.
Morbosa literatura, cargada de entraña y juventud. Construcciones tan
contundentes, algunas de ellas, que enseguida supe que jamás podría volver a
verla. Cómo iba a mirarla a la cara y hacerle una crítica cuando, diamante en
bruto como era, ya albergaba una concepción del mundo que superaba cualquier
cosa que yo hubiera podido intentar. Me quitan la piel los artistas jóvenes con
talento. Tanto tiempo por delante y no lo saben aún. Todos ellos con la
pulsión, incluso algunos con destellos de genio puro, de potencial grandeza.
Detente, talento. No sigas empujando a este hombre avejentado hacia la
perdición. No me transformes en otro fantasma, la ciudad está llena de ellos.
Montevideo es hospitalaria con los fantasmas. Melancólicas esquinas acarician
con dulzura a los desventurados. La humedad del aire resiente mi cuerpo
envejecido, mis años transparentes. Mi nombre se hunde en la sombra agónica
mientras la voz estentórea de un autor veinte años más joven llena mis oídos y
la habitación y me pide que lo salve: porque él es yo y yo soy otro. Escritores
al montón, las palabras se las lleva el viento, autor versus autor, es tu
palabra contra la mía—
Miro
la hora: 3.26 de la mañana. Buenos Aires, 31 de enero de 2011. Llueve en el
patio, las gotas repiquetean en la argamasa y la piedra. El gato duerme en la
cama doble, al otro lado de la pared junto a mi novia, que prefiere que yo me
quede escribiendo hasta tarde así no tenemos que cruzarnos y simular un amor
que ya tiempo atrás dejó de existir. Mío el error: creí que necesitaba escribir
para no escindirme y en realidad buscaba perderme en otras vidas. Cantantes
histéricos, autores melancólicos y abandonados. No se me ocurre nada que se
salga del cliché más penoso. ¿Quién publicaría un collage como este? Me pregunto qué diría yo si alguien me trajera
un relato similar.
Probablemente
pensaría que así todos podríamos ser escritores.
(«Absalón,
Absalón»)
No
hay cuento porque no hay nada que decir. Solo el gesto de picar con los dedos
sobre las teclas, de exigir el retorno de la palabra, de darle forma a algún
personaje, a alguna historia que contenga la huella de este que soy hoy, que ya
mañana será otro. Extraño hacer estallar tu decoherencia cuántica. Quiero una muerte
cerebral psicofántica mientras tu pornobeat sacude mi cuerpo. Ya no sé
despertar tu libido con mis manos. La habitación es una fortaleza
infranqueable. Recuerdo cuando, enamorada, me acusabas de usar «palabras de
escritor» para sacar ventaja de mis cartas. Escribía buenas cartas. Pero ahora
somos un amor mil estrellas mediante. En unos días se cumplirán tres años desde
que elegiste venirte a vivir conmigo. ¿Y qué vamos a festejar? Al menos mi
escritor montevideano podía excusarse en la derrota de la edad. Nuestra
cotidianidad no tiene drama, no tiene conflicto. Es una novela realista moderna
y austera. Deberíamos ganar un premio.
Pienso en ir y asaltarte, tomarte desprevenida. Pero me quedo mirando la lluvia, esperando la aparición majestuosa de algún relámpago.
Existe
la canción «Black hair» de Nick Cave. Está incluida en el disco The Boatman’s call, de 1997. Con un
arreglo básico, despojado, la voz grave y melancólica del cantante va contando
lo que pasó la noche anterior, cuando no podía dejar de contemplar la preciosa
trama del cabello negro de la mujer que dormía a su lado. A cada frase —hay que
reconocerle esto a Hamilton— le inventa una salida que remata con black hair, o her hair was midnight black, o her
hair of deepest black, o black as the
deepest sea. La letra y la morosidad de la voz describen, reescriben, tocan
la ausencia de esa mujer.
Esa mujer que dejó el cuarto a medio vaciar para tomarse un tren hacia el oeste.
Me
la apropio. La pienso viajando, el paisaje que corre al costado, a través de su
ventana. Debajo de sus anteojos negros, sus aires de diva de los años dorados,
la mujer del hermoso cabello negro deja escapar una lágrima. Tiene en sus manos
una novela de espías con el lomo quebrado. Un libro que no lee. Un abrigo negro
de gamuza que no lleva puesto. Unos guantes negros de cuerina para quitárselos
y sentir con las yemas de sus dedos el vidrio frío de la ventana, que es la
forma de acariciar el límite táctil entre lo real y todo lo demás. Todavía no
es 1997, todavía no se ha editado la canción que Cave le escribe y le dedicará
en su próximo disco. Sin embargo, algún tiempo después, algún día, curioseando
en una disquería angloparlante, llevará el álbum a su departamento despojado en
el que vive con un gato negro, negro como su cabello sublime. Escuchará la
canción, la voz que la reclama desde otro tiempo: desde la absurda mañana del
adiós. Invocada, invocada en un millón de copias circulantes que suenan en un
millón de hogares. La voz entonces la ahoga, la inunda, y recién entonces
comprende: aunque se haya ido, parte de ella quedó para siempre atrapada en ese
registro aquella mañana. Y Cave puede tocarla, a años de distancia, amor mil estrellas mediante.
Cansada,
dolida y acariciada se recuesta con el gato en la cama de su casa en Santa
Mónica. Detente, talento, piensa
cuando escucha por tercera vez la temblorosa garganta que recita, casi sin voz,
a modo de final:
today, she took a train to the west.
* Agradecemos especialmente al autor por elegirnos para publicar por primera vez este cuento.
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