Por Rafael Courtoisie *
1. EL FILÓSOFO
¿Y esas piedras contiguas, caídas,
rozándose inmóviles en el fondo del
mismo pozo?
Vos
no me vas a joder, Poeta. Yo conozco a los tipos como vos, los periodistas:
prenden el grabadorcito, registran todo, la desgracia con sus gotitas de plomo,
el pelo sucio de la muerte, la mugre de la vida, y después van a la casa, o a
la sala de redacción, tranquilos, prenden un puchito y se ponen a desgrabar.
Arman el cuento, acomodan las palabras, las que quedan mejor, las más saltonas,
esas que se meten en los ojos del
que lee y goza con la miseria ajena. Después se van al bar de la esquina y se
toman una con los amigos, para festejar. Hijo de perra, eso es lo que sos,
Poeta. Por venirme a preguntar. Vos y todos los demás: una gran mierda. ¿Qué
les importa, decime, qué les importa lo que pasó? ¿Cómo vas a poner en palabras
el vacío, lo que no está? No, no es un tango. Es un concepto.
Mirá, Poeta. Cuando vos te acercás a una
mujer, te acercás a una idea completa, a un absoluto. Es como un pozo lleno de nada que te atrae, que
te chupa con su vacío. Esa es la explicación.
La gente se cree que se trata de sexo, pero
el sexo no tiene nada que ver con eso: es metafísica, filosofía pura. Amor a la
sabiduría, que es la nada. Lo que no se puede tener ni entender. Yo la veía
desde hacía tiempo. Vos me viste dos o tres veces con ella, al salir de
Humanidades. Vos la conocías de antes, capaz que hasta te habías acostado con
ella, hijo de perra. Pero eso no importa, no me importa. Sé que ella te había
prestado El ser y el tiempo. Me lo
comentó en el boliche y yo le dije: «tené cuidado con el Poeta porque te
devuelve los libros todo marcados, llenos de anotaciones, de gusanitos
dibujados con lápiz hb, difícil de
borrar». Ella se rio. Y entonces lo vio por primera vez. Entendeme: vio el
vacío. No sé si vos te la hiciste o no, pero estoy seguro de que no te diste
cuenta, te pasó desapercibido; si no, no estarías aquí. Era un abismo. Un algo,
una nada. Y sonreía. Me atrajo, me atrajo como
una cornisa a los que sufren vértigo. La vi desde
arriba y quise caer, quise caer ahí, en ese pozo cálido, vaciarme.
La primera vez casi no pasó nada. Pura
calentura, no había metafísica. Se me puso como un fierro y fuimos corriendo al mueble
de Tristán, al «Toldito», y la tiré en la cama y fue rápido y se repitió. Ella olvidó
unos apuntes de Epistemología y tuvimos que volver más tarde, a rescatarlos. El
encargado de turno se había puesto a leer, entre montañas de sábanas sudadas y pilas
de toallitas y profilácticos, acerca del
obstáculo cognitivo. A ella le dio un ataque de risa y ahí le vi el vacío puro
de nuevo. Se me patentizó. Ya no era un cuerpo, ya no era carne, ya no era el
par de buenas tetas que vos estrujaste, ni siquiera ese olorcito a vida que
tenía vos sabés dónde. Era un concepto. Una idea profunda, hondísima. Salimos y
la acompañé hasta la casa. No me animé a nada. Pero no pongas que fue un crimen
pasional, como
esos periodistas perversos. Poné que fue por perseguir una quimera. Que fue un
crimen griego. Una patentización del
ente.
Después lo hicimos normalmente durante
varias semanas, hasta que ocurrió el desenlace. Fue en mi casa. También ese día
estábamos muy calientes y primero todo fue rápido, pero después me costó más. Y
fue en esa segunda instancia que me dio tiempo de entenderlo. Ya con una
calentura más lenta y firme, mientras ella desplegaba su arte, sentí que toda
mi esencia se iba acumulando en esa dureza. Ella se subió y se sentó en la
punta, como
sobre un pensamiento. Yo pensaba con esa parte de mí, ¿me entendés? Pensaba con
la punta, desde dentro de ella, desde dentro del vacío. Y me dieron vértigo todas las
cosas que veía: mi casa, las paredes que me rodeaban, la edición en rústica de
la obra de Kant, el vaso, el espejo, la pila de semanarios ajados, el condón
del primer polvo, la leche como un pequeño coágulo de mi propia nada agriándose
dentro de su bolsa de látex, los lentes, la bombacha que ella había colocado a
modo de estandarte sobre un cuerno de la silla, mi espanto reflejado en los
ojos que subían y bajaban, firme, tumular, mi espanto duro bien clavado en el
cuerpo livianísimo de ella.
Y me
vacié.
Después ya sabés. Fue enseguida. Los
detalles morbosos los encontrás en el diario de anteayer. Hice una narración
completa. A vos te doy la explicación verdadera sobre el sujeto no predicable:
me salvé por un pelito de desaparecer en su vacío. Ya sabés: no se puede decir
nada sobre la nada. Pero lo vi muy claro, lo llegué a ver como
uno se imagina que puede ver a Dios, como
una idea que deviene en el corpus de la filosofía hegeliana.
No sé, como una muerte perfecta, absoluta. Hago lo
imposible por hacerte entender. Sí. Contá lo que quieras, pero no me jodas ni me
hagas tener ilusiones: me esperan días y días de encierro para entenderlo todo
y para terminar de huir de eso que casi me atrapó y que hice desaparecer de
golpe, absurdamente, como
si se hubiera tratado de una condición humana.
Sí, podés publicar el reportaje a página
entera con mi foto.
Pero en la próxima visita no te vayas a
olvidar: además de cigarrillos, traeme a Heidegger. Sí, a Heidegger: el
ejemplar que a ella nunca le devolviste.
2. LA LUNA ROJA
Mi primera menstruación fue inolvidable.
Recuerdo una circunferencia roja, bien viva y húmeda, que se había hecho en la sábana
de mi cama. Mamá me dijo: «ahora ya está, ahora ya podés hacerlo, pero tenés
que cuidarte». Y desde ese día lo hago y no me cuido. ¿Sabés cuantas
menstruaciones hay en un año?: trece.
Trece menstruaciones justitas. Por eso vino
un hijo de puta machista y dijo que ese es un número de mala suerte, un número fatídico.
Inventaron lo de los trece apóstoles y
la última cena, lo de la traición de Judas y mil mentiras más. Y en vez de la verdadera
sangre hablaron de esa otra, distinta, que viene del vino cuando se transforma, y que anuncia
no el placer sino el sacrificio. Pero las menstruaciones echan a andar el
mundo, mantienen la fertilidad de la tierra, hacen girar el planeta alimentado
con la luna que como
un óvulo nuevo se hace cada veintiocho días, se pone a punto y madura. Es la
mecánica de los ciclos, es el silencio de saberse sangrando y que los perros de
toda la cuadra se den cuenta cuando pasás, y sentir ese orgullo por donde
transcurren todas las cosas, el juguito de color remolacha por la puertas de la
vida. El líquido del
mundo. Y esos calambres con sabor a metal que a veces te vienen. Vos no podés imaginar
su fineza, como si fueran destellos de un juego labrado de utensilios,
cubiertos hechos de una plata finísima, cuchillos, tenedores y cucharas que
brillan en lo profundo y en lo oscuro y te estrujan algo dentro del cuerpo,
como si ese algo fuera un manjar imposible y sintieras los jugos sobre la hoja
del cuchillo de plata, la mora bien madura del óvulo deshaciéndose, la nube de sus
membranas, dulzona, puesta a punto. Es todo frutal, más cerca del
reino sereno de las plantas que de la ferocidad animal empapada de humores
dañinos, pero seca en el fondo, dentada, ósea como el carozo de la muerte.
Más cerca de las flores, de los tallos, del
obrar de los pistilos, en contacto con la tierra y con la tierra del cielo, con
la humedad oscura, con el humor púrpura que se ennegrece y cuyo olor extraña a
todas la bestias del mundo y hace huir a los pájaros carnívoros, pues saben que
el misterio de la creación está ocurriendo.
Es como
un barro perfecto, un barro de vida que viene de lo hondo de la carne, para
testimoniar. Es un naufragio, es la ola de un naufragio que arrastra algunos de
sus despojos sólidos, innombrables y densos, pero también es una savia
perpetua, periódica, llena de propiedades curativas y anunciadora del placer y
las crecientes, es un mundo líquido, un oleaje de un mar que enrojece todavía
más los labios mayores y los hincha, los engrosa, y hace que los menores, al expandirse,
presenten ese clima bacilar que los entibia. Es el momento mejor de la marea.
Es la pleamar, por el color de la luna.
Por eso te pido que me lamas.
3. PREGUNTAS
¿Vos sabés cómo lo hacen las hormigas? ¿Y
los osos? ¿Cómo lo hacen los osos? ¿Te imaginás ese amor pesado, ese amor de
tapado de piel vivo, de grandes cuerpos desprendiendo calor y agigantándose,
aprovechando toda la energía de la noche invernal y vertiéndola en horas de
amor que en realidad son apenas segundos de apareamiento en la memoria del
bosque? ¿Y los canguros? Yo me imagino a la hembra danzando, saltando para aquí
y para allá por la inmensa pradera australiana, esquivando boomerangs, esquivando inmigrantes, buscando las cavernas más
profundas, los lugares más remotos de la estepa para tener calma. Me imagino la
fronda de un bosque de eucaliptos y ellos allí, saltarines, haciéndolo. En ese
momento, ¿qué llevará la hembra del
canguro en la bolsa?, ¿qué pensamientos de marsupial, de criatura desproporcionada,
de bestia risible y aturdida? Pienso en el amor entre canguros. En el canguro
macho boxeando con otro, peleando por la hembra, en el canguro macho
cortejándola, así, así, a los saltos. En el mamífero exhausto que después de
hacerlo fue baleado desde lejos y la carne vendida, convertida por los chinos
en hamburguesa perfecta, en alimento de gatos.
¿Cómo amarán los gatos alimentados por esa carne de
canguro? ¿Se harán más atrevidos?, ¿saltarán del
exceso de un tejado para caer en el exceso de la muerte, que quizás para ellos
sea otra forma del
amor? Despertar con los maullidos de la hembra dolorida de placer y
confundirlos afuera, en la oscuridad de la calle, con gritos humanos.
¿Y las víboras? ¿Alguien pensó en el amor
de las víboras, en ese sacudirse largo que no tiene otro sentido que el
bíblico, en esa linealidad curva, en esos ejes de tiempo que puestos el uno
sobre el otro, el uno al lado del otro reproducen el gesto absurdo, el gesto
inútil de la naturaleza por imitarse a sí misma, algo así como una caligrafía
de eses, de ssssssssssss en la arena del desierto, un amor de veneno y de
colmillo y de escamas?
También es posible pensar en los árboles,
en la polinización, en ese amor a distancia, en ese eyacular al viento de los
órganos de las copas de ciertos vegetales, en el semen del polen llevado por
las patas de las abejas, por los pelos de las moscas, por los gusanos voladores
que se posan entre los órganos lúbricos como un intermediario propicio y
matutino.
¿Y el amor de los topos, subterráneo,
oscuro, ensimismado en su miopía, un amor de uñas de la hembra clavadas en
tierra, uñas cavadoras, delgados apéndices córneos que se hunden en el
tegumento de la cueva, entre fibras de las raíces, en sacudidas de un placer
que nadie más que ellos, que sólo ellos, los topos en su pequeña condición, los
tibios topos, pueden entender?
¿Y el amor inanimado de las prendas, de una
a otra pierna de un viejo pantalón abandonado, de un guante a otro guante, del brazo de un saco a
su homólogo? Pero esos son amores velados por la igualdad quiral, simétrica,
inoportuna, son los amores de lo semejante, donde la penetración puede alcanzar
su simulacro sólo para comprobar la identidad imposible que pierde a todas las
cosas.
¿Y el amor colectivo, la orgía de las
bacterias que constantemente lo hacen intercambiando información y partes,
fragmentos de una a otra como
extrañas palabras anochecidas, flotantes?
* Agradecemos al autor la gentileza de permitirnos publicar este cuento.
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