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febrero 27, 2013

 Tres al hilo 

Por Rafael Courtoisie *


1. EL FILÓSOFO

Vos no me vas a joder, Poeta. Yo conozco a los tipos como vos, los periodistas: prenden el grabadorcito, registran todo, la desgracia con sus gotitas de plomo, el pelo sucio de la muerte, la mugre de la vida, y después van a la casa, o a la sala de redacción, tranquilos, prenden un puchito y se ponen a desgrabar. Arman el cuento, acomodan las palabras, las que quedan mejor, las más saltonas, esas que se meten en los ojos del que lee y goza con la miseria ajena. Después se van al bar de la esquina y se toman una con los amigos, para festejar. Hijo de perra, eso es lo que sos, Poeta. Por venirme a preguntar. Vos y todos los demás: una gran mierda. ¿Qué les importa, decime, qué les importa lo que pasó? ¿Cómo vas a poner en palabras el vacío, lo que no está? No, no es un tango. Es un concepto.

Mirá, Poeta. Cuando vos te acercás a una mujer, te acercás a una idea completa, a un absoluto. Es como un pozo lleno de nada que te atrae, que te chupa con su vacío. Esa es la explicación.
La gente se cree que se trata de sexo, pero el sexo no tiene nada que ver con eso: es metafísica, filosofía pura. Amor a la sabiduría, que es la nada. Lo que no se puede tener ni entender. Yo la veía desde hacía tiempo. Vos me viste dos o tres veces con ella, al salir de Humanidades. Vos la conocías de antes, capaz que hasta te habías acostado con ella, hijo de perra. Pero eso no importa, no me importa. Sé que ella te había prestado El ser y el tiempo. Me lo comentó en el boliche y yo le dije: «tené cuidado con el Poeta porque te devuelve los libros todo marcados, llenos de anotaciones, de gusanitos dibujados con lápiz hb, difícil de borrar». Ella se rio. Y entonces lo vio por primera vez. Entendeme: vio el vacío. No sé si vos te la hiciste o no, pero estoy seguro de que no te diste cuenta, te pasó desapercibido; si no, no estarías aquí. Era un abismo. Un algo, una nada. Y sonreía. Me atrajo, me atrajo como una cornisa a los que sufren vértigo. La vi desde arriba y quise caer, quise caer ahí, en ese pozo cálido, vaciarme.

La primera vez casi no pasó nada. Pura calentura, no había metafísica. Se me puso como un fierro y fuimos corriendo al mueble de Tristán, al «Toldito», y la tiré en la cama y fue rápido y se repitió. Ella olvidó unos apuntes de Epistemología y tuvimos que volver más tarde, a rescatarlos. El encargado de turno se había puesto a leer, entre montañas de sábanas sudadas y pilas de toallitas y profilácticos, acerca del obstáculo cognitivo. A ella le dio un ataque de risa y ahí le vi el vacío puro de nuevo. Se me patentizó. Ya no era un cuerpo, ya no era carne, ya no era el par de buenas tetas que vos estrujaste, ni siquiera ese olorcito a vida que tenía vos sabés dónde. Era un concepto. Una idea profunda, hondísima. Salimos y la acompañé hasta la casa. No me animé a nada. Pero no pongas que fue un crimen pasional, como esos periodistas perversos. Poné que fue por perseguir una quimera. Que fue un crimen griego. Una patentización del ente.

Después lo hicimos normalmente durante varias semanas, hasta que ocurrió el desenlace. Fue en mi casa. También ese día estábamos muy calientes y primero todo fue rápido, pero después me costó más. Y fue en esa segunda instancia que me dio tiempo de entenderlo. Ya con una calentura más lenta y firme, mientras ella desplegaba su arte, sentí que toda mi esencia se iba acumulando en esa dureza. Ella se subió y se sentó en la punta, como sobre un pensamiento. Yo pensaba con esa parte de mí, ¿me entendés? Pensaba con la punta, desde dentro de ella, desde dentro del vacío. Y me dieron vértigo todas las cosas que veía: mi casa, las paredes que me rodeaban, la edición en rústica de la obra de Kant, el vaso, el espejo, la pila de semanarios ajados, el condón del primer polvo, la leche como un pequeño coágulo de mi propia nada agriándose dentro de su bolsa de látex, los lentes, la bombacha que ella había colocado a modo de estandarte sobre un cuerno de la silla, mi espanto reflejado en los ojos que subían y bajaban, firme, tumular, mi espanto duro bien clavado en el cuerpo livianísimo de ella.

Y me vacié.

Después ya sabés. Fue enseguida. Los detalles morbosos los encontrás en el diario de anteayer. Hice una narración completa. A vos te doy la explicación verdadera sobre el sujeto no predicable: me salvé por un pelito de desaparecer en su vacío. Ya sabés: no se puede decir nada sobre la nada. Pero lo vi muy claro, lo llegué a ver como uno se imagina que puede ver a Dios, como una idea que deviene en el corpus de la filosofía hegeliana.

No sé, como una muerte perfecta, absoluta. Hago lo imposible por hacerte entender. Sí. Contá lo que quieras, pero no me jodas ni me hagas tener ilusiones: me esperan días y días de encierro para entenderlo todo y para terminar de huir de eso que casi me atrapó y que hice desaparecer de golpe, absurdamente, como si se hubiera tratado de una condición humana.

Sí, podés publicar el reportaje a página entera con mi foto.

Pero en la próxima visita no te vayas a olvidar: además de cigarrillos, traeme a Heidegger. Sí, a Heidegger: el ejemplar que a ella nunca le devolviste.


2. LA LUNA ROJA

Mi primera menstruación fue inolvidable. Recuerdo una circunferencia roja, bien viva y húmeda, que se había hecho en la sábana de mi cama. Mamá me dijo: «ahora ya está, ahora ya podés hacerlo, pero tenés que cuidarte». Y desde ese día lo hago y no me cuido. ¿Sabés cuantas menstruaciones hay en un año?: trece.

Trece menstruaciones justitas. Por eso vino un hijo de puta machista y dijo que ese es un número de mala suerte, un número fatídico. Inventaron lo de los trece apóstoles  y la última cena, lo de la traición de Judas y mil mentiras más. Y en vez de la verdadera sangre hablaron de esa otra, distinta, que viene del vino cuando se transforma, y que anuncia no el placer sino el sacrificio. Pero las menstruaciones echan a andar el mundo, mantienen la fertilidad de la tierra, hacen girar el planeta alimentado con la luna que como un óvulo nuevo se hace cada veintiocho días, se pone a punto y madura. Es la mecánica de los ciclos, es el silencio de saberse sangrando y que los perros de toda la cuadra se den cuenta cuando pasás, y sentir ese orgullo por donde transcurren todas las cosas, el juguito de color remolacha por la puertas de la vida. El líquido del mundo. Y esos calambres con sabor a metal que a veces te vienen. Vos no podés imaginar su fineza, como si fueran destellos de un juego labrado de utensilios, cubiertos hechos de una plata finísima, cuchillos, tenedores y cucharas que brillan en lo profundo y en lo oscuro y te estrujan algo dentro del cuerpo, como si ese algo fuera un manjar imposible y sintieras los jugos sobre la hoja del cuchillo de plata, la mora bien madura del óvulo deshaciéndose, la nube de sus membranas, dulzona, puesta a punto. Es todo frutal, más cerca del reino sereno de las plantas que de la ferocidad animal empapada de humores dañinos, pero seca en el fondo, dentada, ósea como el carozo de la muerte.

Más cerca de las flores, de los tallos, del obrar de los pistilos, en contacto con la tierra y con la tierra del cielo, con la humedad oscura, con el humor púrpura que se ennegrece y cuyo olor extraña a todas la bestias del mundo y hace huir a los pájaros carnívoros, pues saben que el misterio de la creación está ocurriendo.

Es como un barro perfecto, un barro de vida que viene de lo hondo de la carne, para testimoniar. Es un naufragio, es la ola de un naufragio que arrastra algunos de sus despojos sólidos, innombrables y densos, pero también es una savia perpetua, periódica, llena de propiedades curativas y anunciadora del placer y las crecientes, es un mundo líquido, un oleaje de un mar que enrojece todavía más los labios mayores y los hincha, los engrosa, y hace que los menores, al expandirse, presenten ese clima bacilar que los entibia. Es el momento mejor de la marea.

Es la pleamar, por el color de la luna.

Por eso te pido que me lamas.


3. PREGUNTAS

¿Vos sabés cómo lo hacen las hormigas? ¿Y los osos? ¿Cómo lo hacen los osos? ¿Te imaginás ese amor pesado, ese amor de tapado de piel vivo, de grandes cuerpos desprendiendo calor y agigantándose, aprovechando toda la energía de la noche invernal y vertiéndola en horas de amor que en realidad son apenas segundos de apareamiento en la memoria del bosque? ¿Y los canguros? Yo me imagino a la hembra danzando, saltando para aquí y para allá por la inmensa pradera australiana, esquivando boomerangs, esquivando inmigrantes, buscando las cavernas más profundas, los lugares más remotos de la estepa para tener calma. Me imagino la fronda de un bosque de eucaliptos y ellos allí, saltarines, haciéndolo. En ese momento, ¿qué llevará la hembra del canguro en la bolsa?, ¿qué pensamientos de marsupial, de criatura desproporcionada, de bestia risible y aturdida? Pienso en el amor entre canguros. En el canguro macho boxeando con otro, peleando por la hembra, en el canguro macho cortejándola, así, así, a los saltos. En el mamífero exhausto que después de hacerlo fue baleado desde lejos y la carne vendida, convertida por los chinos en hamburguesa perfecta, en alimento de gatos.

¿Cómo amarán los gatos alimentados por esa carne de canguro? ¿Se harán más atrevidos?, ¿saltarán del exceso de un tejado para caer en el exceso de la muerte, que quizás para ellos sea otra forma del amor? Despertar con los maullidos de la hembra dolorida de placer y confundirlos afuera, en la oscuridad de la calle, con gritos humanos.

¿Y las víboras? ¿Alguien pensó en el amor de las víboras, en ese sacudirse largo que no tiene otro sentido que el bíblico, en esa linealidad curva, en esos ejes de tiempo que puestos el uno sobre el otro, el uno al lado del otro reproducen el gesto absurdo, el gesto inútil de la naturaleza por imitarse a sí misma, algo así como una caligrafía de eses, de ssssssssssss en la arena del desierto, un amor de veneno y de colmillo y de escamas?

También es posible pensar en los árboles, en la polinización, en ese amor a distancia, en ese eyacular al viento de los órganos de las copas de ciertos vegetales, en el semen del polen llevado por las patas de las abejas, por los pelos de las moscas, por los gusanos voladores que se posan entre los órganos lúbricos como un intermediario propicio y matutino.

¿Y el amor de los topos, subterráneo, oscuro, ensimismado en su miopía, un amor de uñas de la hembra clavadas en tierra, uñas cavadoras, delgados apéndices córneos que se hunden en el tegumento de la cueva, entre fibras de las raíces, en sacudidas de un placer que nadie más que ellos, que sólo ellos, los topos en su pequeña condición, los tibios topos, pueden entender?

¿Y el amor inanimado de las prendas, de una a otra pierna de un viejo pantalón abandonado, de un guante a otro guante, del brazo de un saco a su homólogo? Pero esos son amores velados por la igualdad quiral, simétrica, inoportuna, son los amores de lo semejante, donde la penetración puede alcanzar su simulacro sólo para comprobar la identidad imposible que pierde a todas las cosas.
¿Y el amor colectivo, la orgía de las bacterias que constantemente lo hacen intercambiando información y partes, fragmentos de una a otra como extrañas palabras anochecidas, flotantes?

¿Y esas piedras contiguas, caídas, rozándose inmóviles en el fondo del mismo pozo?


Agradecemos al autor la gentileza de permitirnos publicar este cuento.

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