La última
en irse siempre era Francisca. Ensayaba alguna excusa para retrasarse y, en vez
de salir con el grupo de alumnos, se quedaba hojeando algún libro de la
biblioteca, prometiendo alcanzarlos después. Porque, él sabía, después se iban
a un café a conversar y ese era el único taller literario al que asistían. Se
pasaban libros, se criticaban entre sí, lo criticaban a él, a su manera de
arrastrar la ene que no podía clausurar a tiempo; una melodía nasal,
desenvainada entre escritores, que lo volvía particular. Pero los alumnos
todavía no tenían la mirada pretenciosa del colega, esa que disculpaba la
exageración porque la reconocía también como propia.
Francisca entonces, cuando volvía del pasillo, de
abrirle la puerta de calle a los otros. Francisca sentada en una de las seis
sillas alrededor de la mesa donde los ceniceros se llenaban. Con las piernas
cruzadas, acariciándose el pelo por el costado, echándoselo sobre su hombro
izquierdo. No se la había cojido, ni una vez. De tanto ofrecimiento vacuno,
Francisca lo había asqueado. El juego, además, subsistiría mientras no la
tocase. Una vez quebrada esa valla, Francisca no iba a volver al taller. Podía
proyectarlo: iba a dejar de quedarse a deshora y, en algún momento, iba a llamarlo
por teléfono para decirle que los horarios se le complicaban, que no podía
pagar, que había conseguido un nuevo trabajo. Algo así, una excusa de las que
sabía de memoria.
Cuando un alumno lo llamaba para dejar de asistir, él podía preverlo con
la primera línea de diálogo. Se había vuelto muy exacto en estas adivinaciones.
Hacía poco más de un año que Francisca estaba yendo al taller. No sabía
bien cómo había terminado por arrogarse la potestad de someterlo a una hora,
dos horas a veces, más de clase. Aunque no eran clases.
Francisca le hacía preguntas, muchísimas. Preguntas insólitas, preguntas
de revista Cosmopolitan. Que quién era su autor favorito, que cómo se
predisponía a escribir, que cuál era su comida favorita. Abría la boca y dejaba
salir pájaros con pico de pato; pájaros que no podían levantar vuelo por el
peso de su pico. Se reía de todo, de cualquier respuesta que él diese. Se reía
como tironeando de un carromato, haciendo fuerza de caballo.
Él le ofrecía café, sólo para poder tomarse uno también. Con el ingreso
infinitesimal que lograba de los alumnos, las liquidaciones por los libros y
algunas colaboraciones periodísticas, apenas podía costear ofrecerles mate en
clase.
Francisca, entonces, se sentía bienvenida. Lo
cierto es que él jamás hizo nada para echarla, aunque durante todo el tiempo en
que ella permanecía en su casa se sentía incómodo. Las preguntas que Francisca
armaba y le entregaba no eran para él. Eran preguntas para estrellas de cine,
preguntas para vedettes. Preguntas para escritores exitosos, y él no lo era. De
algún modo, echarla de una buena vez por todas de su casa era hacerse cargo de
eso.
Había notado que a sus compañeros no les caía del todo simpática. Un
poco, suponía, por envidia –o eso quería creer. Ellos, probablemente,
imaginaban que él sí se la estaba cojiendo. Otro poco porque Francisca estaba
absolutamente loca; loca con esa voracidad insidiosa que tenía. Un lastre
acechando entre sillas vacías. Era una locura vehemente, casi violenta. Durante
las clases participaba poco y apenas leía. La mayor parte de las veces llegaba
sin la consigna hecha, y se limitaba a fumar despaciosamente en una esquina,
jugando con la gata.
A Raimonda no le caía bien Francisca, pero ella insistía en acariciarla
y subírsela a las piernas. Uno podía ver, sin demasiado indagar, que la gata
quería bajarse. Que la arañaba, inclusive. Pero Francisca la rodeaba con las
manos firmes y la sometía a su cariño. Una tortura de amor.
Tenía dos o tres buenos alumnos; el resto eran desechables, y era
cuestión de tiempo que se diesen cuenta solos. Tenía uno, además, que era mejor
que él. Mucho mejor que él. Le hubiese encantado poder echarlo sin dar
explicaciones.
Francisca había leído todos sus libros, y eso era un gran logro. Muchos
de ellos no habían vuelto a reeditarse y se encontraban únicamente usados o en
mesas de saldos. Por eso jamás entraba a las librerías: no quería encontrarse
entre las sobras. Que ella los hubiese rastreado, encontrado y leído constituía
el sacrificio más grande que algún lector hubiese hecho por él jamás. ¿Podía
ahuyentarla? ¿No sería eso ahuyentar a la única persona en el mundo que lo
había leído, que se interesaba por su obra? Le daba miedo Francisca, pero no la
quería lejos.
Sabía de memoria pasajes completos de sus
novelas. A veces se los recitaba y le preguntaba por ellos; preguntas
complicadas, plegadas sobre sí mismas. Él intentaba responder como quien quiere
hacer sonar una armónica sin saberla usar. Confundía las notas y hacía ruido.
Sólo soplaba palabras para que Francisca riese y se quedase un poco quieta.
Podía pasar varios minutos en silencio, minutos en los que él imaginaba excusas
para hacerla salir de su casa.
Vivía en un dos ambientes ridículo de chico. En el primer cubo del
departamento daba clases, en el restante dormía. Los libros ocupaban toda la
casa. Odiaba que le hurgaran la biblioteca. Francisca escarbaba entre sus
tomos, los desordenaba, los tomaba sin pedir permiso y leía en voz alta. –¿Cuándo
leíste este libro?– Tenía por norma
declarada a sus alumnos que él no hacía préstamos. Cuando había empezado a dar
talleres sí lo hacía, y entonces había perdido varios ejemplares. Recordaba
perfectamente un Salinger que jamás había vuelto a conseguir.
Se había divorciado hacía tantos años que no se acordaba del segundo
apellido de su ex mujer. Pero no, no se la había cojido ni una vez. Francisca,
de todas maneras, jamás se le había ofrecido literalmente, con el cuerpo.
Él no iba a encamarse con ella: primero, porque le tenía miedo; segundo,
porque ya no se le paraba. Hacía meses que tomaba un antidepresivo fulminante.
No se acordaba de la última vez que había sufrido
una erección. Tercero, porque de lograr una, sabía que jamás podría cojérsela
igual de bien que escribía. Y ella iba a terminar por confundirlo todo y
trasladar la derrota a sus libros.
La odiaba, con toda la fuerza de sus talones
haciendo ruido bajo la mesa. Como tomando carrera para pegarle una patada en la
frente.
–¿Qué estás escribiendo?–, preguntaba,
sin variar el timbre, cada vez.
Y él no estaba escribiendo. Hacía muchos años que ya no escribía. No
podía decirle eso. Ni a ella, ni a sus alumnos, que terminarían por esfumarse
si no se diluían antes por otros motivos.
Desde que había ganado cierto premio, no escribía. Eso había sido letal
en su literatura. No porque considerase que el trabajo del escritor permanecía
a resguardo de intereses profanos cuando inédito o impago. No porque la presión
de los críticos le hubiese hecho rechinar los dientes.
No escribía porque sabía que no se había merecido el premio. Que lo
habían elegido por no elegir a otro tipo que había quedado finalista, como él,
pero a último momento había tenido una discusión con uno de los jurados. Y que
había quedado finalista porque, según le había confesado una noche una
escritora amiga borracha –a quien sí se hubiera cojido de buena gana–, se había
traspapelado su novela entre las otras.
Para lo único que le había servido el premio: los alumnos. Desde que en
el suplemento cultural del diario local habían publicado su nombre cientos de
jóvenes, como Francisca, habían querido tomar su taller.
No podía decirles mucho; escribir se había vuelto para él algo tan
lejano como jugar a la soga. No se acordaba bien de cómo se hacía eso de
mantener el equilibrio a la vez que se saltaba. De seguir el tempo de la soga
chasqueando en la vereda y levantar los pies en el momento justo.
Se limitaba a escucharlos y a opinar, por lo general, con menos gloria
que los propios alumnos. Cada vez, por otra parte, eran menos. Conforme pasaban
los años y él seguía sin publicar nada nuevo, el flujo decrecía.
Las preguntas de Francisca, entonces, se le presentaban como un reclamo.
Uno que, además, recibía como legítimo. Ella parecía ser la última persona en
la tierra que esperaba algo de él.
Un día Francisca faltó a clase sin avisar antes por teléfono. No era su
costumbre. Sus compañeros casi celebraron la elipsis. Jamás faltaba.
Después de despedir al grupo se sentó frente a la computadora. Nada.
Quiso escribir. Intentó completar la consigna que les había dado esa misma
tarde a sus propios alumnos y no pudo.
Raimonda permanecía arrumbada al fondo del sillón, como una piedra
brillante. Levantó los ojos y lo miró. Se acercó a él, maulló un poco. Le dejó
leche en el tazón. Salió al patio interno, miró hacia arriba. Los departamentos
se sucedían como estanques grises, apenas llegaba a ver el cielo: un recorte
plomizo atrás de las cosas. Iba a llover, lo sentía en los huesos.
Prendió el televisor. No tenía cable, y la imagen que el aparato le
devolvía estaba cruzada por líneas de hormiga. Alcanzó a encontrar una figura
de mujer hablando en el noticiero. La voz de la periodista retumbaba entre los
libros, recortada por la falla en la señal. La gata volvió a su puesto. Apagó
el televisor.
Volvió a hasta donde estaba la computadora. La dejaba prendida cuando
sus alumnos venían, en un archivo en blanco de Word, para que creyesen que lo
encontraban trabajando. Una línea corta y negra titilaba al inicio del
documento, como una señal de tránsito.
¿Por qué no había venido Francisca? No dejaba de preguntárselo. Le
dolían los huesos, la humedad. Sacó un libro de la biblioteca e intentó leer.
No se acordaba de haber terminado ese libro. No recordaba la trama, el engrudo
de la historia. El libro estaba apagado entre sus recuerdos. Lo devolvió a su
puesto y sacó el siguiente. Lo mismo. Estuvo varias horas excavando en su
biblioteca con igual resultado. Nada: no recordaba nada. Se dio cuenta de que
no recordaba ni siquiera el último libro que había leído.
Tuvo hambre y cocinó unas salchichas con puré instantáneo. Cenó sobre el
escritorio, entre los libros que apilaba en los esquineros y que cuidadosamente
recambiaba para dar la impresión de estar leyéndolos.
El humo que los alumnos habían dejado levitando no terminaba de irse; la
puerta ventana que daba al patio interno estaba abierta, pero el aire no
corría. El aire era una melaza agria que se le pegaba a la piel.
¿Dónde estaría Francisca ahora? Decidió llamarla. Después de todo, se
sentía con derecho. Hizo sonar el celular varias veces sin que nadie atendiese.
En tres oportunidades el contestador automático capturó los pocos centavos que
le quedaban de crédito. No le dejó ningún mensaje.
Intentó dormirse, sin lograrlo. Hacia las dos de la mañana decidió
levantarse de la cama, tomar algo fresco. Sacó una botella de gaseosa rellena
con agua y tomó del pico, en calzoncillos. Tenía gusto a cosa podrida, a carne
pasada.
¿Dónde estaba Francisca? ¿Por qué no había venido? El pelo largo de su
alumna se le aparecía, un manojo oscuro en lo oscuro. Se la tendría que haber
cojido, pensó. Francisca se había cansado y no iba a volver. Se la tendría que
haber cojido repetidas veces. ¿Cómo no le había devuelto el llamado, todavía?
Ni siquiera un mensaje de texto.
Se vistió: se puso un jean que no lavaba hace tiempo y una remera raída
en las axilas. Salió a la calle. Apenas pasaban algunos taxis en la avenida que
cortaba con su vereda. Caminó hasta la estación de servicio y compró
cigarrillos y una tarjeta telefónica. Volvió a su casa.
Raspó el dorso de la tarjeta con una cucharita. La laca gris se deshizo
y se le pegoteó en los dedos. Se limpió contra la lona del pantalón, estrellas
grises contra el azul. Cargó el crédito y volvió a marcar el teléfono de
Francisca. No atendió la primera, ni la segunda vez. La tercera vez dejó que su
voz abriera un hueco en el oído de Francisca.
–Hola, Francisca, soy yo, bueno, quería saber por qué, en realidad
quería saber si te había pasado-
Cortó. Se sentía un idiota. ¿Cómo iba a saber ella quién era «Yo»?
¿Había tanto entre ellos como para un «Hola, Francisca, soy yo»? ¿Quién era él,
además? ¿Dónde estaba el Escritor que Francisca quería cojerse?
Volvió a la cocina, se preparó un café. No le quedaba más y vertió el
agua de la pava directamente sobre el tarro, para aprovechar los restos
marrones que se escondían contra el vidrio. El calor del agua bajó por su
garganta y se alojó en su estómago. ¿Quién se pensaba que era esta pendeja?
¿Que podía no atenderle el teléfono, a él? ¿Cómo se le había ocurrido?
Volvió a llamar. Eran las cuatro de la mañana. Dejó otro mensaje:
–Francisca, yo de nuevo. Nada, la verdad me sorprende mucho tu actitud,
pensé que-
Cortó. ¿Con qué derecho? ¿Eran las cuatro de la mañana? ¿Su biblioteca
estaba vacía? La computadora seguía encendida. La luz celeste regurgitaba entre
las sombras. Las luces restantes estaban apagadas para no atraer bichos.
Sí, definitivamente: se la tendría que haber cojido cada vez, varias
veces por visita. Empezaba a pensar que debía ponerse de novio con Francisca.
Traérsela a vivir a su casa. Después de todo, era una chica joven y para nada
fea. Un poco lánguida, y con las caderas algo desproporcionadas. Pero joven, y
lo amaba. Lo amaba, sí, aunque hoy no hubiese aparecido en clase. Estaba seguro
de eso. Estaba alucinada con él, lo adoraba. Se lamentó de haberle negado un
prólogo que le había pedido para su libro de cuentos.
–Si lo hago con vos, lo tengo que hacer con todos. Imaginate si le tengo
que escribir el prólogo de su librito a cada uno de los que pasa por acá.
Eran malos, todos y cada uno de los textos que había llevado al taller.
Pero era lo más cercano a volver a publicar algo que había tenido en mucho
tiempo.
¿Era por eso? Volvió a llamarla. Contestador:
–Hola, yo. Sí, te escribo el
prólogo, te lo merecés. Vos sí. Si querés llamame, cuando-
Cortó. Se acordó.
Francisca ya había publicado su libro. Se lo había regalado, con
dedicatoria y todo. Él jamás lo había leído. Estaba en la pila de libros del
escritorio.
Encendió la luz, los mosquitos empezaron a arremolinarse. La gata se
desperezó sobre el sillón, se curvó hacia dentro de su cuerpo. Buscó el libro,
que ya tenía polvo en el lomo que quedaba saliente bajo los otros libros. Una
delgada tira de kippel. Sacó el libro
con cuidado de no desarmar la pila.
El resto del libro, la tapa, era brillante. Él le había dicho que sí lo
había leído, ahora se acordaba. De esto habían pasado algunas semanas.
Eran varios cuentos, con nombres perfectamente obvios y predecibles. No
tenía prólogo. Ni de él ni de nadie. Era una autoedición paga, de hojas blanco
rabioso y mala calidad de encuadernado.
Leyó el índice. Le llamó particularmente la atención uno de los cuentos:
«El tallerista».
* Agradecemos a la autora la gentileza de permitirnos publicar este cuento.
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