Por Elsa Drucaroff *
En las casas de los niños que van al jardín con Lili, hay siempre una madre todo el día. En todas. Pero en la de Lili, la madre se va a la mañana con su marido y regresa de noche: trabaja como abogada. Transcurren los años sesenta.
En las casas de los niños que van al jardín con Lili, hay siempre una madre todo el día. En todas. Pero en la de Lili, la madre se va a la mañana con su marido y regresa de noche: trabaja como abogada. Transcurren los años sesenta.
La madre de Lili es, piensa la niña, alta y hermosa, llama la atención en cualquier parte porque además usa unos anteojos oscuros raros, con marcos incrustados con perlitas y ropa de colores, ropa diferente. Pero sobre todo llama la atención porque habla distinto, pronuncia frases largas y seguras que Lili, con cuatro años de vida, no puede describir como sintaxis compleja pero sin embargo reconoce distintiva por sus ritmos, su brillo extraño, por las expresiones de desconcierto, respeto y hasta temor de los hombres que escuchan esa voz femenina firme, las pocas veces que van juntas a un almacén o saludan por la calle a un vecino. La madre de Lili enuncia con su sintaxis compleja ideas muy firmes sobre las mujeres y sus derechos. Lili la escucha y comprende muy poco, aunque como su madre se lo dijo, entiende que son temas que le atañen; no obstante, la madre de Lili no quiere una hija despeinada, no quiere una hija que se ensucie el vestido rosa de puntillas si un domingo viene una visita, y ha perforado los lóbulos de sus pequeñas orejas para ponerle unos abridores de oro, contra la voluntad de su marido.
En casa de Lili no hay una madre todo el tiempo pero sí hay una mujer todo el tiempo. La madre de Lili la llama “la empleada” y la trata de usted. Le ha avisado a Lili que ella también debe tratarla de usted, porque si bien en muchas otras casas (ha dicho la madre) se trata a las “empleadas” de vos y se les dice “mucamas”, en la de ellos la empleada es empleada y el tratamiento, usted. Así que Lili trata de usted a Mirta; ella está todo el día y duerme en la casa, en un cuarto con baño privado que está pasando el lavadero; y también trata de usted a Ester, otra empleada que viene a hacer trabajos y después se va, varias veces por semana. Mirta y Ester limpian, planchan, cocinan y cuidan a Lili.
Lili da poco trabajo. Cuando hay clases la llevan al jardín desde la mañana. Es un colegio que la madre eligió porque tiene doble escolaridad. A la madre esa expresión, doble escolaridad, le gusta mucho, la repite con tanto entusiasmo que Lili creyó que una doble escolaridad era la maravilla, era como un hada bondadosa envuelta en un vestido de tul rosado, con una corona de flores brillantes y perfumadas en su larga cabellera. Después se decepcionó: doble escolaridad resultó ser un aula y un patio adonde estaba muchas horas entre niños que se parecían todos entre sí pero a ella, en casi nada, donde recibía órdenes de dos maestras flacas y enormes que la corrían para atraparla fácilmente, apretándole el brazo hasta dejarle moretones, cada vez que se escapaba del aula, algo que hacía muy a menudo.
En doble escolaridad Lili siempre trata de obedecer pero todo siempre le sale muy mal y las maestras se enojan muchísimo y la agarran y la sacuden con fuerza. Una vez le dijo “sos una estúpida” a una niña, y la niña corrió a contarle a la maestra; entonces la maestra llegó y preguntó, gritando: “¿qué le dijiste vos a esta nena?”. Lili contestó la pregunta: “Estúpida”. Esa maestra siempre decía “no hay que mentir” y ella quiso obedecerla pero la otra levantó todavía más la voz, le dijo “sos una insolente, repetilo, ¿a ver?”. Entonces Lili obedeció otra vez: “Estúpida”, dijo. “¡Repetilo y llamo a tu mamá!”, bramó la maestra y Lili se alegró porque ver a su madre era una perspectiva muy deseada, así que lo repitió. Pero obedeciendo a su maestra no sólo no consiguió verla, además le quedó otro moretón en el brazo y estuvo de plantón en el recreo.
Aunque Lili no usa esa palabra porque tiene cuatro años, ya sabe que obedecer es problemático: no todo lo que dicen que quieren que haga es lo que de verdad desean de ella. Otra vez obedeció a su madre y fue un desastre. Lili la quiere muchísimo, es tan hermosa, piensa, es como si la rodeara la luz cuando regresa a la casa. Siempre que tiene la suerte de estar despierta para verla, se pone muy feliz. Una vez su madre y su padre llegaron mientras ella cenaba, traían pilas de volantes de los sindicatos donde los dos eran abogados. Se trataba de volantes que convocaban a un paro general contra el gobierno militar para el día siguiente; pero Lili no sabía leer y tampoco lo que era un paro general. Su madre, sin embargo, le dijo: “mañana hay paro general y todas tus maestras tendrían que leer esto en vez de ir a trabajar”, así que Lili se metió un buen montón de esos papeles en su pequeña bolsa del jardín, la que tenía siempre un vaso de plástico, la que llevaba bordados su nombre y apellido con el punto cadena de la empleada Mirta. Al día siguiente, cuando Mirta dejó a Lili en el jardín, ella sacó los papeles y se acercó a su maestra. “Mi mamá dice que hoy hay paro general y usted tiene que leer esto”, le dijo, y le dio uno. Y en el recreo fue con su bolsita, de maestra en maestra, repartiendo.
Al día siguiente, cuando Lili llegó a la escuela con Mirta, les dijeron que la niña no podía entrar, tenía que ir la madre de Lili a hablar con la directora. La madre fue, lo cual le produjo serios inconvenientes porque tuvo que interrumpir su trabajo. Y cuando salió, Lili supo que por lo que había hecho iban a tener que cambiarla de jardín y que era muy difícil porque no había casi jardines con doble escolaridad.
Tampoco hay jardín en esta época del año y Lili juega sola en el piso, sin niños todos iguales a los que morder y sin los peligros de querer ser obediente. Tirada en el piso de su habitación, arma historias con sus juguetes: habla sola, susurra, canturrea, hace dialogar entre sí a objetos multiformes de madera y plástico con voces distintas, los hace pelear, golpearse unos contra otros, los sube y los baja de la alfombra, los sacude y los reta y los exilia en lugares inhóspitos, los entierra entre la alfombra y el piso, los coloca bajo las patas de la cama, busca rincones oscuros donde tengan mucho miedo y se arrepientan para siempre de algo muy malo que han hecho. Cuando se cansa de jugar Lili sigue jugando, pero a otra cosa: se pone una mano sobre la otra entre las piernas y aprieta la pelvis con fuerza contra ellas, se restriega con ritmo, cada vez más rápido, mientras se le aparecen imágenes raras, mórbidas. Se mueve y transpira hasta que llega una sensación muy fuerte que ella llama “no sé lo que quiero”. Cuando no sé lo que quiero llega, todo desaparece, ella misma desaparece, se pierde en eso; toda Lili se vuelve ignorancia deliciosa, infinito no saber sí querer, y ahí perdida en Lili, Lili es muy feliz hasta que la sensación se va. Entonces ella se queda muy quieta, laxa, vagamente triste porque sabe que hay algo oscuro y malvado en eso que tanto le gusta.
Alguna vez Ester y Mirta la retaron, le dijeron: “asquerosa”. Así que aprendió a hacerlo cuando ellas andan por otra región de la casa, aprendió a soltarse preventivamente y esperar inmóvil, sudada, respirando con agitación cuando les oye los pasos.
Esta vez es ya el atardecer y los pasos llegan, por suerte, cuando no sé lo que quiero recién ha terminado, así que las espera haciéndose la dormida, tirada en la alfombra. Mirta la toca para despertarla y le dice que Ester y ella tienen que salir enseguida, antes de que cierren los negocios, y que Lili va a acompañarlas. Pero la madre ha ordenado que esa tarde Lili se dé un baño, Mirta se acuerda de pronto y parece afligirse por la falta de tiempo. Desnuda a Lili rápidamente, la lleva a la bañadera, la ayuda a enjabonarse, la enjuaga y la deja envuelta en una toalla enorme mientras va a buscarle ropa limpia. Lili se deja poner un vestido, las medias cortas, los zapatos de cuero modelo Guillermina que usan todas las niñas de clase media o alta en los años sesenta. Mirta trabaja con precipitación. “Ya está”, dice mientras le tironea el pelo con el peine. A Lili le duele pero no se queja porque lo único que ocupa su mente en ese momento es que Mirta no le ha puesto una bombacha debajo del vestido veraniego. Piensa que podría avisarle y después piensa que no quiere; se queda callada y tranquila hasta que Mirta le dice a Ester “Lista, vamos”, y la toma a Lili de la mano, a Lili sin bombacha. Parecen muy excitadas por salir a la calle, hablan todo el tiempo entre ellas de algo que les importa mucho. De la mano de Mirta, Lili camina por la vereda concentrada en la brisa que le acaricia la vulva y en la humedad pegajosa entre sus piernas.
Caminan por la calle peatonal, los negocios están abiertos todavía, aguardando a sus últimos clientes, y cuando las dos mujeres se paran en las vidrieras, Lili tose suavemente y siente cómo allá abajo algo se abre un poco; después, voluntariamente, lo hace abrir ella y después aprieta con fuerza, jugando. Puede sentir ese caracol oscuro y blando reptando hacia su adentro, puede sentir su baba conocida, salada, la que le impregna las manos después de no sé lo qué quiero, ese misterio tibio está ahora libre entre los muslos y recibe un golpecito de aire cuando Mirta la arrastra para que siga, “vamos que nos cierran” dice, como si no hubiera sido ella la que se paró en esa vidriera.
No les cierran. Mirta y Ester compran algo que Lili no registra, algo que les gusta mucho y las hace dar breves gritos de alegría. Lo que registra Lili en el negocio a donde entró caminando con su carne al aire es la señora que le ofrece un caramelo, el señor de la caja que le pregunta sonriendo cómo se llama. “Soy Lili y no tengo bombacha” piensa ella pero dice “Lili” nada más, despacito, y después mira muda al señor que sigue preguntando y ya no recibirá respuestas, Lili no piensa ocuparse de informar cuántos años tiene, si va al jardín y si quiere más a su madre o a su padre, ni siquiera escucha las preguntas, mira el rostro amable mientras piensa “él no sabe que no tengo bombacha, me habla y no sabe que no tengo bombacha”. Si lo supiera, Lili entiende, si lo supiera no le hablaría así, no la querría, se pondría rojo, violeta, se le acabaría el aire, se pondría como su maestra cuando ella le contestó lo que le había preguntado, como su madre cuando supo que había repartido los volantes, le quitaría su caramelo, un enorme tajo partiría la sonrisa bondadosa de ese señor, partiría el negocio, la calle, el policía que cuida el tránsito, todo sería tragado por un túnel negro si alguien descubriera que ella no tiene bombacha. Pero no se puede descubrir, piensa Lili y una alegría muy rara, una inquietud feliz e inconveniente vibra entre sus piernas. No lo puede descubrir porque solamente Lili lo sabe. Ester y Mirta parlotean en el mostrador, la señora del caramelo les recomienda algo, el señor de la caja insiste con preguntas y ahora le dice que es tímida y Lili sonríe apenas porque ninguna tela se está adhiriendo a sus labios vaginales, nada retiene esa humedad, allá abajo pasa algo completamente diferente de lo que todos los demás sienten en sus abajos. Lili está incómoda, Lili está asustada, está feliz, está en la plenitud de una aventura.
Cuando llegan a la casa ella dice que quiere pis y la llevan a sentar a su pelela. Entonces Ester y Mirta gritan asustadas, se ríen, se preocupan, se agarran la cabeza con las manos. La bombardean a preguntas: por qué, cómo no avisaste, por qué no nos dijiste, por qué dejaste que te lleváramos así. Lili las mira también a los ojos, las ve gesticular, las oye repetir. No abre la boca. No tiene respuesta para las preguntas que le hacen pero si la tuviera, tampoco hablaría. A los cuatro años Lili tiene mucha experiencia en los inconvenientes que produce obedecer y esa tarde ha descubierto el enorme poder de esa negrura misteriosa que se interna hacia arriba, hasta su vientre; ahora sabe que reside, sobre todo, en el secreto. El bosque de no sé lo que quiero fue paseado al aire y ha desobedecido al mundo entre sus piernas. Es dueña de su silencio y de su bosque, está segura. Entonces siente algo que sus cuatro años de vida no pueden describir como resistencia y subversión pero sin embargo reconocen y seguirán reconociendo. De allí en más, algo empieza.
En casa de Lili no hay una madre todo el tiempo pero sí hay una mujer todo el tiempo. La madre de Lili la llama “la empleada” y la trata de usted. Le ha avisado a Lili que ella también debe tratarla de usted, porque si bien en muchas otras casas (ha dicho la madre) se trata a las “empleadas” de vos y se les dice “mucamas”, en la de ellos la empleada es empleada y el tratamiento, usted. Así que Lili trata de usted a Mirta; ella está todo el día y duerme en la casa, en un cuarto con baño privado que está pasando el lavadero; y también trata de usted a Ester, otra empleada que viene a hacer trabajos y después se va, varias veces por semana. Mirta y Ester limpian, planchan, cocinan y cuidan a Lili.
Lili da poco trabajo. Cuando hay clases la llevan al jardín desde la mañana. Es un colegio que la madre eligió porque tiene doble escolaridad. A la madre esa expresión, doble escolaridad, le gusta mucho, la repite con tanto entusiasmo que Lili creyó que una doble escolaridad era la maravilla, era como un hada bondadosa envuelta en un vestido de tul rosado, con una corona de flores brillantes y perfumadas en su larga cabellera. Después se decepcionó: doble escolaridad resultó ser un aula y un patio adonde estaba muchas horas entre niños que se parecían todos entre sí pero a ella, en casi nada, donde recibía órdenes de dos maestras flacas y enormes que la corrían para atraparla fácilmente, apretándole el brazo hasta dejarle moretones, cada vez que se escapaba del aula, algo que hacía muy a menudo.
En doble escolaridad Lili siempre trata de obedecer pero todo siempre le sale muy mal y las maestras se enojan muchísimo y la agarran y la sacuden con fuerza. Una vez le dijo “sos una estúpida” a una niña, y la niña corrió a contarle a la maestra; entonces la maestra llegó y preguntó, gritando: “¿qué le dijiste vos a esta nena?”. Lili contestó la pregunta: “Estúpida”. Esa maestra siempre decía “no hay que mentir” y ella quiso obedecerla pero la otra levantó todavía más la voz, le dijo “sos una insolente, repetilo, ¿a ver?”. Entonces Lili obedeció otra vez: “Estúpida”, dijo. “¡Repetilo y llamo a tu mamá!”, bramó la maestra y Lili se alegró porque ver a su madre era una perspectiva muy deseada, así que lo repitió. Pero obedeciendo a su maestra no sólo no consiguió verla, además le quedó otro moretón en el brazo y estuvo de plantón en el recreo.
Aunque Lili no usa esa palabra porque tiene cuatro años, ya sabe que obedecer es problemático: no todo lo que dicen que quieren que haga es lo que de verdad desean de ella. Otra vez obedeció a su madre y fue un desastre. Lili la quiere muchísimo, es tan hermosa, piensa, es como si la rodeara la luz cuando regresa a la casa. Siempre que tiene la suerte de estar despierta para verla, se pone muy feliz. Una vez su madre y su padre llegaron mientras ella cenaba, traían pilas de volantes de los sindicatos donde los dos eran abogados. Se trataba de volantes que convocaban a un paro general contra el gobierno militar para el día siguiente; pero Lili no sabía leer y tampoco lo que era un paro general. Su madre, sin embargo, le dijo: “mañana hay paro general y todas tus maestras tendrían que leer esto en vez de ir a trabajar”, así que Lili se metió un buen montón de esos papeles en su pequeña bolsa del jardín, la que tenía siempre un vaso de plástico, la que llevaba bordados su nombre y apellido con el punto cadena de la empleada Mirta. Al día siguiente, cuando Mirta dejó a Lili en el jardín, ella sacó los papeles y se acercó a su maestra. “Mi mamá dice que hoy hay paro general y usted tiene que leer esto”, le dijo, y le dio uno. Y en el recreo fue con su bolsita, de maestra en maestra, repartiendo.
Al día siguiente, cuando Lili llegó a la escuela con Mirta, les dijeron que la niña no podía entrar, tenía que ir la madre de Lili a hablar con la directora. La madre fue, lo cual le produjo serios inconvenientes porque tuvo que interrumpir su trabajo. Y cuando salió, Lili supo que por lo que había hecho iban a tener que cambiarla de jardín y que era muy difícil porque no había casi jardines con doble escolaridad.
Tampoco hay jardín en esta época del año y Lili juega sola en el piso, sin niños todos iguales a los que morder y sin los peligros de querer ser obediente. Tirada en el piso de su habitación, arma historias con sus juguetes: habla sola, susurra, canturrea, hace dialogar entre sí a objetos multiformes de madera y plástico con voces distintas, los hace pelear, golpearse unos contra otros, los sube y los baja de la alfombra, los sacude y los reta y los exilia en lugares inhóspitos, los entierra entre la alfombra y el piso, los coloca bajo las patas de la cama, busca rincones oscuros donde tengan mucho miedo y se arrepientan para siempre de algo muy malo que han hecho. Cuando se cansa de jugar Lili sigue jugando, pero a otra cosa: se pone una mano sobre la otra entre las piernas y aprieta la pelvis con fuerza contra ellas, se restriega con ritmo, cada vez más rápido, mientras se le aparecen imágenes raras, mórbidas. Se mueve y transpira hasta que llega una sensación muy fuerte que ella llama “no sé lo que quiero”. Cuando no sé lo que quiero llega, todo desaparece, ella misma desaparece, se pierde en eso; toda Lili se vuelve ignorancia deliciosa, infinito no saber sí querer, y ahí perdida en Lili, Lili es muy feliz hasta que la sensación se va. Entonces ella se queda muy quieta, laxa, vagamente triste porque sabe que hay algo oscuro y malvado en eso que tanto le gusta.
Alguna vez Ester y Mirta la retaron, le dijeron: “asquerosa”. Así que aprendió a hacerlo cuando ellas andan por otra región de la casa, aprendió a soltarse preventivamente y esperar inmóvil, sudada, respirando con agitación cuando les oye los pasos.
Esta vez es ya el atardecer y los pasos llegan, por suerte, cuando no sé lo que quiero recién ha terminado, así que las espera haciéndose la dormida, tirada en la alfombra. Mirta la toca para despertarla y le dice que Ester y ella tienen que salir enseguida, antes de que cierren los negocios, y que Lili va a acompañarlas. Pero la madre ha ordenado que esa tarde Lili se dé un baño, Mirta se acuerda de pronto y parece afligirse por la falta de tiempo. Desnuda a Lili rápidamente, la lleva a la bañadera, la ayuda a enjabonarse, la enjuaga y la deja envuelta en una toalla enorme mientras va a buscarle ropa limpia. Lili se deja poner un vestido, las medias cortas, los zapatos de cuero modelo Guillermina que usan todas las niñas de clase media o alta en los años sesenta. Mirta trabaja con precipitación. “Ya está”, dice mientras le tironea el pelo con el peine. A Lili le duele pero no se queja porque lo único que ocupa su mente en ese momento es que Mirta no le ha puesto una bombacha debajo del vestido veraniego. Piensa que podría avisarle y después piensa que no quiere; se queda callada y tranquila hasta que Mirta le dice a Ester “Lista, vamos”, y la toma a Lili de la mano, a Lili sin bombacha. Parecen muy excitadas por salir a la calle, hablan todo el tiempo entre ellas de algo que les importa mucho. De la mano de Mirta, Lili camina por la vereda concentrada en la brisa que le acaricia la vulva y en la humedad pegajosa entre sus piernas.
Caminan por la calle peatonal, los negocios están abiertos todavía, aguardando a sus últimos clientes, y cuando las dos mujeres se paran en las vidrieras, Lili tose suavemente y siente cómo allá abajo algo se abre un poco; después, voluntariamente, lo hace abrir ella y después aprieta con fuerza, jugando. Puede sentir ese caracol oscuro y blando reptando hacia su adentro, puede sentir su baba conocida, salada, la que le impregna las manos después de no sé lo qué quiero, ese misterio tibio está ahora libre entre los muslos y recibe un golpecito de aire cuando Mirta la arrastra para que siga, “vamos que nos cierran” dice, como si no hubiera sido ella la que se paró en esa vidriera.
No les cierran. Mirta y Ester compran algo que Lili no registra, algo que les gusta mucho y las hace dar breves gritos de alegría. Lo que registra Lili en el negocio a donde entró caminando con su carne al aire es la señora que le ofrece un caramelo, el señor de la caja que le pregunta sonriendo cómo se llama. “Soy Lili y no tengo bombacha” piensa ella pero dice “Lili” nada más, despacito, y después mira muda al señor que sigue preguntando y ya no recibirá respuestas, Lili no piensa ocuparse de informar cuántos años tiene, si va al jardín y si quiere más a su madre o a su padre, ni siquiera escucha las preguntas, mira el rostro amable mientras piensa “él no sabe que no tengo bombacha, me habla y no sabe que no tengo bombacha”. Si lo supiera, Lili entiende, si lo supiera no le hablaría así, no la querría, se pondría rojo, violeta, se le acabaría el aire, se pondría como su maestra cuando ella le contestó lo que le había preguntado, como su madre cuando supo que había repartido los volantes, le quitaría su caramelo, un enorme tajo partiría la sonrisa bondadosa de ese señor, partiría el negocio, la calle, el policía que cuida el tránsito, todo sería tragado por un túnel negro si alguien descubriera que ella no tiene bombacha. Pero no se puede descubrir, piensa Lili y una alegría muy rara, una inquietud feliz e inconveniente vibra entre sus piernas. No lo puede descubrir porque solamente Lili lo sabe. Ester y Mirta parlotean en el mostrador, la señora del caramelo les recomienda algo, el señor de la caja insiste con preguntas y ahora le dice que es tímida y Lili sonríe apenas porque ninguna tela se está adhiriendo a sus labios vaginales, nada retiene esa humedad, allá abajo pasa algo completamente diferente de lo que todos los demás sienten en sus abajos. Lili está incómoda, Lili está asustada, está feliz, está en la plenitud de una aventura.
Cuando llegan a la casa ella dice que quiere pis y la llevan a sentar a su pelela. Entonces Ester y Mirta gritan asustadas, se ríen, se preocupan, se agarran la cabeza con las manos. La bombardean a preguntas: por qué, cómo no avisaste, por qué no nos dijiste, por qué dejaste que te lleváramos así. Lili las mira también a los ojos, las ve gesticular, las oye repetir. No abre la boca. No tiene respuesta para las preguntas que le hacen pero si la tuviera, tampoco hablaría. A los cuatro años Lili tiene mucha experiencia en los inconvenientes que produce obedecer y esa tarde ha descubierto el enorme poder de esa negrura misteriosa que se interna hacia arriba, hasta su vientre; ahora sabe que reside, sobre todo, en el secreto. El bosque de no sé lo que quiero fue paseado al aire y ha desobedecido al mundo entre sus piernas. Es dueña de su silencio y de su bosque, está segura. Entonces siente algo que sus cuatro años de vida no pueden describir como resistencia y subversión pero sin embargo reconocen y seguirán reconociendo. De allí en más, algo empieza.
* Agradecemos especialmente a la autora por elegirnos para publicar este cuento.
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