No se trata solo de un crítico apuntando sus dardos hacia un académico. Ni siquiera de un escritor criticando a otro. Es eso, con lo mucho que significa una crítica de alguien relacionado a la literatura hacia otro, y también una valiosa muestra de la batalla que se está dando entre diferentes generaciones estéticas y formas de vivir la literatura, en la Argentina. A propósito de un artículo del escritor y académico Martín Kohan, el escritor y crítico Juan Terranova se despacha con este artículo en el que dispara balas de diverso calibre, no solo hacia Kohan sino hacia una forma de entender la literatura.
Sobre una columna de Martín Kohan:
De la juventud y la vejez
De la juventud y la vejez
Por un link de Maximiliano Tomas
llego tarde, unos quince días tarde, a una columna de Martín Kohan publicada en
Perfil. Kohan no es un columnista interesante. En espacios demasiado acotados,
se traba, no arranca, sufre cierta parálisis, ofrece, sobre todo, vaguedades.
Necesita, me parece, apoyarse en la argumentación, en la arquitectura y las
garantías de la razón, y no admite ser retórico o arbitrario, o retórico en la
arbitrariedad. Probablemente vea en estas características del género, por su
formación, por sus convicciones, un gesto efectista. La columna a la que me
refiero, titulada “Ponele la firma”, no es excepción. En ella retoma el viejo
arte de agredir a Ernesto Sabato, contraponiéndolo a Witold Gombrowicz. Como
desafío crítico, resulta pobre. Mientras Gombrowicz “se ocupó mayormente de
incordiar en el campito intelectual argentino, detectando y contrarrestando la
media de sus lugares comunes”, el talento de Sabato “consistió en percibir,
podría decirse que sin falla alguna, para dónde soplaba el viento en cada caso,
para volar justo en esa dirección”. Luego, muy tarde y de forma muy incompleta
llega una queja contra el prólogo del Nunca más. Elsa Drucaroff se
tomó hace ya un tiempo el trabajo de leerlo y desglosarlo con perspicacia,
produciendo el análisis que un texto así demandaba. (Véase Elsa Drucaroff, “Por
algo fue. Análisis del “Prólogo” al Nunca Más de Ernesto Sabato”. En revista
Tres Galgos Nº 3, Buenos Aires, noviembre del 2002.) Más allá, sobre el final
de la columna, sufrimos como lectores una invocación a la militancia y a los
muertos que resulta tosca y basurera. Copio: “Se trata de que cada cual, y aun
los muertos, den el nombre a lo que es tan sólo suyo”. Solapando la lírica, ¿es
necesario recordarle a Kohan que los muertos no hablan, que son hablados,
manipulados, que no tienen posesiones? Esta invocación zombie dice mucho. Pero
la finalidad de este comentario es otra. Recorto, de entre tanta grasa fría, la
mención de los “lugares común”. Me interesa porque veo que Kohan no hace otra
cosa que reeditar masticados ritornellos de pasillo universitario. Afectado,
pomposo, no lee. No propone lecturas. En su lugar, se dedica a refritar. (¿No
es la fritanga una marca del género también? Sí, pero no la más interesante.)
Digo, entonces, el tema central
de la columna no es el escarnio de Sabato, innecesario y vulgar, o la recuperación
de Gombrowciz, un escritor ya central en cualquier bibliografía más o menos
inteligente de la tradición literaria local. (Martín Prieto lo nombra en su
excelente Breve historia de la literatura argentina, Ricardo
Piglia, Leopoldo García y Juan José Saer le han dedicado sensibles ensayos;
entre muchos otros materiales está la tesis de doctorado de Pablo
Gasparini, El exilio procaz, Gombrowicz por la Argentina. Digamos
que se lo reedita, se lo lee, se lo estudia, se lo venera. Por otra parte,
recientemente en la TV, Piglia, en un interesante tour de force crítico,
desautorizó este tipo de lecturas esclerosadas de Sabato, las tildó de banales
y asoció El Túnela la novela gótica, yendo más allá, justamente de
los mentados lugares comunes.)
Retomo. El tema central de la
columna de Martín Kohan no es ni Gombrowicz ni Sabato, sino el mismo Martín
Kohan. Me tienta cambiar el nombre propio “Sabato” por el de “Kohan” en el
texto –estamos hablando de “poner la firma”– y ver que sucede. Pero sería crear
algo desajustado, torpe, inexacto. ¿Por qué? Porque Sabato estuvo en lugares a
los que Kohan, limitado por sus fobias y su encierro, jamás accedió ni
accederá.
Cambio entonces la dicotomía. Me cuesta pensar en alguien más opuesto a
Gombrowicz, “el aristócrata pederasta”, que Kohan, el abnegado docente que
siempre estuvo donde le dijeron que tenía que estar, que hizo todo el recorrido
–a veces feliz, a veces oprobioso– del pequeño y mediano intelectual argentino,
con maneras que recuerdan casi a un empresita familiar. Deslizo un punteo
rápido. Licenciatura en Letras, primeras novelitas y cuentos con guiños a la
universidad y a su autores faros, ayudantías mal pagas en cátedras mediopelo,
articulismo quejoso por aquí y por allá, elaborados comentarios deportivos, doctorado,
concursos, otras novelas, docencia, algún gesto de nobleza (pocos), mucho
lameculismo, un notable abuso de los tópicos consensuados de la dictadura,
adoración más o menos ritual de la figura del desparecido, una bien ganada fama
de excelente docente universitario, poca polémica o roce con sus colegas, algún
libro de ensayos bien hecho (aunque sobre temas y autores trillados), y
finalmente el premio Herralde, que seguramente sorprendió al mismo Kohan y
derivó en un asiduo comercio con el mercado español, sus necesidades y sus
beneficios. (Simplificado, euros por mito primermundista de la dictadura.
Simplificando un poco más, dinero por morbo. Eso sí con la lejía blanqueadora
del arte.)
Insisto: Kohan se mostró siempre como el intelectual asimilado y sobre todo
educado, que prefiere “el pensamiento” y “la inteligencia” sobre cualquier otra
cosa. Jugando sobre seguro, jamás levantó la voz en ningún lado para enunciar
nada. Y nada de Gombrowicz encuentro en su pulcra narrativa de universitario
porteño, en sus aspiraciones estéticas y políticas. No se me ocurre hoy, ahora,
un novelista menos corrosivo y amenazador, un articulista más intrascendente
que Kohan. (Remito al lector a sus columnas en Perfil y a las todavía peores
intervenciones en el blog de Eterna Cadencia.) Hace poco, cuando el
kirchnerismo ya se había consolidado, salió a apoyarlo, pero no en busca de
prebendas y dádivas, que su culto del ascetismo, el verticalismo, y la
meritocracia, no aceptaría, sino porque no tiene ideas políticas propias. Kohan
es “de izquierda”. Le resulta cómodo. La discusión se termina ahí.
Insisto otra vez: La columna en cuestión pertenece a lo que ya es un arsenal de
conceptos, un repertorio de palabras, que funciona con piloto automático. Pero
hay algo más. Podemos estirar la lectura. Ahí se percibe un
desdoblamiento que hoy se ve a menudo. Kohan no está solo en ese negocio. El
profesor universitario –beca Conicet, rápida genuflexión– elogia al poeta
maldito. Desde el claustro más cerrado, desde el aula peor iluminada y más
segura, se narran las intrépidas peripecias de aquel que enfrentó o desautorizó
el status quo. Esta burocracia —que no se ve ni se reconoce a sí
misma, que evita pensarse— funciona con un delay,
con una distancia que le permite seguir abonando la tierra de sus negocios y
minimizando pérdidas. Por eso la vitalidad resulta atractiva siempre y cuando
no manche. Si se lo puede objetivizar, si se lo toma con la suficiente
distancia, el caos siempre deslumbra. Los docentes universitarios citan a Baudelaire,
pero ¿quién se animaría a compartir la cuchara de la sífilis en Montparnasse?
Es un ejemplo extremo, pero válido.
Demasiado a menudo en Buenos Aires admiramos lo que desconocemos solo por el hecho de desconocerlo. Por eso, el festejo de una vida inestable, parecería, puede ser llevado a cabo por aquellos que encontraron un lugar inmóvil y tibio en la sociedad, de la misma manera que la celebración de la pobreza nunca la hacen los pobres. Heredada de los intelectuales que atravesaron el siglo XX y que no tenían otra opción que, primero en Europa, después en Latinoamérica, abrazar las ventajas –pocas, muchas– que les daba el exilio como posición en el mundo, perdura hoy la fuerte propaganda sobre las necesidades de ser un outsider para comprender la dinámica histórica. Esta identificación positiva, festiva, no penosa con el outsider, es mito forzado, invento, invención, fantasía. El marginal siempre es un marginado por alguien o algo y nunca se acepta como tal sin costos. Figuras como la de flâner, el Grenzgänger, el nómade, el maldito, el poacher, el “extraterritorial”, el Ausländer, el que “rompe las fronteras de los géneros”, son construcciones más o menos románticas, virutas de posiciones que hoy resultan un tanto rancias e improductivas (al menos sin son tomadas de forma laudatoria, mecanicista y no crítica). Dante escribió su Infierno en el exilio, pero nadie lo pinchaba con un tridente mientras lo hacía. Henrich Heine escribió con énfasis: “¡Sólo aquel que ha vivido en el exilio sabe también qué es el amor a la patria; el amor a la patria, con todos sus dulces horrores y sus nostálgicas aflicciones!”. ¿No encierran todas estas expresiones un gesto neurótico, el famoso modus operandi de hacer pasar defecto por virtud, incordio por ventaja? ¿Cómo creer o profesar esta fe? Y sin embargo es habitual que el profesor burocrático, concursante de becas, elogie al irresponsable, al borracho que se pilla encima, al promotor del exabrupto. ¿Y si yo dijera que Gombrowicz fue todo eso a pesar suyo? ¿Si dijera que quiso portarse bien y no le salió? Desde luego, el planteo resulta falso. Hay una ética ahí. La compenetración del escritor polaco con su obra no dejaba margen para pasar desapercibido, no permitía la tolerancia y la –a veces ruinosa, a veces necesaria– gimnasia del callar y el adular.
Demasiado a menudo en Buenos Aires admiramos lo que desconocemos solo por el hecho de desconocerlo. Por eso, el festejo de una vida inestable, parecería, puede ser llevado a cabo por aquellos que encontraron un lugar inmóvil y tibio en la sociedad, de la misma manera que la celebración de la pobreza nunca la hacen los pobres. Heredada de los intelectuales que atravesaron el siglo XX y que no tenían otra opción que, primero en Europa, después en Latinoamérica, abrazar las ventajas –pocas, muchas– que les daba el exilio como posición en el mundo, perdura hoy la fuerte propaganda sobre las necesidades de ser un outsider para comprender la dinámica histórica. Esta identificación positiva, festiva, no penosa con el outsider, es mito forzado, invento, invención, fantasía. El marginal siempre es un marginado por alguien o algo y nunca se acepta como tal sin costos. Figuras como la de flâner, el Grenzgänger, el nómade, el maldito, el poacher, el “extraterritorial”, el Ausländer, el que “rompe las fronteras de los géneros”, son construcciones más o menos románticas, virutas de posiciones que hoy resultan un tanto rancias e improductivas (al menos sin son tomadas de forma laudatoria, mecanicista y no crítica). Dante escribió su Infierno en el exilio, pero nadie lo pinchaba con un tridente mientras lo hacía. Henrich Heine escribió con énfasis: “¡Sólo aquel que ha vivido en el exilio sabe también qué es el amor a la patria; el amor a la patria, con todos sus dulces horrores y sus nostálgicas aflicciones!”. ¿No encierran todas estas expresiones un gesto neurótico, el famoso modus operandi de hacer pasar defecto por virtud, incordio por ventaja? ¿Cómo creer o profesar esta fe? Y sin embargo es habitual que el profesor burocrático, concursante de becas, elogie al irresponsable, al borracho que se pilla encima, al promotor del exabrupto. ¿Y si yo dijera que Gombrowicz fue todo eso a pesar suyo? ¿Si dijera que quiso portarse bien y no le salió? Desde luego, el planteo resulta falso. Hay una ética ahí. La compenetración del escritor polaco con su obra no dejaba margen para pasar desapercibido, no permitía la tolerancia y la –a veces ruinosa, a veces necesaria– gimnasia del callar y el adular.
Todo el que haya sostenido algún tipo de
posición universitaria sabe que refugiarse en la Academia es parecido a
sentarse desnudo arriba de un hormiguero. Mucho más hoy en día, cuando los
lazos del trabajo parecen haber reencontrado su cauce en nuestra sociedad.
Nadie se salva en la academia; pero si se la sabe manejar, la academia reditúa.
Pese a todo esto, el elogio desmedido de lo feo y lo subversivo no es
necesario, más bien es uno de esos “lugares comunes” que muchos defienden y no
practican. Todos vivimos en el estuche de acero del orden burgués, y no estoy
–¿cómo podría estarlo?– en contra de la academia y sus hormigas coloradas. Sin
embargo, me cuesta entender cómo y por qué los benditos profesores
universitarios adoran a los malditos de otras épocas mientras engordan sus
currículos con papers y se llenan de
ansiedad cuando se abren los concursos en una materia lateral. ¿No deberían
justo ellos tener otros ídolos? ¿No deberían justo ellos elogiar la mesura, la
distancia, las secretas aventuras del orden, la belleza y la solidez de una
argumentación bien hecha?
Nunca va a dejar de sorprenderme el funcionario que festeja al artista mientras lo parasita. Es, quizás, parte de mi propio romanticismo. Llegado este punto, quiero admitir que me guío por mecanismos similares a los que critico. Kohan me despierta una especie de furor obsesivo parecido al que describe Stephen King en el principio de Carrie. Carrie tiene su primera menstruación en las duchas comunitarias del high-school. No entiende qué le pasa, por qué sangra. Es idiota. Es withetrash. Sus compañeras de curso, en vez de acercarse y confortarla, en vez de prestarle ayuda, la insultan y le tiran tampones. La escena no resulta forzada. ¿Por qué esa maldad, esa denigración? Carrie les demuestra que ser una inútil, una desorientada, es posible. Carrie les recuerda que efectivamente es posible ser lo que ellas no quieren ser. A mí, Kohan me recuerda aquello que no quiero ser. Un lector que no tiene otras lecturas que las que le impartieron en la Universidad, un narrador aburrido, un hombre que no tuvo edad madura y saltó de la juventud a la vejez, un profesor excelente que no pudo abandonar –¡no quiso!– la vida centrífuga de la Facultad de Filosofía y Letras, finalmente un publicista aguerrido, no crítico, de las ideas de Frankfurt. ¿Entrará en un espiral de furia Martín Kohan y me despedazará con sus recién descubiertos poderes telepáticos? Si cultivo mi obsesión por sus dichos y su obra es porque veo en él y en ella, en ese matrimonio, signos inequívocos de alienación. Doy precisiones: de su alienación y de la mía. Al mismo tiempo, su triunfo innegable como novelista, el triunfo de sus ideas sobre la novela, produce mi escarnio. También su negativa a discutir, su escurridizo y hábil corrimiento de la discusión. Me cuesta confesarlo pero lo envidio en eso (y dónde hay envidia hay también identificación y reconocimiento). Leí casi todo lo que publicó porque me gustaría discutir con él esas y otras obras e ideas –por ejemplo, la utilización literaria y política del “desaparecido”–, que podrían ser matizadas, confirmadas o rebatidas. Pero Kohan es el hombre que no discute, es el intelectual que no gasta, no derrocha energía, no se enoja, no polemiza. Al contrario, acumula y progresa lentamente, sin estridencias, sin desvíos, sin riesgos. En eso, al menos, Sabato fue diferente y, desde todo punto de vista, mejor.
Nunca va a dejar de sorprenderme el funcionario que festeja al artista mientras lo parasita. Es, quizás, parte de mi propio romanticismo. Llegado este punto, quiero admitir que me guío por mecanismos similares a los que critico. Kohan me despierta una especie de furor obsesivo parecido al que describe Stephen King en el principio de Carrie. Carrie tiene su primera menstruación en las duchas comunitarias del high-school. No entiende qué le pasa, por qué sangra. Es idiota. Es withetrash. Sus compañeras de curso, en vez de acercarse y confortarla, en vez de prestarle ayuda, la insultan y le tiran tampones. La escena no resulta forzada. ¿Por qué esa maldad, esa denigración? Carrie les demuestra que ser una inútil, una desorientada, es posible. Carrie les recuerda que efectivamente es posible ser lo que ellas no quieren ser. A mí, Kohan me recuerda aquello que no quiero ser. Un lector que no tiene otras lecturas que las que le impartieron en la Universidad, un narrador aburrido, un hombre que no tuvo edad madura y saltó de la juventud a la vejez, un profesor excelente que no pudo abandonar –¡no quiso!– la vida centrífuga de la Facultad de Filosofía y Letras, finalmente un publicista aguerrido, no crítico, de las ideas de Frankfurt. ¿Entrará en un espiral de furia Martín Kohan y me despedazará con sus recién descubiertos poderes telepáticos? Si cultivo mi obsesión por sus dichos y su obra es porque veo en él y en ella, en ese matrimonio, signos inequívocos de alienación. Doy precisiones: de su alienación y de la mía. Al mismo tiempo, su triunfo innegable como novelista, el triunfo de sus ideas sobre la novela, produce mi escarnio. También su negativa a discutir, su escurridizo y hábil corrimiento de la discusión. Me cuesta confesarlo pero lo envidio en eso (y dónde hay envidia hay también identificación y reconocimiento). Leí casi todo lo que publicó porque me gustaría discutir con él esas y otras obras e ideas –por ejemplo, la utilización literaria y política del “desaparecido”–, que podrían ser matizadas, confirmadas o rebatidas. Pero Kohan es el hombre que no discute, es el intelectual que no gasta, no derrocha energía, no se enoja, no polemiza. Al contrario, acumula y progresa lentamente, sin estridencias, sin desvíos, sin riesgos. En eso, al menos, Sabato fue diferente y, desde todo punto de vista, mejor.
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