Por Rodolfo Santullo *
Siempre
ha sido mi planta favorita. Para empezar, por sus flores. Ese azul pálido, casi
incoloro, pero que alcanza para no confundirla con ningún otro tipo de jazmín
salvaje, ni mucho menos con el jazmín común al cual detesto. Probablemente mi
gusto viene del jardín de mis padres en San Francisco donde, pegado al muro
lindero con el vecino, tienen un cantero agreste con multitud de plantas. Las
que no tienen flores quedan directamente desclasificadas, ya que las plantas
sin flores me parecen insulsas. En el cantero, la lucha es denodada entre el
jazmín celeste y un malvón rojo, casi naranja. Con los años, se han comido a
las demás flores, creo que hubo un jazmín blanco alguna vez, pero últimamente
el malvón viene perdiendo ostensiblemente. Es tan luminoso el jardín de San
Francisco que siempre he tratado de replicarlo humildemente en mis macetas del
departamento. En mi casa hay dos balcones. Ambos son amplios, pero por motivos
que desconozco el que da al living está sobre poblado. Hay varias alegrías, un
lazo de amor- al que tolero aunque no tiene flores- dos millonarias- por
expreso deseo de mi mujer- y algunas macetas vacías esperando ocupante. En
cambio, en el balcón del cuarto principal, sólo está un malvón rojo- hijo del
de San Francisco- que me acompaña desde mi primer apartamento de soltero y que
casi es un símbolo de mi vida independiente.
Dada
mi atracción por la planta en cuestión no tardé en pedirle a mi padre, algo así
como el jardinero oficial de su propia casa, que me enseñara a sacar un brote
del matorral de San Francisco. Un fin de semana que fuimos solos con mi mujer
me había limitado a arrancar una rama de la planta, guardarla en una bolsa de
plástico y traérmela para Montevideo en el bolso. La puse en una maceta y
esperé. Había resultado con el malvón y no veía porqué no lo haría con el
jazmín también. Huelga decir que se secó enseguida. Mi padre me explicó que hay
que sacar una de las ramas, a la altura de la raíz, y enterrarla sin cortarla
del todo. Exactamente como con la Santa Rita. Una vez la planta haya generado su
propia raíz, trasplantarla con cuidado de no romperla y ahí sí, enhorabuena,
tiene usted un jazmín celeste.
Hicimos
toda la operación al dedillo y me la traje. Pareció prender en un momento, pero
no tardó en marchitarse y caérsele todas sus hojas. Mi mujer empezó a compartir
conmigo el deseo ya casi obsesivo de tener un jazmín celeste en casa, pero más
que nada, creo yo, por solidaridad. Empezamos entonces a realizar batidas por
el barrio, donde el jazmín celeste florecía vigoroso, maldita sea mi suerte,
arrancando ramitas e infructuosamente intentando trasplantes. Una y otra vez
fallaban nuestros esfuerzos. Arrancábamos de la copa, del medio, de la base,
directamente con raíz y era inútil. El más afortunado de nuestros trasplantes
vivía un par de semanas para marchitarse sin remedio. Al tiempo, renuncié a la
idea y me conformé con ver los jazmines cuando viajábamos a San Francisco,
donde día a día ganaban la batalla contra los malvones.
La
sorpresa me la dio mi mujer un sábado que fue sola a la feria. Ya era tan
avanzado su embarazo que yo me negaba a que hiciera los mandados sola, pero el
viernes anterior yo había salido con mis amigos y el sábado dormía a pierna
suelta. Apareció arrastrando el carrito de feria y sobre todas las bolsas y
paquetes, un brillante jazmín celeste cargado de flores en una bolsa de basura
que hacía las veces de maceta. Me dijo que ya hacía un par de semanas se había
fijado en una señora que vendía plantas en la feria y había querido hacerme un
regalo. Yo no quise correr riesgos, así que lo dejé en la misma bolsa en que
venía. Comparando el hábitat de ambos balcones, me incliné por dejarlo en el
del living, donde evidentemente la flora era bendecida, quizás con poco sol
pero la lluvia le daba de lleno cuando caía. En el balcón del cuarto el sol era
mejor, pero sólo el malvón había sobrevivido entre todos sus habitantes y yo no
quería correr riesgos con mi planta.
Pasaron
las semanas y los sábados. Este sábado de febrero en particular era especialmente
caluroso. El sol parecía petrificado en el cielo y las calles estaban
absolutamente desiertas. Sin exagerar. No pasaban peatones, y eso que estamos
en la misma cuadra que un supermercado grande, no pasaban autos, ni bicicletas,
ni motos. Así debe ser el fin del mundo. Un pueblo fantasma donde ni siquiera
corre el viento para mover los cardos. Mi mujer estaba tirada en el sofá,
destruida por el embarazo gigantesco, lánguida, aplastada por el calor. Yo me
dedicaba a mirar los rayos del astro rey que rebotaban en los cristales y
espejos del apartamento, un calidoscopio delirante creado exclusivamente para
nuestra atención. Trataba de no ahogarme con la falta de aire también. Pero
volvamos al jazmín celeste.
Yo
ya había notado que las cosas no iban bien. En general para todas las plantas,
el calor era terrible y no importaba cuanto las regaba, pero el jazmín celeste
parecía muerto. No tenía hojas, más que unas tres marrones, marchitas, y sus
cuatro tristes ramas parecían los famélicos dedos de un anciano. Yo ya había
pensado en tirarlo, pero me habían dicho que a veces los jazmines parecen
muertos y de repente rebrotan. Así que decidí tomar el toro por los cuernos y
lo saqué finalmente de la bolsa de basura negra que todavía habitaba y lo puse
en una pesada maceta. Revolví la tierra, cosa de airearla y me alegré de
encontrar algunas lombrices. Ya puestos a cambiar, lo llevé al balcón del
cuarto, a pesar de que ese sol indolente sólo prometía sequía y aridez. Y no
podía hacer más nada. Sólo restaba esperar y regar, sobre todo esto último.
Mi
mujer no dijo nada, pero de su total quietud adiviné que me tocaba a mí hacer
los mandados. No era el mejor día para ponerse a cocinar, por lo que me decidí
a comprar unas milanesas en la pollería que está frente al súper. Encontré la
puerta del lugar trancada y las vendedoras que me miraban tras los vidrios casi
con pánico. No supe que hacer y me limité a saludar quedamente con una mano. Al
cabo de un momento una, la más veterana de las dos, acudió a abrir la puerta. Se
disculpó y me dejó pasar, para inmediatamente poner la tranca de nuevo. La más
joven me contó, mientras fritaba mis milanesas, que habían trancado después de
que un chorro había entrado hacía poco rato. ¿Las habían robado? No, justo
entraron dos parejas y el tipo se fue sin pedir nada. ¿Y entonces porqué la
tranca? Porque se había limitado a entrar en el supermercado de enfrente. Había
dejado un cuchillo en la cornisa de una ventana antes de entrar, agregó la
veterana. Yo me rasqué la cabeza, incrédulo, pero la veterana aclaró que le
parecía lógico. Había siempre policía en el súper y con la facha que traía el
chorro, seguro no le iban a sacar los ojos de encima. ¿El cuchillo sigue en la
cornisa? Sí, joven. Ahí sale, dijo la más joven, con los ojos relampagueando del
miedo.
En
la vereda de enfrente apareció un muchacho de aspecto, lo confieso, temible. No
era tanto su vestimenta- la gorra con visera, la camiseta sucia, los vaqueros
gastados- que sí era calcada a ese casi uniforme de marginal que se estila hoy
día, sino su cara lo que daba escalofríos. Enrojecida por las drogas y el
alcohol. La mirada perdida. Los ojos hinchados, con bolsas bajo los párpados.
La manera en que masticaba los bizcochos que había traído del súper.
Efectivamente, tomó algo de la cornisa y lo metió bajo la camiseta. Luego fue
caminando calle abajo, en la misma dirección que mi casa.
Salí
de la pollería y las mujeres volvieron a trancar a mis espaldas. El muchacho se
había sentado en la esquina de enfrente a mi casa y liquidaba sus bizcochos.
¿Estaba vigilando? Me parecía que estudiaba a los casi nulos peatones, yo
incluido, como se evalúa un pollo antes de desgañitarlo. Me rezongué mentalmente.
¿Tan prejuicioso me había vuelto? ¿Era posible que ante el simple aspecto de
alguien yo sintiera este hielo que me caía por la espina dorsal? Llegué a mi
casa y subí las escaleras, trancando la puerta de abajo, aunque solíamos
dejarla sólo con el pasador. Arriba mi mujer ya había puesto la mesa. Antes de
sentarme a comer, miré por el balcón del living. Seguía sentado ahí y sí,
parecía medir a todo aquel que pasaba. No me miró. La gente no suele mirar para
arriba.
Después
de comer, mientras mi mujer volvía a caer en el sofá- el calor era tal que una
siesta era una idea imposible- y ponía la tele, me volví a asomar al balcón.
Había desaparecido. Me avergoncé de la descarga de alivio que sentí. Me comparé
tontamente con una gacela que festeja la ausencia del león. Me sentí un cobarde
y me puse a mirar la tele.
Al
rato, mi mujer descubrió que nos habíamos quedado sin leche e insistió en ir
ella misma al súper. Yo sentí que algo me incomodaba y antes de que saliera,
miré por ambos balcones. Lo descubrí ahora por el del cuarto. Estaba sentado
pocas puertas más allá de mi balcón, mirando pasar los solitarios autos. Dije
algo sobre ir yo, pero mi mujer ya bajaba la escalera. Me quedé en el balcón,
sin sacarle los ojos de arriba al tipo. Sentía la garganta llena de bilis. ¿Y
si se levantaba y daba vuelta a la esquina? ¿Y si volvía al súper? ¿A la
pollería? ¿Y si se metía con mi mujer embarazada? Me daban tantas ideas vuelta
en la cabeza que casi ni sentí volver a mi mujer. Había comprado helado. Yo
volví adentro y a la tele.
A
media tarde fui a regar las plantas. No había caso. El jazmín celeste estaba
muerto, había que admitirlo. Seguir echándole agua era negar lo inevitable. Me
sentí absurdamente triste. Por el jazmín. Por no poder estar tranquilo un
sábado de tarde. Porque la simple idea de mi mujer caminando cuatro casas hasta
el súper me hacía sentirla desprotegida y desprotegido yo mismo. Porque ya uno
no puede ni estar seguro en su propia casa. Me acusé de paranoico. De miedoso.
De dejarme llevar por la sensación de que mi mujer estaba embarazada y sólo me
salía cuidarla. Y en eso estaba cuando lo vi.
No
sé cómo lo había hecho, pero había logrado que parara un auto. Estaba inclinado
casualmente sobre la ventana del conductor y cualquiera que lo viera, supondría
que daba indicaciones o las pedía. Pero yo, desde mi altura privilegiada, podía
ver el cuchillo. No amenazaba a la mujer que manejaba, ni a su acompañante, que
también era una mujer, sino que hacía gestos mínimos con él, a pocos
centímetros de sus rostros. Casi podía imaginar lo que decía. La plata o te
corto. La guita o te mato. Dale puta. Dame la plata.
Me
metí para adentro de un salto, con las venas latiéndome en las sienes. No
quería que casualmente alguna de las mujeres me viera en el balcón sin hacer
nada. Me había parecido que la acompañante me había notado regando las plantas.
Tragué saliva. ¿Había llegado a ver la mirada de la mujer fija en mí? Y
entonces lo hice. Sin pensar. Sin medir. Sin apuntar. Sin dudar. Salí de nuevo
al balcón y agarré la maceta del jazmín celeste. La tire sin fijarme. La vi
hacer una perfecta parábola en el aire e impactar de lleno en la cabeza del
chorro. Sentí un crujido seco, el de la maceta al romperse, pero ya estaba
adentro de nuevo antes de verlo caer. Escuché, si, el motor del auto acelerar y
salir a escape. A lo lejos una frenada. Casi salían de una para caer en otra
peor.
Sentía
la cara arder y casi no podía respirar. Miré asombrado como me temblaban las
manos y sentí escalofríos por todo el cuerpo. Mi mujer dijo algo desde el
living que no entendí. Me zumbaban los oídos. Como un autómata llegué hasta el
sofá y me puse a mirar tele. Ella me hablaba cada tanto y yo contestaba con monosílabos,
tratando de disimular el temblor de mis manos que no paraba. Al rato me
preguntó que me pasaba. Le dije que me dolía la cabeza y me dejó tranquilo.
Poco después, me trajo un vaso con agua y una aspirina que me tomé sin decir
palabra y seguí mirando la tele.
Tenés
que ver esto, la escuché decir desde el cuarto. Estaba asomada al balcón. Yo
fui hasta ella como si me empujaran, sin ser dueño de mis pasos. Me asomé y
miré. Había dos patrulleros, una camioneta también de la policía y una
ambulancia. Y muchos curiosos. No había sonado ninguna sirena. Habían llegado
como silenciosas bestias de carroña. No se llegaba a ver al chorro. La multitud
de cuerpos lo tapaban. Iban y venían con calma, sin apuro. El calor era
demasiado para correr y el que ya no hubieran subido a nadie a la ambulancia mostraba
además qué no había motivo para ello. Nadie miraba para arriba, pero ahora no
hubiera importado. Todos los vecinos que tenían balcón, hacían uso del mismo.
Dije algo sobre el morbo de la gente y me metí para adentro. Sentía nauseas. No
tardarían en llamar a mi puerta. Una maceta en el piso, mi balcón casi encima.
No era necesario ser un genio. Mi mujer seguía en el balcón y le grité alguna
incoherencia sobre el sol y el embarazo. No me hizo caso. Yo, porfiado, me
concentré en la tele. Las imágenes y colores pasaban frente a mis ojos pero no
tenían sentido. Algo decían, pero para mi eran murmullos inteligibles. Los
balbuceos de un idiota.
Mi
mujer se desplomó en el sofá y me comentó algo, a lo que asentí sin entender.
No tardó en pararse de nuevo y correr- todo lo rápido que podía- hasta el baño.
Yo, como impulsado por un resorte, tomé una maceta del balcón del living y con
rapidez, ocupé el vacío que había dejado el jazmín celeste en el balcón del
cuarto. Luego volví al living y corrí todas las macetas del balcón para
disimular la faltante. No iba a engañar a nadie. La marca de la maceta del
jazmín celeste era más grande que la que había puesto en su lugar. Cualquiera
con algo de atención notaría la falta, el cambio, el crimen. Pero no se me
ocurría qué más hacer. Mi mujer volvió del baño y seguimos viendo la tele.
Afuera, el sol empezó a batirse en retirada, más no así el calor. Yo sentía las
gotas de transpiración correr por mi espalda y el incontenible deseo de asomarme
al balcón del cuarto y ver qué pasaba. Dije algo del calor y darme una ducha,
para combatir la tentación. Me di un baño largo. Escuchaba en cada golpe, cada
crujido, la puerta de mi casa, la llegada de la policía. Cada comentario de mi mujer
me parecía referido al jazmín celeste faltante. Pero no era así. Pasaban las
horas y nadie llamaba, nadie venía, nada pasaba.
Sólo
a la noche me volví a asomar al balcón, para cerrar los postigos. No había
patrullas, ni camioneta, ni ambulancia, ni cuerpo, ni sangre, ni cuchillo. Sólo
la maceta rota con el jazmín celeste, cuyas raíces asomaban entre la tierra. La
habían barrido junto al cordón de la vereda. Me pareció ver un brote verde asomando.
Cerré los postigos y me acosté a dormir sin decir otra palabra.
Agosto de 2009
* Agradecemos al autor la gentileza de permitirnos publicar este cuento.
Muybueno el relato jazmin :)
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