Desde que tengo uso de razón siempre
trabajé. Por hora, con jefe, sin jefe, por temporada, con novias, contra ex
novios. Siempre. Solo a mí me sorprende eso. Para todos es algo normal y yo no
lo entiendo. Hay uno que sube con una bicicleta roja, Olmo, cambios Shimano
medio noventosos de aluminio, vincha y botellita haciendo juego con los
plásticos. Siempre que entra al furgón grita "mirá si será malo trabajar
que te pagan para que lo hagas". A veces uno se le pone a charlar. Otras
veces ni lo miran. Debemos ser los mismos pero como siempre voy leyendo o
maquinando problemas con mi falta de entusiasmo para la vida medio que no
conozco a los colegas. Debo ser el gorrita de los libros, el amargo de los
auriculares, el zoquete que no pestañea y todos esos apodos que inventamos para
los que vemos seguido.
Las madres de todos son las señoras que
cargan las bolsas de plástico que viajan vacías hacia la boca de lobo y vuelven
cargadas de carne de exportación, remeras del Paraguay, collares de Balvanera.
Imaginate que la tormenta se avecina, ves el último tramo del recorrido y tus
hijos, tus tíos o tus viejos están re lejos, ¿qué hacés? ¿Vas a pensar en ellos
durante los últimos segundos de vida? No; los reemplazás. Y si la quedás es
porque la quedamos todos. Y si la quedamos todos al mismo tiempo y a tu lado
está tu primo, tu tío el que guiña los ojos o tu mamá vos te abrazás a ellos y
te olvidás de tu pasado y decidís en una fracción de segundo: yo me muero pero
abrazado a mis seres queridos, acá, en el furgón de las bicicletas.
No me gusta sentarme, viajar sentado; me
gusta viajar donde viajan las bicicletas, el olor amoniacado, la rusticidad, el
ruido de los que paran de vender un segundo y gritan anécdotas o se fuman un
canuto. Me gusta saber que estoy haciendo cagada porque si no tengo bicicleta
no tengo derecho a estar ahí. Me gusta. El otro día, uno que bajaba en Morón me
preguntaba en tono de apuesta: ¿cuántos de los que están acá no trabajan? ¿Te
animás a tirar una cifra? Todo es una apuesta en el furgón, a cada minuto vas
dejando de lado la estupidez de la responsabilidad, hay días en los que
realmente dudás de si vas a llegar al trabajo sano y salvo. Los días de suerte
uno comparte un cigarro de prensado, todos boqueamos, hay simulacros de pelea
entre risas, los más viejos guiñan los ojos a los más jóvenes sin explicar por
qué lo hacen aunque vos tenés la certeza de que están moviendo las columnas de
la estructura de nuestro presente, las ramas del árbol de nuestro previsible futuro.
Entonces, cuando te guiñan los ojos querés hacerte amigo para preguntar
"Oiga, Don, ¿qué vio, en qué anda mi futuro?". Pero ellos apenas si
contestan con un chistido o una mueca indescifrable.
–Dale, viejardo de mierda, contame.
¿Viste cuando al otro no le importa si se
quema, si se golpea, se vuelve traslúcido o le va a dar la fotosíntesis en el
coco? Nosotros, arriba de un tren en el que de un segundo a otro dejaste de
pertenecer a todo lo relacionado con lo orgánico que hay en este mundo pensamos
mucho, demasiado, intensamente aunque solo un ratito. Decidimos en una luz de
tiempo. No dejamos correr los segundos. Hay de los que piensan mucho en poco
tiempo, toman tres decisiones en su vida y se dejan llevar por las
consecuencias. Nosotros no, todos, cada uno de los que sube a este tren de
mierda sabe que tiene que tomar una decisión en una franja de tiempo muy corto:
subo o no, me quedo en la puerta o no, empujo o me dejo llevar, tomo aire o
escucho esta conversación. Si el motor de esta sociedad capitalista y
consumista son las decisiones que toman los más power nosotros vendríamos a ser
los pibes delivery de casco sin visera ni registro de moto. Nosotros hacemos
que funcione, que la ruedita del hamster siga girando, que las mamuchas larguen
calostro en paz. Y digamos una verdad: la vemos pasar. Apenas si al final del
día te cuentan algo gracioso, te dan un cachetazo que te hace sentir la piel o
te fumás un churrasco. Con suerte la evadís si te enfermás, si sufrís un
accidente, si desaparecés de cuerpo y alma en un incendio; no si te drogás o te
emborrachás. Eso es para los gorditos de candadito; vos tenés que hacer
funcionar el sistema, cobrando dos mangos, chupando medias si te animás. Vos no
evadís el bulto porque vos sos el daño colateral necesario para que el resto
pueda sentir pena, empatía, solidaridad. Sos necesario en toda tu extensión,
sin medias tintas, sin llorar la carta. Sos el fósforo dentro de la cajita,
sonajero del cajón de los cubiertos, que te sacuden y, aunque hagas mucho
ruido, cuando te sacan te queman la cabeza y listo el postre, a cantar otra
canción que se viene el Espacio de Publicidad.
En el furgón esas son raíces. Te hacés
árbol en cada viaje. Y cuando te parece que no podés aguantar más llega un
roble de piel curtida y te cierra el pico, te hace reír o te convida un
churrasco y pasás a la primera fila en el campo de batalla. Y mirá que dos o
tres veces pregunté y me contestaron: ¿cuándo vas a cambiar de laburo? ¿No
pensaste en mudarte más cerca del trabajo así no viajás en este tren de mierda?
Tenés familia, en el vagón de las
bicicletas tenés familia. Llegás y están los tíos jugando a las cartas, el
primo berreta que siempre anda cargado con dos o tres churrascos encima:
–Pero, hijo de puta, ¿cuándo te prendés el primero? ¿Al lado de la
cama?
–Yo no duermo, zombie.
* Agradecemos especialmente al autor por elegirnos para publicar por primera vez este cuento.
Tá lindo el cuentico, cortito y al pie...como para leer en el furgón del san martin...
ResponderEliminarGracias!