Por Carolina Bello *
Nadie vio nada. Ni Yolanda, que andaba pastoreando a esa hora, tampoco Jony, que un rato después y ante mi desconsuelo me pondría la mano en el hombro tratando de calmarme con esa clase de sentencia que anuncia algo como: sí, es terrible y menos mal que no me pasó a mí. Lo cierto es que ese mediodía fui yo el que me encontré de frente y sin anestesia, con los restos de una escena que marcaría para siempre la vida de la familia. Todos sabemos, hasta hoy, que meses después de lo sucedido el disgusto le costaría a mi vieja la movilidad en la mitad de su cuerpo.
Se habían robado todo. Y cuando digo todo, es que probablemente los ladrones habían estacionado en la puerta un camión de fletes. Era inexplicable. La reconstrucción de los hechos en mi mente, en la de mi viejo, en la de mi vieja, y en la de mis hermanos que, para aquel entonces ya no vivían en casa, la posibilidad de un hurto como ese en pleno día. Ni las sábanas habían dejado. Las herramientas de mi padre, los cubiertos, la tapa del water. Era como los restos de un incendio, pero sin cenizas.
Yo venía de Centenario y me detuve un rato en la esquina de Urquiza a conversar con el negro Verón. En esos diez o quince minutos los tipos estaban aún adentro, eso lo tengo claro. Porque cuando abrí el portón me di cuenta de que alguien lo había dejado mal cerrado, y eso era cosa del Tío Antonio, que hacía muchos años había dejado de vivir ahí. En el jardincito intuí que algo andaba mal. Pero cuando detecté que la puerta de calle estaba destrozada por debajo y encima de la cerradura, supe que del otro lado, la casa me esperaba abierta y vacía. No reparé en ese momento en el peligro que suponía entrar solo, sin avisarle a nadie del nefasto hallazgo. Así que entré. Ni siquiera vi una escena desprolija, de objetos desparramados por el piso. Los chorros habían tenido el oficio de cumplir con sus axiomas al pie de la letra. Entraron a robar, y robaron. Plata no buscaban. Sabían que mi viejo era sanitario de profesión, una familia de las más humildes de la cuadra. Pero también es claro que nos conocían. Que sabían que me vieja se iba a hacer los mandados y cuando cerraba la puerta cancel gritaba “¡ya vengo!”, simulando una inexistente presencia al otro lado.
Una vez adentro caminé los primeros metros aguantando las lágrimas. Miré en el primer cuarto, faltaba la radio. Era una de esas a válvula, antigua, que años atrás había nucleado gente a su alrededor. A la tele no la lamentamos porque nunca tuvimos. En el segundo cuarto, el de mis padres, los cajones del ropero estaban arriba de la cama, vacíos. Y la cama solo mostraba el colchón, ahí me percaté de que se habían robado también los juegos de sábanas que mi vieja cuidaba como un tesoro. Al lado de la puerta de mi cuarto, el siguiente, sobre una baldosa encontré un cigarrillo a medio apagar y en ese momento, como un detective, concluí que efectivamente los tipos estaban en casa mientras yo hablaba con Verón. Y me dio rabia. Porque sin el diario del lunes probablemente yo hubiera entrado a casa, sacando fuerzas vaya a saber de dónde y, apareciendo por detrás, hubiese sorprendido a uno de los ladrones agarrándolo del cuello, y hundiéndole la nuez con el antebrazo le hubiera dicho “qué hacés la concha de tu madre”, y el tipo se hubiese resistido, pero seguro que no me vencía, porque yo tengo más fuerza que él, y ahí lo daba vuelta, y le ponía la mano en la garganta arrinconándolo contra la pared y el tipo me hubiese pedido piedad, y de pronto aparecía otro tipo, justo cuando éste ya estaba sin aire, entones yo me daba vuelta, y le daba una patada en los huevos y lo doblaba, y cuando el tipo estaba encorvado, le encajaba un rodillazo en la pera y le dejaba la jeta sangrando, y los agarraba a los dos y los sacaba a patadas en el orto, y les decía que ni se les ocurriera asomar el hocico de vuelta por casa, porque la próxima vez no había chance de perdón, “¡clarito hijos de una gran puta!”
Aplasté el pucho como si fuese una cucaracha a la que liquidás con el placer del asco. Me sequé la transpiración de las manos contra el pantalón y entré a mi cuarto. Mis pertenencias eran esa clase de objetos que, privados de su valor simbólico, son trastos para cualquiera que no sea yo. Desde el punto de vista de un ladrón, las cosas son evidentemente diferentes. El ladrón es adiestrado en la tarea que supone dotar de valor a cualquier objeto que en principio le sea ajeno. Con decir que no me habían dejado ni la lata de las bolitas y los bochones que conservaba desde mi niñez. No eran dignas ni de feria esas bolitas, pero se las habían llevado igual. Me dolió. Era el cuarto golpe. Aún seguía en pie. El ropero, abierto de par en par, estaba vacío, vacío.
Había dos cosas que me importaban: mi radio portátil y la foto. La radio la tenía conmigo en el mismo lugar de siempre: el bolsillo del pantalón. Menos mal. La foto. En un principio no reparé en la posibilidad de su desaparición, porque subestimé a los chorros, pero ahora, mientras miraba sentado desde la cama a la única percha balanceándose dentro del ropero, se me dio por pensar en que esa foto, por histórica y por reliquia, era, sin dudas, el objeto más valioso de la casa. Y ahora estaba en manos de unos tipos que se habían llevado mi casa al hombro, y que probablemente ni siquiera habían reparado en el valor de la imagen. Me puse a llorar. Como un niño, con lágrimas, y con ruido. Miré la marca en la puerta del ropero, y lloré un poco más.
Me la había ganado en el sorteo de un programa de radio. No sé ni cuantas cartas llegué a mandar, pero lo cierto es que aquella noche, llegué a mi casa y me encerré en mi cuarto luego de sintonizar la emisora a esperar con esa clase de ilusión que uno se inventa para contentarse con algo. El sorteo se hizo con escribano público presente, porque las cartas de los oyentes habían superado las expectativas de los conductores, que de a poco fueron convirtiendo al sorteo en un evento de importancia que debía ser fiscalizado. El premio era una foto de los Beatles procedente de Liverpool (me la dieron con el sobre y los sellos de correo que autenticaban la ciudad de origen) autografiada, de puño y letra por los 4. Así que esa noche, hacia el final del programa, se realizó el sorteo. Cuando escuché mi nombre le di una piña a la puerta del ropero, no lo podía creer. Y festejé en silencio, como siempre. Días después, cuando mi viejo vio la marca en la madera me puteó con ganas previo boleo en culo, pero me importó poco, tanto que ni siquiera esbocé una explicación, por más legítima que fuera la causa.
Cuando constaté la ausencia de la foto, no pude lamentarme por nada más. Es claro que las ausencias se irían amontonando de recinto en recinto. Así que salí a la calle. Quise cerrar la puerta con llave pero había quedado tan desvencijada que no hubo manera de lograr que las barras de la cerradura se encastraran en los agujeros del marco. Así que la casa quedó abierta, si querían volver a robar, quedaban las baldosas y las sombras de los muebles en las paredes como el musgo después de una inundación.
Empecé a correr. Centenario es una calle que me vio escapar muchas veces. Pensaba en mi vieja, en el dolor; pensaba en mi viejo, y cruzaba los dedos. Pensé en llamar a mis hermanos. No lo hice. Ya se iban a enterar. Corrí muchas cuadras por el cantero, hasta que me empezó a traicionar la respiración. Así que paré. Encorvado, apoyé mis manos sobre mis rodillas flexionadas, miré el pasto mientras recuperaba el ritmo y decidí pegar la vuelta.
Si hay una imagen que me va a acompañar para siempre, aunque parezca demasiado tiempo, es la de mi vieja sentada en el cordón de la vereda, tapándose la cara, rodeada por tres o cuatro vecinos que le ponían las manos en los hombros, o en la cabeza. Me acerqué despacio, cuando los vecinos me vieron se apartaron lentamente, pero sorprendidos, como si estuviesen ante un fantasma. Me senté al lado de mi vieja.
- Nos robaron la casa mijito, la casa.
- ¿Y papá?
- Está adentro.
- ¿Llegaron juntos?
- Si...
- Va a estar todo bien má, en serio. Quedate tranquila. ¿Querés un vaso de agua o algo?
- No, no quiero. Andá a ver a tu padre.
Cuando me paré, le hice seña a Verón que andaba en la esquina. Verón me guiñó el ojo sano. Entré a casa. El eco era silencio de mausoleo, ese que se devora los pasos luego de avisarte que vos también estás ahí, solo.
Mientras avanzaba por el corredor otra vez me vinieron ganas de llorar, pero me aguanté. A mi viejo lo encontré en el fondo. Estaba sentado en el piso, la espalda contra la pared y los antebrazos sobre las rodillas. Por suerte las dos damajuanas habían sido parte del robo.
Le ofrecí un cigarro, aprovechando un momento de triste complicidad para batirle que fumo. Me lo aceptó. Mi viejo tenía fija la mirada en la pared de enfrente. Un verde agua que se descascaraba con los días. Nos quedamos en silencio el rato que duró el cigarro. No sabía qué decirle, así que no dije nada.
Los minutos caían despacio en el fondo de casa. Sentimos ruido desde la cocina. Era mi madre, corroborando huecos en los estantes y en la alacena. Me paré para ayudarla.
- ¿Se llevaron tu foto, no?- me preguntó mi padre.
- Se llevaron todo papá- le dije, antes de volver a entrar.
* Agradecemos especialmente a la autora por elegirnos para publicar por primera vez este cuento.
Me gustó el cuento, el detalle del final te deja un sabor bastante dulce, no? Me gusta
ResponderEliminarTotalmente.
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