Por Agustín Acevedo Kanopa *
“I am sitting in a room
different from the one you are in now”
Alvin
Lucier
No es algo de lo
que particularmente me enorgullezca, pero me gusta grabar las conversaciones de
la gente. No es tanto por el placer de escucharlas, sino de grabarlas,
conservarlas ahí, como
aguaciles guardados en frascos, que al agitarlos volvieran a la vida.
Leí en algún lado que el sonido tiene una
cualidad material que lo hace más real que la imagen. La imagen no puede
atravesar la materia (bueno, a no ser los vidrios, y esas cosas), pero el
sonido sí. Un auto choca y desde mi casa no lo puedo ver, pero el sonido se las
ingenia para colarse entre los poros de mis paredes. Mientras las imágenes –por
más perturbadoras que resulten- no hacen daño propiamente dicho, el sonido a
determinado volumen puede destruir un tímpano, romper vidrios, provocar
avalanchas. Tengo unas filmaciones de un amigo que murió hace algunos años, un
extraño accidente automovilístico que apareció en los diarios. En la filmación,
el tipo tiene veinte años y hace un divertido número fumando por la nariz y
largando el humo por la boca. El de la cámara le pregunta qué van a hacer más
de noche, y el tipo, recostado en un sillón responde algo así como que eso
depende de otro amigo mío -que en aquella fiesta jodíamos con que era yeta para
a las salidas. Verlo ahí, en aquella filmación, más allá de que recrea una
situación cotidiana de aquel entonces, no me genera ninguna emoción en
particular. Sin embargo, hace unos meses revisaba unos viejos cassettes de
audio, y ahí encontré la grabación de un programa piloto de radio que andábamos
armando -y que por supuesto nunca llegamos a presentar. Y es ahí que aparece la
voz de este amigo y se me descalabra el mundo por completo. El tipo discute
sobre quién sería la versión de Elvis en la música uruguaya, pero todo lo que
dice se vuelve otra cosa, como
la confirmación indiscutible de algo que se te viene encima. Uno podría decir
que aquello es tristeza, pero la sensación es otra. Es casi terror, como si fuera la
materialización misma de un fantasma. Por esa comparación, me da la impresión
que, de cierta manera, las imágenes se quedan como en una imitación de las
cosas, pero el sonido, sin importar cómo se registre, permanece en su verdadero
estado, su “estado material”, por así decirlo, y escuchar aquello es como tener
el cuerpo de aquel momento, o de aquella voz dentro de un frasco, volviendo al
ejemplo de los aguaciles. Ahora que lo pienso, no por nada las sesiones de
espiritismo suelen involucrar más a voces que a imágenes, pero con todo esto me
estoy yendo de lo que realmente viene a cuestión, que es mi gusto por grabar a
la gente. Hasta donde sé, no es algo propiamente ilegal, como podría ser intervenir en conversaciones
telefónicas (algo que no se me ocurriría hacer –y mucho menos contarles). No,
yo tengo un walkman grabador, junto a un minúsculo micrófono (casi de
espionaje), y en momentos específicos se me ocurre apretar el botón REC.
La primera vez
había sido sin querer. Estaba yendo al toque de una banda que ya hace unos años
que se separó y se me ocurrió la idea hacerme como un bootleg de esas presentaciones tan
erráticas y llenas de improvisaciones que eran sus en vivos.
En el ómnibus
había dos veteranas sentadas delante de mí que hablaban casi a los gritos sobre
un asunto al que no presté particular atención durante el trayecto. Una vez
dentro del boliche, fui al baño a cablearme como si fuese un
informante de los Servicios Secretos. Ahí fue que me di cuenta de que el lado-a
del cassette
se había grabado sin querer. No di mucha bola y puse a grabar la cinta del otro lado.
Cuando llegué a
casa me puse a escuchar la grabación. No tardé mucho en dormirme, pero una hora
después me desperté con la grabación ambiente de un ómnibus, y las voces de dos
mujeres que tardé en reconocer como las dos
veteranas que se habían sentado adelante (antes de que salten, tengo de esos
reproductores que al finalizar una cara del
cassette pasan automática a la otra). No pude volver a dormirme y, con miedo de
quemar a la banda que había ido a ver, me colgué escuchando a las viejas. En la
grabación, una de las señoras habla de su hija, y de cómo iba a entrar a una
firma de abogados que está en las torres nosequé, pero que al ver el mal
ambiente laboral, decidió irse antes de ser contratada. Extrañamente, ni bien
se terminó la media hora grabada, en vez de pasar a la presentación de la
banda, decidí encajar un rewind y volver a escuchar aquella conversación.
Fíjense que debían ser como
las seis de la mañana, y yo ahí, escuchando la grabación ambiente de un
ómnibus. Tardé en darme cuenta de que lo que me había llamado la atención de la
grabación era la forma de hablar de la veterana –mejor les pongo un nombre,
porque si no explicárselos se me vuelve tremendo quilombo… veterana alfa, les sirve?, Bueno, prosigo. Volvía a escuchar eso, y
entonces descubría ciertas inflexiones, algunos rodeos que volvían todo lo
dicho completamente diferente a lo que había escuchado en un principio. En esta
nueva versión, hay una parte en la que hay como unos pequeños segundos de silencio. La
otra interlocutora –veterana beta- le
dice, ah, entonces al final no entró, y veterana
alfa le dice bueno, entrar entrar, no, pero fue distinto. Queda un segundo
en blanco, y antes de que intervenga la otra retoma: lo que pasa con Adriana
–sí, creo que ese era el nombre- es que ella siempre fue muy, como decirlo, solidaaria (las dos a son mías), y ese ambiente le chocó bastante.
Espera unos segundos y la veterana beta
dice sí, me imagino, y veterana alfa
retoma diciendo sí, sí, ella no está para esas cosas. Se le pregunta si pasó
algún problema específico y ella responde problema problema, no, pero… cómo
decirte, es un lugar donde pisan cabezas, donde todos están en la suya, y
Adriana, como se crió con otros valores, al final se dio cuenta de que no iba a
ser bueno trabajar en un lugar como ése. La otra señora a cada rato suelta un
claro, un por supuesto, un y si…cosas por el estilo. Es probable que piensen
qué tiene esto de particular, y la verdad es que no tiene nada, pero es como pasa con ciertos
chistes: si no lo ven –o escuchan- ustedes mismos, pierde gran parte de la
gracia. Lo que me llamó y me sigue llamando la atención de la grabación es que
a la tercera, cuarta escucha, uno se da cuenta de que veterana alfa está mintiendo. No es que uno encuentra un nuevo
significado en una palabra, o que encuentra algo que no había escuchado antes.
No, no es eso, lo que uno escucha es
lo mismo. Sin embargo, es la repetición en sí lo que cambia las cosas. Al
escucharlo por cuarta vez uno se da cuenta de una incomodidad imperceptible a
simple oída, un cierto temblor en la voz, la repetición de ciertos recursos
–por ejemplo, problema problema / entrar entrar- como pudiendo despejar
todas sus variables en una especie de álgebra de engaños. Ahí, uno se da cuenta
que Adriana, su flamante hija egresada en tiempo récord de la Universidad de la
República, tras un corto período de prueba, no resultó ser lo que esperaba la
firma. Esto sería una simple mentira, pero la vuelvo a escuchar –lo estoy
haciendo en este momento, lástima que no puedan ustedes- y me doy cuenta de que
no sólo soy yo quien se da cuenta de la mentira. Veterana-beta sabe que veterana-alfa
miente. Y veterana-alfa sabe que veterana-beta sabe. Y veterana-beta sabe que veterana-alfa también sabe que ella
sabe. Pero la charla continúa. Ambas se empeñan en salvar a la pobre Adriana
del fracaso. Ambas lo hacen con lo último de sus fuerzas, están las dos ahí,
sacrificándose, nadando en su mar de saliva hasta ahogarse, como
lo hacen los suecos en las aguas del
norte. Y ahora, a una distancia mucho mayor a la de aquel asiento de distancia,
yo me doy cuenta de que todos saben, y más que preguntarme por qué lo hacen, me
gusta seguirles el rastro, ver cómo todos saben, pero lo siguen haciendo.
Después de esa
grabación, lo volví a hacer, pero de manera algo esporádica. Con el tiempo
empecé a hacerlo más seguido. Las primeras veces sucedían de manera
circunstancial, pero con el tiempo comencé a salir exclusivamente a eso, con el
pulgar adentro del
bolsillo, acariciando el botón rojo. No voy a negar que al principio sentía
todo aquello como
medio enfermizo, pero supongo que todos terminamos aceptando casi todo a fuerza
de costumbre.
En general me
gusta grabar a gente desconocida, aunque unas pocas veces he grabado a amigos y
compañeros de trabajo. Al principio solía llegar con varias conversaciones al
pedo, pero con el tiempo uno va desarrollando una especie de sexto sentido para
anticiparse a una charla particular.
Pero seguro que
lo que me hizo seguir tomando registro de estas conversaciones una y otra
vez fue el hecho de que la experiencia
de las veteranas se fue repitiendo de formas similares de una grabación a otra.
Ahí fue que me di cuenta de que cualquier hecho, repetido veinte veces, termina
convirtiéndose en algo diferente. Mismo, creo que era Goebbles que decía que
una mentira repetida mil veces se transforma en verdad. En mi caso, creo que es
al contrario. A cada rewind lo que dicen las personas se comienza a despojar de
capas, como si
uno fuera pelando una cebolla. A simple vista las cosas parecen limpias,
tersas. Mientras que estoy contándoles esto, en mi computadora aparece una
escena actuada por Nicole Kidman. Uno le ve la piel, y parece de porcelana.
Hasta a uno le da miedo que de caerse se haga añicos. Pero el tema es que estoy
seguro de que si la cámara se empieza a acercar lo suficiente, aquella mejilla
rosada va a mostrar sus poros, ínfimas vellosidades enquistadas, y si pudiera
acercarse con un lente microscópico, en esa parcela de piel uno podría
encontrar un violento continente, lleno de bacterias, mitocondrias y
anticuerpos uniéndose a un sucio festín caníbal.
Con las
conversaciones pasa lo mismo, uno encuentra lobos marinos muertos en donde
menos se los esperaba.
En una parte de
mi cuarto escondo los cassettes. Se me ocurrió numerarlos, y en un cuaderno
aparte mantengo como
un inventario de cada uno de ellos, bautizando sucesivamente a la situación o a
las personas grabadas. Supongan, el cassette ocho en el lado a tiene a “chica
de buzo azul”, “Mabel” y “uruguayan psycho” –un pseudo yuppie del que otro día
tendría que contarles. En el cassette doce, del lado b está “Maicol y Yenni” y “cajera
lesbiana”. Y así. No es que sea obsesivo, ni nada por el estilo, pero me
resulta útil para localizar las conversaciones sin estar dando vuelta mi
cuarto.
Tengo dieciocho cassettes,
grabados en un período de cuatro años, más o menos. De todas las grabaciones,
hay tres que las vuelvo a escuchar una y otra vez.
1) La primera,
el cargue de un tipo semiborracho a una mina en la puerta de un boliche
cerrado. Eran más o menos las seis de la mañana y yo estaba achicando para no
vomitar en el primer taxi que me subiese. Uno de los mozos del boliche acababa de cerrar el tejido
metálico y ya no quedaba nadie, salvo algún cuidacoche espectral que caminaba
por la calle vacía. Ella estaba parada en la puerta, fumando y mirando la
calle, como si
estuviera esperando un auto que nunca aparecía. Yo estaba sentado sobre el
cordón de la vereda, a escasos metros de ella. Era una minita regular, que
tenía cara de venir de una fiesta horrible. Capaz que mi recuerdo retoca la
historia, pero tuve un pequeño enamoramiento, no de ella, sino de su soledad , o de la
frustración que los dos parecíamos compartir. Igual, me sentía demasiado mal
para intentar hacer cualquier cosa. Este otro tipo, el que estaba borracho, no
sé si más que yo, pero seguramente en un formato más sociable, enseguida se le
puso a hablar a la mina. En sí no es una conversación muy memorable, pero lo
que vuelve a la grabación algo perfecto es lo lastimoso que resulta ser el
acercamiento del tipo, intentando elaborar
pseudo piropos que a la flaca le rebotan como
si nada. Yo prácticamente les estaba dando la espalda, pero no me costaba
imaginarla a ella mirando para adelante, sin siquiera girar su cabeza hacia el
pesado que seguía hablándole. Pero si esto es desconcertante, lo más
inconcebible es que el tipo se la termina apretando. Ahí mismo. En la cinta eso
no se percibe salvo por un súbito silencio que se levanta frente a los
estúpidos cargues del
tipo. Uno lo escucha de vuelta, y en ese silencio recuerda y reinterpreta a
aquel gil apretando con esa mina que parecía imposible. Dependiendo del día, me
molesto o me cago de la risa. De forma normal o masoquista, el goce es el
mismo.
2) La segunda
cinta se llama “Ángela”. La grabé en un 405 de la Unión a Pocitos. No hay nada
muy particular en la conversación. Está esta chica y su novio, conversando sobre
el trabajo y un mueble especial que quita demasiado espacio al living de su
casa. Estaban finalizando sus veinte. Ella usaba una tiara bastante graciosa,
una roja con lunares blancos. Se vestían con bastante onda, o eso creo. Los dos
hablaban entre ellos, pero no se miraban. El tenía su brazo detrás de la nuca
de ella, y tenía parte de su frente pegada contra la ventana. Escucho la
conversación, y pareciera como
si cada uno fuese una pared devolviendo cada respuesta, un metódico frontón en
cámara lenta. Recuerdo haberme acomodado contra la ventanilla para verla mejor.
Pelo castaño, unos ojos negros y enormes, unas pecas desperdigadas que la
hacían ver más nena de lo que era. Era una mina muy linda. Escuchando la
conversación de los dos, me imaginé que algún tiempo atrás él la había visto
igual a la forma en que yo la estaba viendo en ese ómnibus. Llamadas por
teléfono, una caminata post fiesta por Jackson tapizada de hojas amarillas, un
silencio en una conversación entre ellos, con los dos mirándose sin saber si
reír o desviar la mirada, mientras todavía eran amigos y había mucho que
perder. Bajaron en Bulevar España y Ellauri. Al cruzar la calle él le tomó la
mano, pero esas manos no eran las manos que me imaginaba apretándose en esa
fría mañana de otoño, luego de una noche en que se terminara por desbordar esa
presa que había entre ellos. No, escuchando en la cinta cómo Ángela le reprocha
a su novio lo difícil que era circular en la fiesta que hicieron el sábado
anterior, uno se da cuenta de que esas manos no eran las de antes, y que
posiblemente unas horas después estuvieran ocupadas en otras cosas, como lavar
platos, o mover aquel enorme sillón.
3) “Ciro” es un
cassette entero, y podrían haber sido cientos. Es uno de esos TDK de metal, lo
tengo apartado de todos, metido en uno de los compartimentos de una mochila de
campamento cuyo contenido nunca suelo vaciar. Nunca lo he cambiado de
escondite. Cuando se me da por escucharlo, lo saco y una vez que termino lo
vuelvo a meter ahí, como un bronceador con olor
a coco, que de vez en cuando me pinta abrirle la tapita y olerlo, como una forma de
recordar por unos segundos el verano. Pero no me gusta pensar en Ciro como una forma de
transportarme a una estación, aunque es verdad que Ciro, al menos lo poco que lo
conocí, formaba con el verano, y más que nada, con Punta del diablo, una unidad
imposible de fraccionar.
La primera vez
que vi a Ciro estaba discutiendo con el dueño de una pescadería. Ciro –o mejor
dicho, el tipo que eventualmente conocería como Ciro- intentaba venderle una especie de
anguila, pero el brasilero se negaba con cara de asco. La tenía agarrada de la
cola, y pendía de su mano, sacudiéndose aquellos cincuenta centímetros de peso
muerto a medida que Ciro se enojaba, casi revoleándola con sus ademanes. Por lo
que pude sacar en limpio, Ciro le decía al brasilero que la había pescado, pero
era bastante obvio que se la había encontrado muerta en alguno de esos
camalotes que había dejado una reciente tormenta. Yo miré todo aquello afuera
de la pescadería, a través de los vidrios del local. Ciro salió re caliente, todavía
con aquel bicho colgándole de la mano, y a la media cuadra lo arrojó a una
cuneta como si
fuese un cinturón roto. Me acerqué a aquello que yacía en el pasto con la boca abierta. Recuerdo la
extraña expresión en aquellos ojos saltones, como si aquel ser se hubiera muerto enojado.
Daba miedo, mismo. Aún hoy en día no puedo precisar qué era, y mucho menos en
dónde Ciro lo había encontrado.
Luego resultó
que Ciro era conocido de Rodrigo, y terminó quedándose en ese basurero que
llamábamos casa. Al tercer día de alquiler rompimos la puerta –literalmente la
arrancamos sin querer- y terminamos aceptando la idea de pasar las dos semanas
siguientes sin ella, acostumbrándonos al llegar e irse de gente que tomaba,
dormía, cocinaba y fumaba en los diferentes cuartos de la casa. Ciro no tenía
equipaje salvo una cartuchera de metal que la llevaba a todos lados.
Nunca supimos
qué había en esa cartuchera.
Ni siquiera
tenía un sobre de dormir, pero ahora que lo pienso, nunca, ni Rodrigo, ni
Marcos, ni cualquiera de los que acampábamos en esa casa, vimos dormir a Ciro.
Siempre era la última persona en acostarse y cuando uno se despertaba lo
encontraba mateando o sentado mirando al aire, por lo que nadie puede saber si
realmente dormía.
Extrañamente no
recuerdo mi primera conversación con Ciro. Es como
si de golpe Ciro hubiese aparecido en nuestras vidas con toda naturalidad, como algo que siempre
había estado ahí.
En esas dos
semanas aprendí algunas cuantas cosas de él. Ciro no sabía tocar la guitarra y
poco era lo que le importaba la música –a diferencia de la mayoría de
nosotros-. Ciro jugaba extrañamente bien al fútbol. Extrañamente bien porque su habilidad no coincidía con la imagen
desgarbada del
tipo, esas largas piernas de garza y aquellas patillas peludas, generalmente
tapadas con un gorro de lana, sin importar el calor que hiciese. De hecho, Ciro
aparecía con un montón de habilidades ocultas y cuando uno le preguntaba, el
tipo te salía con otra cosa como si no te
hubiese escuchado, como
cuando arregló un televisor abriéndolo y jugando con sus cableadas entrañas,
relatando en voz alta todo el procedimiento, con nombres técnicos que nunca
habíamos escuchado.
Ciro estaba
obsesionado con los nombres de las cosas. Decía que todos los nombres estaban
mal, incluso los de las cosas más corrientes, como “ducha”, o “playa”, y que
nunca les perdonaría a sus viejos que le hubiesen puesto Ciro. Le dije que si
quería podía inventarse un nuevo nombre, y que todos empezaríamos a llamarlo
así, pero Ciro dijo que no, que la cagada ya estaba hecha. Ciro no tenía muchos
amigos. Todos lo miraban con desconfianza. No con la desconfianza con que uno
recibe en su casa a un ex convicto. No, era una desconfianza diferente. De
todas las personas que estaban ahí, fui yo quien más me le pegué. Una vez
fuimos a caminar de noche y nos quedamos hablando con un matrimonio británico,
una pareja de veteranos que nos invitaron a comer unas rabas. Yo hacía de
intérprete, y Ciro les hacía preguntas extrañas, como si era verdad que la isla de Gran
Bretaña se estaba inundando, un tema que durante toda la charla lo tuvo
completamente obsesionado. Los ingleses –con ese ridículo tono achicharrado que
siempre adquieren cuando toman sol–, debieron haber pensado que Ciro era una
especie de pescador de la zona, gurú, o no se qué, porque le respondían como
diligentes discípulos todas sus extrañas preguntas (que por momentos me daban
vergüenza traducir), y le hacían preguntas medias místicas, como si creía que
había un vínculo especial entre el mar y el alma. Ciro, con la seguridad con
que había relatado sus proezas de electricista, le contestaba hablando sobre un
tío suyo que le dijo que en Francia, el mar es mujer, a diferencia de en Uruguay , que
siempre es el mar. Ahora no recuerdo
bien todas las respuestas –algo que me lamento eternamente no haber grabado–,
pero había momentos en donde realmente pensaba si Ciro no les estaba tomando el
pelo, pero veía la seriedad de aquellos gigantescos ojos verdes, y me daba
cuenta de que Ciro creía en todo lo que estaba diciendo.
En el penúltimo
día de mis vacaciones en Punta del diablo –todos los demás se iban a quedar un
poco más, y con respecto a Ciro, era imposible precisar– nos fuimos caminando
hasta Cabo Polonio. Ciro decía que quería subirse a una duna en particular que
se había subido unos años atrás. Pensé en explicarle lo absurda que era la idea
de subirse a una misma duna, considerando los vientos y todas esas cosas, pero
me ahorré las explicaciones y lo seguí. Arrancamos temprano, Ciro me dijo que
fuera liviano, pero fue ahí que se me ocurrió llevar la grabadora –que ni
siquiera la había sacado de la mochila durante aquellas dos semanas. Caminamos
por la playa, juntamos algunos caracoles que tiramos a los pocos kilómetros.
Cuando pasamos por Valizas, Ciro se quedó hablando con unos tipos que parecían
ex punks devenidos en hippies y los tipos nos regalaron buñuelos de algas. Ciro
siempre comía y tomaba de arriba, pero nunca resultaba pesado. Nos quedamos una
hora tomando un vino casero que los tipos habían hecho y seguimos caminando
hacia el este. Ese último trayecto casi no hablamos, Ciro estaba completamente
concentrado en llegar a esa duna. Unos kilómetros antes de llegar a Cabo
Polonio, Ciro se paró de golpe y me señaló diciendo “ahí, esa es”. Ya era marzo
y no quedaba mucha gente. Nos subimos a la duna y nos quedamos parados, sin
decir nada, como
por cinco o diez minutos. Ciro sonrió y volvió a la playa corriendo duna abajo.
A la vuelta se nos ocurrió sentarnos en unas rocas que eran embestidas por unas
olas que daban miedo. Se me ocurrió subirnos a una roca alta y fina, como si la hubiesen
clavado en el mar, pero para eso había que calcular el momento preciso en que
el agua se retiraba, para subirse a esas peligrosas rocas llenas de musgo. Tras
unos intentos fallidos, terminamos subiéndonos. Nos quedamos sentados. En unas
horas el sol se iba a poner. Se me ocurrió armar unos porros con la mitad de un
25 que nos regalaron los punks sin que se lo pidiésemos. Ciro no quería, por lo
que me quedé fumándolo yo solo. En esas se me ocurrió grabar la conversación.
Ciro estaba hablando de algo de unos nadadores olímpicos, o algo por el estilo,
y cuando le pregunté si le molestaba que grabase aquello, siguió hablando de
esos rusos, pero supuse que estaba bien por él. Grabé una hora y media de
corrido.
Dos lados de
cuarenta y cinco minutos en una conversación con Ciro.
La cinta se
diferencia de todas las que tengo por ser la única en la que yo también hablo.
El cassette empieza con “yo me preguntaba que… por qué la gente no va a la
playa de noche”. Siempre me gusta aquel comienzo, me gusta cómo aparece esa
frase suelta ni bien uno pone play. En un momento de la charla –aún en el lado
a– paramos de hablar y se escucha gritar a Ciro con voz de niño “mirá, mirá eso
che”. Son como cinco minutos en donde sólo se
escucha el sonido de las olas chocándose contra las rocas y el viento dándose
contra el micrófono y cada tanto una intervención mía diciendo “pah, cómo se lanzan”, y Ciro diciendo “mismo, como si estuvieran surfando”. Cuando escucho
esos cinco minutos es como
ver aquellos lobos marinos lanzándose en las olas. En esos cortos segundos de
transparencia que brinda la cresta de la ola se podían ver dos o tres
remontándolas. Era algo que generaba fascinación pero al mismo tiempo miedo.
Luego, los lobos
marinos desaparecieron, como
si se hubiesen convertido en espuma. Casi la totalidad del
lado b es Ciro hablando de un amigo de su padre, que cuando él era chico había matado a un
jabalí de un piñazo. Aparentemente Ciro iba a cazar jabalíes con su padre y sus
amigos a los bañados de Rocha, y aquel señor se había quedado sin balas, y
medio como que se había perdido del resto, o algo por el
estilo. Según Ciro, en una de esas el tipo logra ver el jabalí. “Los jabalíes
te rodean y te atacan de los costados. Hay que tener cuidado con los jabalíes”,
escucho ahora en el cassette. La cuestión es que el jabalí se lanzó sobre el
amigo del
padre, y el tipo sin otro recurso le pegó un piñazo en el cráneo, cuando se le
estaba abalanzando. Supuestamente el jabalí retrocedió unos pasos, caminó medio
despacito, haciendo eses y se desplomó a los pocos metros. El tipo lo había
matado, pero se le quebró la muñeca en tal hazaña. Ahora viene lo llamativo: el
jabalí medía casi un metro y medio de alto. Ciro dice que su padre –del que nunca me dijo su
nombre, aún habiéndoselo preguntado varias veces– y los otros cazadores
quisieron llevárselo para comer, pero que era tan grande que no pudieron ni
darlo vuelta. Hay que reconocer que la historia resulta un poco improbable.
Primero, ¿matar a un jabalí de un piñazo? En los mataderos se solían pegar
varios marronazos a las vacas, y aún así a veces no lograban matarlas del todo. Y después lo del tamaño. Un metro y
medio de alto es difícil de encontrar en un animal que suele ser más largo que
alto. De ser verdad, aquello sería monstruosamente grande, y la idea de poder
matar aquello con un solo golpe es más divagante aún. En el cassette le pregunto
varias veces si está seguro del
tamaño, y Ciro repite que sí, que no está exagerando. Dice que el jabalí se
quedó muerto ahí, y que terminaron quedando los huesos. Dice que su esqueleto
era tan grande, que nunca se terminó de descomponer. Es ahí que cuando faltan
quince minutos para que se termine la cinta, Ciro me dice que si quiero un día
vamos a aquel campo y me lo muestra. No sé a ciencia cierta qué pensaba en ese
momento, pero siempre supuse, cuando de vez en cuando me pinta por escuchar de
nuevo esa grabación, que pensaba que Ciro estaba divagando, y que de cierto
modo le seguía el tren, para continuar escuchando sus historias y teorías, más
allá de considerarlas verdaderas o falsas. Ante la insistencia de Ciro le digo
que sí, que un día de estos lo acompaño a los bañados de Rocha a ver el
esqueleto del
jabalí. Ciro dice “dale, entonces quedamos para un día de estos, capaz que un
fin de semana largo, que vos puedas ir y acampar”.
* Agradecemos especialmente al autor por elegirnos para publicar por primera vez este cuento.
Muy bueno.
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