Por Martín Bentancor *
Tengo que comenzar esta historia explicando quién era Saragosita. Lo demás
es accesorio, al menos por el momento. Basta con saber que ocurrió a orillas
del Ayuí, hace ya muchos años. Saragosita era parte importante del grupo con
esa importancia que en la muchedumbre adquiere el baquiano o conocedor. Hombre
de campo, rostro aindiado, buen jinete y mejor tirador, Saragosita era el ideal
del gaucho nuevo que surgía del punto más recóndito del campo para correr por
las praderas de la Historia (que aun no habían sido alambradas) y servir de
pasto a las leyendas. Podría haber sido el completo símbolo campero, ícono de
fogón y protagonista de alguna décima pero no alcanzaba a completar una
definitiva estampa heroica. Era rengo de nacimiento, tenía la vista torcida (la
miopía suele generar superstición en algunos seres) y su lenguaje era una
mezcla de español primitivo, mezclado con un portugués de frontera y un
indefinido resabio indígena que debía provenir (aquí estoy especulando sin
pruebas) de la sangre de su madre, muerta cuando él nació. Su mote –el único
término al que respondía– era harto dudoso. Saragosita era un claro diminutivo
de Saragosa. ¿Saragosa? No hay registro de ningún Saragosa en los documentos de
la época. Ningún Saragosa surgió de alguna población oriental, ningún Saragosa
entre los españoles que secundaban al demonio Elío, ningún Saragosa entre los
hombres que venían de las provincias, ningún Saragosa conchabado en las
estancias ni en las milicias, ningún Saragosa en los cementerios. ¿De donde
surgió entonces Saragosita? Imposible saberlo cuando el propio Saragosita lo
ignoraba. A todas luces, no era algo que le quitara el sueño al mentado. En
realidad, creo que esta afición de arqueólogos por saber las señas y
coordenadas de nuestro pasado personal (rastrear la historia de un apellido, bucear
en censos y registros migratorios, consultar biblioratos amarillentos) proviene
de nuestra inseguridad y nuestro más temeroso sentido de pérdida de la
individualidad, constante permanente de este fin de siglo. Como sea. En aquel
año de Nuestro Señor de Mil Ochocientos Once, nadie –y mucho menos Saragosita–
se preocupaba por establecer las líneas de su origen y la simiente de su
estirpe. Eran tiempos de cambios, de pólvora, de unión.
Todo empezó cuando el Pueblo Oriental acampó en el Ayuí.
Exacto. No hay registro de ningún tipo que especifique las condiciones climáticas, ni la hora exacta del arribo, ni los preparativos propios de un asentamiento en tales lares. En determinado momento, Saragosita hizo una seña y el conductor tiró de las riendas que sofrenaron el vehículo y el padre Figueredo bajó del carretón y, supongo, se persignó cuando sus pies tocaron la tierra. Tierra firme. La tierra en realidad los venía acompañando desde varios días atrás: tierra en los caminos, en el lomo de los caballos, en los arreos, en los techos de las carretas, en las ropas, en los sombreros, en los cabellos. La tierra era parte fundamental del cuadro con una intensidad tanto o más fuerte que la oscuridad de la noche. Porque la noche desaparece cuando surge el día pero la tierra, irremediablemente, sigue. Sigue aunque adquiera la forma de barro cuando llueve, sigue pegada a los cascos de los caballos y a los tamangos y botas de los hombres. La tierra es un ente omnipresente y mucho más en aquellos días sin rutas ni pavimento. Estaba diciendo que el padre Figueredo se bajó del carretón, se persignó y echó a andar hacia el hombre que montaba el caballo blanco (según Hércules Peñalosa, mi antiguo condiscípulo, amigo, colega y ahora, justo es decirlo, mi rival académico, el caballo no era blanco. Era un tostado, me dijo rotundamente. Para mí era blanco, Peñalosa, qué quiere que le diga.). El jinete contemplaba a hombres, mujeres y niños cargando sus trastos a lo largo del arroyo. El caballo resoplaba, el agua corría, un viejo cantaba. El padre Figueredo -que en un principio había intentado equiparar el Éxodo a aquel otro Éxodo de Moisés y su pueblo por el desierto pero que había desistido cuando comprobó la brutalidad de su parroquia y la tosquedad con que se referían a Dios o a cualquier otro principio celestial– llegó ante el hombre que montaba el caballo blanco -José Gervasio Artigas (1764-1850)- y tomó las riendas con manos temblorosas. El prócer miró al sacerdote con un gesto de preocupación que decía mucho más que lo estrictamente dibujado en su cara. El verdadero rostro de Artigas, que ningún óleo ha captado a la perfección, estaba quemado por la continua exposición al sol y ostentaba una barba de tres días. Algunas canas comenzaban a manchar el negro de los pelos faciales. La nariz no era tan grande como nos aseguran los historiadores aunque, en este preciso momento, queda bastante desdibujada por la severa hinchazón que ostenta su semblante y que, permítaseme decirlo ahora, es el nudo principal de este relato. ¿Te sientes bien, hijo?, le preguntó el sacerdote.
¿Lo tuteaba?
Supongo que sí. ¿Qué razón puede haber para que no lo hiciera? Recuerde que el padre Figueredo era una figura eclesiástica, casi santa, sobredimensionada en aquellas tierras bárbaras donde el trato con los campesinos le adjudicaba un estatus superior. ¿Por qué no iba a tutear a Artigas? El líder del Pueblo Oriental debía consultarlo de vez en cuando y pedirle alguna oración de bienaventuranza. Había una confianza mutua que destilaba compañerismo y camaradería. Recuerde que el clero siempre ha sabido buscar la amistad de los poderosos, sean estos encumbrados reyes capaces de fulminarte con un dedo o líderes sin rumbo que guían a su pueblo hacia una Tierra Desconocida.
No comparto.
No comparta. La historia es mía por derecho propio y no voy a aceptar modificaciones ni cuestionamientos. Mi único contrincante –el profesor Hércules Peñalosa, desde la Academia o desde las páginas de El Nacional – sabe cuál es mi acero y mi verdad y es el único preparado para enfrentarlos.
Estamos en que el padre Figueredo llega ante Artigas que sigue montado, nervioso, cansado, con la mejilla derecha hinchada y la cara desfigurada por el dolor. El padre contempla el rostro del Prócer –con la incrédula convicción de un cristiano ante las heridas de Cristo, diría un mal novelista– con la incrédula convicción de un cristiano ante las heridas de Cristo. Detrás del sacerdote, el baquiano Saragosita asiste a la escena con su rostro impasible.
De pronto, uno de los tres personajes escupe. Artigas no; tiene el rostro tomado por la hinchazón y no puede exigirle a su boca ese esfuerzo de succión y expulsión que requiere salivar. El padre Figueredo tampoco; hombre de la Iglesia Católica practica la doctrina milenaria de tragarse las faltas de su orgullo junto con su saliva y sus mucosidades. El que escupe es el baquiano Saragosita. Lo hace con fuerza, decidido, con cierta elegancia primitiva que llama la atención de los otros dos. En el suelo, húmedo por la cercanía de la corriente natural pero ya marcado por las pisadas recientes de los que viajan, se yergue una mancha casi redonda de saliva y trozos triturados de tabaco.
Eso es una licencia asquerosa.
Ignoraré ese comentario y sigo contando. El asunto es que el prócer y el cura miran al baquiano. Un niño llora a lo lejos (¿Hambre?, ¿Sueño?, ¿Las primeras esquirlas de la Patria que nace marcando la carne joven, la carne de un niño que crecerá y que, quizá, seguirá a Rivera a las Misiones, cargará contra los brasileros, le disparará a los que avanzan en la oscuridad desde la parte más alta de una ciudad amurallada?) y el sacerdote se vuelve, tratando de localizar la ubicación del infante. Luego vuelve a mirar a Saragosita que ahora habla. Habla muy bajo.
No le entiendo, dice Artigas.
Esa muela, mi General.
Instintivamente, el General se lleva la mano a la mejilla inflamada. El contacto debe aumentar el dolor porque la retira de inmediato. El rostro hinchado parece adquirir un azul tenue como la piel de los ahogados o el brillo de esas venas que quieren escaparse de la carne que las aprisiona. Es un color espantoso, concuerdan para sí, el cura y el baquiano.
Hay un hombre por acá cerca... en estos pagos… La voz de Saragosita parece temblar, como si pasara entre las fauces de pequeñas hélices accionadas a toda velocidad.
Habla fuerte, hijo.
Le digo que conozco a un hombre que puede curarlo.
¿Viaja con nosotros?
No. No.
El padre Figueredo mira a Artigas con un gesto de preocupación. El General está a punto de desmayarse o eso parece. Ha cedido la presión de las riendas y el caballo blanco baja la cabeza para probar el pasto que bordea el arroyo.
¿Dónde está?
A una tarde de caballo, más o menos, remontando el Mandisoví.
Nueva mirada entre el sacerdote y el General.
¿Es de confiar?, pregunta el padre.
Curó a mi compadre de un balazo en las tripas. Tenía el cuero reventado y se le salía todo. Ya estaba casi muerto cuando lo salvó.
No hablés más... ve a buscarlo.
Alrededor de los tres hombres, lo que luego se llamó Pueblo Oriental pero que en aquel momento era un racimo de gente hambrienta, cansada y sucia, trajinaba con sus cosas engrosando la superficie del campamento. Algunos intentaban pescar en las aguas del Ayuí, otros dormían recostados a los vehículos o a campo traviesa y otros (un grupo minoritario) consideraba la posibilidad de volver. Pero ¿adónde volver? Lo que quedaba atrás era tierra perdida: poblaciones incendiadas, ganado muerto; sueños que se habían ahogado, perdido, absorbido y se condensaban en la figura extraña del hombre que montaba el caballo blanco. Ese hombre que padecía de una brutal infección producida por una muela en estado deplorable.
Saragosita remontó el arroyo, atravesó cerros y hondonadas, cruzó una peligrosa cañada y, luego de sortear con dificultad un cerco compacto de espinillos, avistó el hogar de Mandalá. Me gustaría creer que se trataba de una construcción de piedra con un techo en forma de bóveda y un patio de acceso sostenido en dos columnas de granito pero me veo obligado a afirmar que era un rancho de adobe y paja que se sostenía gracias al natural cobijo de los cerros cercanos. Un perro flaco anunció la llegada del baquiano. Saragosita tiró de las riendas y llamó. Desde el fondo del rancho surgió Mandalá.
Caminaba apoyándose en dos bastones, la columna combada formando una suerte de ángulo agudo y los ojos contemplando el piso como si la propia visión se hubiera escabullido entre los pastos. El viejo curandero Mandalá debía andar por los cien años cuando el baquiano Saragosita lo fue a buscar.
¿Era indio?
¿Cómo saberlo? El viejo Mandalá era mudo de nacimiento. Al menos nadie lo había escuchado hablar; claro que muy pocas personas lo trataban y, quienes lo hacían, no eran proclives al diálogo y menos a la cuestión de dirimir si el viejo era en verdad mudo, si la mudez le venía desde la primera hora o si, simplemente, callaba por cansancio o sabiduría. Saragosita desmontó cuando el perro, tras un rápido movimiento de los bastones del viejo, retrocedió. El baquiano se presentó y el viejo curandero, mediante señas, le dio a entender que se acordaba de él. El rostro de Mandalá parecía un cuero reseco que ha sufrido las inclemencias del sol, la lluvia y el viento de forma más que constante, además de la propia, imborrable, marca de la centuria.
En pocas palabras explicó el baquiano el motivo de su viaje. No hizo una exposición detallada de los pormenores del Éxodo del Pueblo Oriental, no alocucionó sobre los godos y su poder tirano ni comentó los sórdidos detalles de aquella travesía descabellada. Se refirió con respeto y devoción a la figura que necesitaba el auxilio de Mandalá. Dijo que era un hombre colocado al frente de una gran misión y que mucha gente dependía de él. Explicó que padecía un fuerte dolor de muelas y que su rostro estaba muy hinchado. Aquel padecimiento, explicó, no permitía que maniobrara correctamente y podía perjudicar toda la obra. Necesita, concluyó, curarse lo antes posible. Mientras lo escuchaba, el viejo Mandalá se dedicaba a apisonar la tierra con sus bastones. Por mas que quisiera, no podía mirar a los ojos a su interlocutor. Cuando Saragosita terminó, el curandero le dio a entender que le era imposible trasladarse hacia el sitio donde se hallaba el enfermo (hecho que el baquiano ya había debido advertir) y lo invitó a que lo siguiera al rancho.
En el interior reinaba un aire denso, pesado; un tenue olor a podrido se filtraba desde algún lugar. Una mesa y un tronco de ñandubay eran el único mobiliario del recinto. Al fondo, cubierto por unos trapos, se adivinaba la figura de un catre. Saragosita tosió y reculó hacia la puerta. El hedor aumentaba a medida que se avanzaba dentro del rancho. Desde su encorvada posición, el dueño de casa debió entrever el asco y el temor reflejados en el rostro del baquiano y le hizo un gesto con una de sus manos abastonadas; un gesto que parecía indicar calma, no hay problema, sígame nomás.
La pared lateral del rancho comunicaba con un pequeño pasillo por el que el viejo curandero se internó y por el que, tapándose con el poncho y respirando lo indispensable, también se aventuró Saragosita. Las paredes de barro parecían estrecharse, el olor a descomposición aumentaba; a punto estuvo el baquiano de perder el conocimiento.
¿Qué era, Santo Dios?
En el patio interno del destartalado rancho del curandero, descansaban los restos de lo que en vida había sido una vaca. Un ejército de moscas gordas y ruidosas elevaron vuelo ante la presencia de los dos hombres. Otras, más confiadas, siguieron con su labor, esto es, explorar la putrefacta materia (pelos, carne, hueso) que componía los restos del animal. Pese a la conmoción, el malestar y el pánico que lo embargaban, el baquiano no pudo dejar de advertir el círculo de una materia parecida a la sal que rodeaba el cadáver sobre el piso. Descubrió, además, que el pobre animal había sido despojado del cuero por lo que ofrecía un aspecto mucho más lamentable aún.
Esta historia está llena de asquerosidades...
La historia con mayúsculas, Bentancor, está llena de asquerosidades. Esa versión edulcorada, santificada, bienhechora que los historiadores nos cuentan –y sobretodo los historiadores locales entre los que repta esa culebra académica apellidada Peñalosa– es sólo la punta del iceberg, la cúpula de la almena, el punto final de la madeja.
No entiendo a dónde va a parar todo esto. ¿Qué intenta demostrar?
Nada en absoluto. Sólo refiero hechos. Éste es un registro de hechos, hechos históricos, actos anónimos que labran la trama. Limítese a oír y déjeme terminar.
Bien.
El asunto es que el viejo curandero Mandalá se inclina ante los restos putrefactos de la vaca y pronuncia una oración o lo que, en aquellos tiempos, se conocía como santiguado. Saragosita no escucha nada, atento como está a no permitir que el hedor avance por sus fosas nasales. La mano derecha del viejo se sumerge entre los restos descompuestos y atraviesa músculos y tejidos que se rasgan como débil papel maché. Unas costillas blancas emergen a la superficie como tímidos polizones descubiertos in fraganti. La mano del viejo hurga entre la materia avanzando dentro de la cavidad toráxica del animal. En determinado momento da con lo que busca y su mano aparece de golpe portando un pequeño trozo de carne negra que se desintegra entre sus dedos. A todo esto, Saragosita está a punto de vomitar.
Es comprensible.
El viejo rodea el cadáver, cruza frente a Saragosita y le indica que lo siga. El baquiano se apresura y los dos hombres se encuentran de nuevo en el rancho. El viejo coloca el trozo de carne dentro de una pequeña vasija de barro. Luego, se la extiende a Saragosita.
¿Qué hago con esto?, pregunta el baquiano.
El viejo levanta la cabeza generando una postura casi imposible con el cuello y el torso, apoya uno de los bastones en la pared y, con la mano libre, introduce su dedo índice en la boca, estira la comisura de los labios y hace la señal de depositar algo allí dentro.
¿Tiene que comerse esto?
El viejo niega con la cabeza. Vuelve a repetir el gesto pero perfeccionándolo de tal forma que, Saragosita entiende que el General debe colocarse aquel trozo de carne descompuesta sobre la muela y esperar por una pronta sanación. Las señas del viejo parecen indicar que la cura será inmediata. Saragosita vuelve a mirar el inmundo contenido de la vasija y otra vez al viejo. Le pregunta algo así como qué se debe o cuánto sale aquéllo y el viejo niega con la mano libre que se apronta a tomar de nuevo el bastón. Saragosita insiste y el viejo vuelve a negar. Por último, los dos hombres salen al patio. Saragosita advierte que el sol comienza a perderse entre los cerros. Mandalá lo apremia a que se marche. Sus gestos se pierden en una maraña de movimientos de la que Saragosita nada entiende. Palmea el hombro curvado del viejo y monta a caballo. El perro cursiento lo despide con un ladrido ronco, desganado y Saragosita vuelve a hundirse en los cerros rumbo al campamento sobre el Ayuí.
Temprano, a la mañana siguiente, el padre Figueredo celebró misa al aire libre. Un viejo cencerro fue la campana que llamó a los feligreses. Tuvo duras palabras para con aquéllos que se habían animado a cuestionar la gestión de José Gervasio Artigas, abrigando la posibilidad de desertar del grupo. Equiparó los paisajes desolados que dejaron atrás con las regiones más áridas del Infierno y dijo que los que pensaban volverse eran como Judas Iscariote traicionando a Jesús y que ya debían saber cómo había terminado aquél. Luego, comparó a Artigas con la bienaventurada figura de Cristo, habló del Gólgota y del Calvario y mencionó, como de pasada, la cuestión de la vida eterna. Cuando vio que su parroquia comenzaba a congelarse en una mezcla de miedo y pena infinita, los hizo cantar un salmo y rezar un Padrenuestro.
¿Y Artigas?
El General andaba por allí, recuperado de su inhumana infección molar y ofreciendo una sonrisa mucho más convincente que la diatriba del padre Figueredo. Exceptuando a tres personas (entre las que se contaba el propio Artigas) nadie supo que fue curado por los restos descompuestos de una vaca. El hecho fue silenciado o, lo que es mejor, ignorado e integrado a la dinámica de aquel periplo increíble.
¿Y Saragosita?
Esto no es una película basada en hechos reales. No voy a contarle qué hizo cada personaje con su existencia después de lo que acabo de referir. El baquiano se entreveró en la multitud, seguramente desertó al poco tiempo y se internó en los campos, en la ominosa pradera de la Estoria Nacional. Vaya uno a saber. Y, por ahora, no le voy a contar nada más.
Todo empezó cuando el Pueblo Oriental acampó en el Ayuí.
Exacto. No hay registro de ningún tipo que especifique las condiciones climáticas, ni la hora exacta del arribo, ni los preparativos propios de un asentamiento en tales lares. En determinado momento, Saragosita hizo una seña y el conductor tiró de las riendas que sofrenaron el vehículo y el padre Figueredo bajó del carretón y, supongo, se persignó cuando sus pies tocaron la tierra. Tierra firme. La tierra en realidad los venía acompañando desde varios días atrás: tierra en los caminos, en el lomo de los caballos, en los arreos, en los techos de las carretas, en las ropas, en los sombreros, en los cabellos. La tierra era parte fundamental del cuadro con una intensidad tanto o más fuerte que la oscuridad de la noche. Porque la noche desaparece cuando surge el día pero la tierra, irremediablemente, sigue. Sigue aunque adquiera la forma de barro cuando llueve, sigue pegada a los cascos de los caballos y a los tamangos y botas de los hombres. La tierra es un ente omnipresente y mucho más en aquellos días sin rutas ni pavimento. Estaba diciendo que el padre Figueredo se bajó del carretón, se persignó y echó a andar hacia el hombre que montaba el caballo blanco (según Hércules Peñalosa, mi antiguo condiscípulo, amigo, colega y ahora, justo es decirlo, mi rival académico, el caballo no era blanco. Era un tostado, me dijo rotundamente. Para mí era blanco, Peñalosa, qué quiere que le diga.). El jinete contemplaba a hombres, mujeres y niños cargando sus trastos a lo largo del arroyo. El caballo resoplaba, el agua corría, un viejo cantaba. El padre Figueredo -que en un principio había intentado equiparar el Éxodo a aquel otro Éxodo de Moisés y su pueblo por el desierto pero que había desistido cuando comprobó la brutalidad de su parroquia y la tosquedad con que se referían a Dios o a cualquier otro principio celestial– llegó ante el hombre que montaba el caballo blanco -José Gervasio Artigas (1764-1850)- y tomó las riendas con manos temblorosas. El prócer miró al sacerdote con un gesto de preocupación que decía mucho más que lo estrictamente dibujado en su cara. El verdadero rostro de Artigas, que ningún óleo ha captado a la perfección, estaba quemado por la continua exposición al sol y ostentaba una barba de tres días. Algunas canas comenzaban a manchar el negro de los pelos faciales. La nariz no era tan grande como nos aseguran los historiadores aunque, en este preciso momento, queda bastante desdibujada por la severa hinchazón que ostenta su semblante y que, permítaseme decirlo ahora, es el nudo principal de este relato. ¿Te sientes bien, hijo?, le preguntó el sacerdote.
¿Lo tuteaba?
Supongo que sí. ¿Qué razón puede haber para que no lo hiciera? Recuerde que el padre Figueredo era una figura eclesiástica, casi santa, sobredimensionada en aquellas tierras bárbaras donde el trato con los campesinos le adjudicaba un estatus superior. ¿Por qué no iba a tutear a Artigas? El líder del Pueblo Oriental debía consultarlo de vez en cuando y pedirle alguna oración de bienaventuranza. Había una confianza mutua que destilaba compañerismo y camaradería. Recuerde que el clero siempre ha sabido buscar la amistad de los poderosos, sean estos encumbrados reyes capaces de fulminarte con un dedo o líderes sin rumbo que guían a su pueblo hacia una Tierra Desconocida.
No comparto.
No comparta. La historia es mía por derecho propio y no voy a aceptar modificaciones ni cuestionamientos. Mi único contrincante –el profesor Hércules Peñalosa, desde la Academia o desde las páginas de El Nacional – sabe cuál es mi acero y mi verdad y es el único preparado para enfrentarlos.
Estamos en que el padre Figueredo llega ante Artigas que sigue montado, nervioso, cansado, con la mejilla derecha hinchada y la cara desfigurada por el dolor. El padre contempla el rostro del Prócer –con la incrédula convicción de un cristiano ante las heridas de Cristo, diría un mal novelista– con la incrédula convicción de un cristiano ante las heridas de Cristo. Detrás del sacerdote, el baquiano Saragosita asiste a la escena con su rostro impasible.
De pronto, uno de los tres personajes escupe. Artigas no; tiene el rostro tomado por la hinchazón y no puede exigirle a su boca ese esfuerzo de succión y expulsión que requiere salivar. El padre Figueredo tampoco; hombre de la Iglesia Católica practica la doctrina milenaria de tragarse las faltas de su orgullo junto con su saliva y sus mucosidades. El que escupe es el baquiano Saragosita. Lo hace con fuerza, decidido, con cierta elegancia primitiva que llama la atención de los otros dos. En el suelo, húmedo por la cercanía de la corriente natural pero ya marcado por las pisadas recientes de los que viajan, se yergue una mancha casi redonda de saliva y trozos triturados de tabaco.
Eso es una licencia asquerosa.
Ignoraré ese comentario y sigo contando. El asunto es que el prócer y el cura miran al baquiano. Un niño llora a lo lejos (¿Hambre?, ¿Sueño?, ¿Las primeras esquirlas de la Patria que nace marcando la carne joven, la carne de un niño que crecerá y que, quizá, seguirá a Rivera a las Misiones, cargará contra los brasileros, le disparará a los que avanzan en la oscuridad desde la parte más alta de una ciudad amurallada?) y el sacerdote se vuelve, tratando de localizar la ubicación del infante. Luego vuelve a mirar a Saragosita que ahora habla. Habla muy bajo.
No le entiendo, dice Artigas.
Esa muela, mi General.
Instintivamente, el General se lleva la mano a la mejilla inflamada. El contacto debe aumentar el dolor porque la retira de inmediato. El rostro hinchado parece adquirir un azul tenue como la piel de los ahogados o el brillo de esas venas que quieren escaparse de la carne que las aprisiona. Es un color espantoso, concuerdan para sí, el cura y el baquiano.
Hay un hombre por acá cerca... en estos pagos… La voz de Saragosita parece temblar, como si pasara entre las fauces de pequeñas hélices accionadas a toda velocidad.
Habla fuerte, hijo.
Le digo que conozco a un hombre que puede curarlo.
¿Viaja con nosotros?
No. No.
El padre Figueredo mira a Artigas con un gesto de preocupación. El General está a punto de desmayarse o eso parece. Ha cedido la presión de las riendas y el caballo blanco baja la cabeza para probar el pasto que bordea el arroyo.
¿Dónde está?
A una tarde de caballo, más o menos, remontando el Mandisoví.
Nueva mirada entre el sacerdote y el General.
¿Es de confiar?, pregunta el padre.
Curó a mi compadre de un balazo en las tripas. Tenía el cuero reventado y se le salía todo. Ya estaba casi muerto cuando lo salvó.
No hablés más... ve a buscarlo.
Alrededor de los tres hombres, lo que luego se llamó Pueblo Oriental pero que en aquel momento era un racimo de gente hambrienta, cansada y sucia, trajinaba con sus cosas engrosando la superficie del campamento. Algunos intentaban pescar en las aguas del Ayuí, otros dormían recostados a los vehículos o a campo traviesa y otros (un grupo minoritario) consideraba la posibilidad de volver. Pero ¿adónde volver? Lo que quedaba atrás era tierra perdida: poblaciones incendiadas, ganado muerto; sueños que se habían ahogado, perdido, absorbido y se condensaban en la figura extraña del hombre que montaba el caballo blanco. Ese hombre que padecía de una brutal infección producida por una muela en estado deplorable.
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Saragosita remontó el arroyo, atravesó cerros y hondonadas, cruzó una peligrosa cañada y, luego de sortear con dificultad un cerco compacto de espinillos, avistó el hogar de Mandalá. Me gustaría creer que se trataba de una construcción de piedra con un techo en forma de bóveda y un patio de acceso sostenido en dos columnas de granito pero me veo obligado a afirmar que era un rancho de adobe y paja que se sostenía gracias al natural cobijo de los cerros cercanos. Un perro flaco anunció la llegada del baquiano. Saragosita tiró de las riendas y llamó. Desde el fondo del rancho surgió Mandalá.
Caminaba apoyándose en dos bastones, la columna combada formando una suerte de ángulo agudo y los ojos contemplando el piso como si la propia visión se hubiera escabullido entre los pastos. El viejo curandero Mandalá debía andar por los cien años cuando el baquiano Saragosita lo fue a buscar.
¿Era indio?
¿Cómo saberlo? El viejo Mandalá era mudo de nacimiento. Al menos nadie lo había escuchado hablar; claro que muy pocas personas lo trataban y, quienes lo hacían, no eran proclives al diálogo y menos a la cuestión de dirimir si el viejo era en verdad mudo, si la mudez le venía desde la primera hora o si, simplemente, callaba por cansancio o sabiduría. Saragosita desmontó cuando el perro, tras un rápido movimiento de los bastones del viejo, retrocedió. El baquiano se presentó y el viejo curandero, mediante señas, le dio a entender que se acordaba de él. El rostro de Mandalá parecía un cuero reseco que ha sufrido las inclemencias del sol, la lluvia y el viento de forma más que constante, además de la propia, imborrable, marca de la centuria.
En pocas palabras explicó el baquiano el motivo de su viaje. No hizo una exposición detallada de los pormenores del Éxodo del Pueblo Oriental, no alocucionó sobre los godos y su poder tirano ni comentó los sórdidos detalles de aquella travesía descabellada. Se refirió con respeto y devoción a la figura que necesitaba el auxilio de Mandalá. Dijo que era un hombre colocado al frente de una gran misión y que mucha gente dependía de él. Explicó que padecía un fuerte dolor de muelas y que su rostro estaba muy hinchado. Aquel padecimiento, explicó, no permitía que maniobrara correctamente y podía perjudicar toda la obra. Necesita, concluyó, curarse lo antes posible. Mientras lo escuchaba, el viejo Mandalá se dedicaba a apisonar la tierra con sus bastones. Por mas que quisiera, no podía mirar a los ojos a su interlocutor. Cuando Saragosita terminó, el curandero le dio a entender que le era imposible trasladarse hacia el sitio donde se hallaba el enfermo (hecho que el baquiano ya había debido advertir) y lo invitó a que lo siguiera al rancho.
En el interior reinaba un aire denso, pesado; un tenue olor a podrido se filtraba desde algún lugar. Una mesa y un tronco de ñandubay eran el único mobiliario del recinto. Al fondo, cubierto por unos trapos, se adivinaba la figura de un catre. Saragosita tosió y reculó hacia la puerta. El hedor aumentaba a medida que se avanzaba dentro del rancho. Desde su encorvada posición, el dueño de casa debió entrever el asco y el temor reflejados en el rostro del baquiano y le hizo un gesto con una de sus manos abastonadas; un gesto que parecía indicar calma, no hay problema, sígame nomás.
La pared lateral del rancho comunicaba con un pequeño pasillo por el que el viejo curandero se internó y por el que, tapándose con el poncho y respirando lo indispensable, también se aventuró Saragosita. Las paredes de barro parecían estrecharse, el olor a descomposición aumentaba; a punto estuvo el baquiano de perder el conocimiento.
¿Qué era, Santo Dios?
En el patio interno del destartalado rancho del curandero, descansaban los restos de lo que en vida había sido una vaca. Un ejército de moscas gordas y ruidosas elevaron vuelo ante la presencia de los dos hombres. Otras, más confiadas, siguieron con su labor, esto es, explorar la putrefacta materia (pelos, carne, hueso) que componía los restos del animal. Pese a la conmoción, el malestar y el pánico que lo embargaban, el baquiano no pudo dejar de advertir el círculo de una materia parecida a la sal que rodeaba el cadáver sobre el piso. Descubrió, además, que el pobre animal había sido despojado del cuero por lo que ofrecía un aspecto mucho más lamentable aún.
Esta historia está llena de asquerosidades...
La historia con mayúsculas, Bentancor, está llena de asquerosidades. Esa versión edulcorada, santificada, bienhechora que los historiadores nos cuentan –y sobretodo los historiadores locales entre los que repta esa culebra académica apellidada Peñalosa– es sólo la punta del iceberg, la cúpula de la almena, el punto final de la madeja.
No entiendo a dónde va a parar todo esto. ¿Qué intenta demostrar?
Nada en absoluto. Sólo refiero hechos. Éste es un registro de hechos, hechos históricos, actos anónimos que labran la trama. Limítese a oír y déjeme terminar.
Bien.
El asunto es que el viejo curandero Mandalá se inclina ante los restos putrefactos de la vaca y pronuncia una oración o lo que, en aquellos tiempos, se conocía como santiguado. Saragosita no escucha nada, atento como está a no permitir que el hedor avance por sus fosas nasales. La mano derecha del viejo se sumerge entre los restos descompuestos y atraviesa músculos y tejidos que se rasgan como débil papel maché. Unas costillas blancas emergen a la superficie como tímidos polizones descubiertos in fraganti. La mano del viejo hurga entre la materia avanzando dentro de la cavidad toráxica del animal. En determinado momento da con lo que busca y su mano aparece de golpe portando un pequeño trozo de carne negra que se desintegra entre sus dedos. A todo esto, Saragosita está a punto de vomitar.
Es comprensible.
El viejo rodea el cadáver, cruza frente a Saragosita y le indica que lo siga. El baquiano se apresura y los dos hombres se encuentran de nuevo en el rancho. El viejo coloca el trozo de carne dentro de una pequeña vasija de barro. Luego, se la extiende a Saragosita.
¿Qué hago con esto?, pregunta el baquiano.
El viejo levanta la cabeza generando una postura casi imposible con el cuello y el torso, apoya uno de los bastones en la pared y, con la mano libre, introduce su dedo índice en la boca, estira la comisura de los labios y hace la señal de depositar algo allí dentro.
¿Tiene que comerse esto?
El viejo niega con la cabeza. Vuelve a repetir el gesto pero perfeccionándolo de tal forma que, Saragosita entiende que el General debe colocarse aquel trozo de carne descompuesta sobre la muela y esperar por una pronta sanación. Las señas del viejo parecen indicar que la cura será inmediata. Saragosita vuelve a mirar el inmundo contenido de la vasija y otra vez al viejo. Le pregunta algo así como qué se debe o cuánto sale aquéllo y el viejo niega con la mano libre que se apronta a tomar de nuevo el bastón. Saragosita insiste y el viejo vuelve a negar. Por último, los dos hombres salen al patio. Saragosita advierte que el sol comienza a perderse entre los cerros. Mandalá lo apremia a que se marche. Sus gestos se pierden en una maraña de movimientos de la que Saragosita nada entiende. Palmea el hombro curvado del viejo y monta a caballo. El perro cursiento lo despide con un ladrido ronco, desganado y Saragosita vuelve a hundirse en los cerros rumbo al campamento sobre el Ayuí.
* * *
Temprano, a la mañana siguiente, el padre Figueredo celebró misa al aire libre. Un viejo cencerro fue la campana que llamó a los feligreses. Tuvo duras palabras para con aquéllos que se habían animado a cuestionar la gestión de José Gervasio Artigas, abrigando la posibilidad de desertar del grupo. Equiparó los paisajes desolados que dejaron atrás con las regiones más áridas del Infierno y dijo que los que pensaban volverse eran como Judas Iscariote traicionando a Jesús y que ya debían saber cómo había terminado aquél. Luego, comparó a Artigas con la bienaventurada figura de Cristo, habló del Gólgota y del Calvario y mencionó, como de pasada, la cuestión de la vida eterna. Cuando vio que su parroquia comenzaba a congelarse en una mezcla de miedo y pena infinita, los hizo cantar un salmo y rezar un Padrenuestro.
¿Y Artigas?
El General andaba por allí, recuperado de su inhumana infección molar y ofreciendo una sonrisa mucho más convincente que la diatriba del padre Figueredo. Exceptuando a tres personas (entre las que se contaba el propio Artigas) nadie supo que fue curado por los restos descompuestos de una vaca. El hecho fue silenciado o, lo que es mejor, ignorado e integrado a la dinámica de aquel periplo increíble.
¿Y Saragosita?
Esto no es una película basada en hechos reales. No voy a contarle qué hizo cada personaje con su existencia después de lo que acabo de referir. El baquiano se entreveró en la multitud, seguramente desertó al poco tiempo y se internó en los campos, en la ominosa pradera de la Estoria Nacional. Vaya uno a saber. Y, por ahora, no le voy a contar nada más.
* Agradecemos al autor la gentileza de permitirnos publicar este cuento.
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