Finalmente, publicamos la
tercera y última parte de esta saga crítica en la que Sanchiz aborda
los últimos libros colectivos 22 mujeres (2012), Sobrenatural (2012)
y Entintalo (2012).
Pero
lo más importante lo van a encontrar después, cuando Sanchiz
discute la noción de novedad en la literatura uruguaya. Para quienes
lo siguen, ya sea en la diaria
o en sus blogs, van encontrar lo que esperan. Para quienes no lo
siguen tal vez se molesten, como algunos de nosotros, ante su
planteo... Como sea, acá dejamos, para que evalúen ustedes, la
postura de Sanchiz frente a las nuevas narrativas uruguayas.
El espejismo y la promesa
Por Ramiro Sanchiz
3
Esa escritura preocupada por lo estrictamente narrativo (de la que quizá
Santullo y Trujillo serían los representantes más claros) parece configurar,
entonces, el grupo más delineado entre las voces visibilizadas a partir de
2008. La muestra de relatos de corte fantástico Sobrenatural (Estuario, 2012) permitió, de hecho, percibir los
movimientos de estos escritores. Seleccionada por Santullo a través de
contactar autores y solicitarles un cuento que incluyera hechos sobrenaturales,
es quizá la más homogénea (aunque no en cuanto a la factura de los cuentos) de
las muestras aquí mencionadas, e indudablemente contribuye a resaltar puntos de
contacto entre los autores incluidos: no sólo el apego a lo narrativo y a la
prosa sin notorias pretensiones de indagación formal sino –y esto es quizá lo
más evidente en el libro– una curiosa dificultad a la hora de trabajar los
códigos de la narrativa fantástica, sólo superada por dos o tres de los
escritores participantes –uno de ellos el cordobés Luciano Lamberti.
Una escritura de corte más experimental, más preocupada por juegos formales y por la materialidad de las palabras, que parece desdeñar la construcción clásica del relato, podría servir de pauta para unir a escritores apartados del grupo de Santullo, Trujillo, Cabrera y compañía. Quizá cabría incluir aquí a Agustín Acevedo Kanopa –especialmente a partir de su novela Antes del crepúsculo, publicada en 2010– y a los más “experimentales” de los escritores y escritoras incorporados a las tres muestras: Florencia Orrico, Luis Topogenario, Mauricio Aldecosea y Fernando Foglino. Está claro que ninguno de los acá mencionados están a la altura –en cuanto a visibilidad– de los representantes de la otra tendencia.
A la vez, otras publicaciones han arrojado más nombres e impresiones al panorama. Así, la reciente muestra 22 mujeres (Irrupciones, 2012) marca cierto alejamiento de Fernanda Trías del molde “intimista” (y un acercamiento a la corriente de “la historia bien contada”), a la vez que aporta una valiosa adición –Stephanie Biscomb– a la lista de los “pop”, que también es representada en este libro por Mardero y Feippe. El pop, de hecho, es una de las confluencias temáticas o conceptuales más notorias de esta muestra (que buscó incluir narradoras de generaciones diversas).
La escasa representación de lo fantástico quizá sea otro rasgo a tomar en cuenta. En ese sentido, volviendo a Sobrenatural y su decepcionante trabajo sobre lo fantástico o la fantasía (o incluso la ciencia ficción), parecería confirmar que la tendencia hacia el realismo –tan visible en el canon uruguayo, que automáticamente califica de “raro” a cualquier escritor o escritora que se aparte así sea mínimamente de cualquier aburrida convención realista o costumbrista a la Benedetti o Delgado Aparaín– sigue siendo una fuerza importante.
La última muestra aparecida en 2012, Entintalo, que surge del concurso de narrativa joven propuesto por el Centro Cultural de España, es también un elemento a tomar en cuenta. De los autores presentes en las muestras comentadas encontramos aquí a Horacio Cavallo (el único presente en todas estas selecciones, excepto, por supuesto, la centrada en narrativa escrita por mujeres), Agustín Acevedo Kanopa, Rosario Lázaro, Marcelo Silveira y Martín Bentancor, además del poeta Hoski, que aunque recientemente publicó Hacia Ítaca, su primera novela, podemos pensarlo como un recién llegado –y con una entrada auspiciosa– al campo de la narrativa, y cuatro escritores (Gastón Fernández Arricar, María Noel Gazzano, Mariana Lluch y Sebastían Miguez Conde) ausentes de las otras muestras. El nivel, una vez más, es desparejo, con cuentos resueltos notoriamente de un modo chapucero y también aportes sólidos o incluso atractivos (los cuentos de Lázaro y Bentancor, por ejemplo); la tendencia al realismo está clara, por otra parte, en este libro: el cuento de Cavallo, por ejemplo, resulta mucho más interesante que su aporte a Sobrenatural, que resultó un poco agrisado por el intento no del todo satisfactorio de trabajar un tópico de la literatura fantástica. El trabajo de Acevedo Kanopa, por otra parte –con su primera persona hiperdetallista y su juego de fondo y figura con lo dicho y lo sugerido–, parece acercar a su autor al grupo de los “intimistas”, a la vez que lo más “estrictamente narrativo” aparece reafirmado en el aporte de Bentancor, pero también en el de Cavallo. Esto cabe ser leído como una manera más de confirmar la filiación aparente de estos autores al grupo al que pertenecerían Santullo y Trujillo. A la vez, el cuento de Hoski, abiertamente autoficcional, juega en la frontera –trabajada por el cuidadoso realismo sucio de Alfonso– entre el pop y la literatura del yo.
En ese sentido, es cierto que ni Entintalo ni Sobrenatural plantean verdaderos desafíos al mapa provisorio que venimos delineando acá. Por el contrario, confirman ciertas figuras en las coordenadas en las que se las ha pensado y aportan más elementos a la hora de confirmar como válidas, interesantes o problemáticas ciertas situaciones, entre ellas la mínima representación de lo fantástico en los autores presentados por estas muestras. También está claro que esto funciona en tanto ambas son leídas desde la confluencia de posicionamientos y temáticas centrales que venimos proponiendo, pero eso es parte del juego ficcional implicado en trazar un mapa y leer entre las obras de ciertos escritores y escritoras. Aceptando, entonces, que las líneas de temática y escritura propuestas por Lagos son una guía válida y fértil, los polos que configuran los campos magnéticos más detectables en la narrativa uruguaya reciente son la literatura solipsista o centrada en el yo (en la que la influencia de Mario Levrero es fundamental), la narrativa más de asunto o de “contar una historia” y la presencia (generalmente con tonos nostálgicos) de la cultura pop de la década de 1980 y parte de la de 1990 (que no adquiere, por otra parte, el tono de indagación y experimentación cuasivanguardista que confiere Fernández Porta a sus observaciones en Afterpop).
Cabría sumar otro asunto: Si pensamos desde una perspectiva de géneros narrativos, es interesante constatar que la única colección de libros específicamente promovidos bajo la bandera de un género (Cosecha Roja, de Editorial Estuario, dedicada al policial) haya atraído a dos de los autores más prolíficos de los visibilizados a partir de 2008, Pedro Peña y Rodolfo Santullo, ambos extensivamente representados (tres libros de Peña, dos de Santullo –uno de ellos en coautoría con Martín Bentancor) en la colección, que permitió una evidente salida editorial de un material que, de otro modo, quizá seguiría esperando la llegada de un editor o, por qué no, la oportunidad de ser escrito. Salvo, entonces, que pensemos en la “autoficción” como un género, y teniendo en cuenta la rarificación del área de lo fantástico, es interesante que el único género explorado con éxito por algunos de los nuevos narradores uruguayos sea el policial.
4
¿Qué pasa entonces con la posibilidad de una “nueva narrativa uruguaya? El “nuevo canon” propuesto por algunas editoriales –HUM en particular–, con Polleri, Lissardi, Echavarren y Espinosa a la cabeza, ¿implica una verdadera renovación? ¿O se tratará de un cambio de ropa que mantiene la misma figura avejentada?
Si los narradores que salieron más recientemente de las sombras –o al menos el grupo perfilado más nítidamente dentro de esa amplia categoría– se caracterizan por mantener un diálogo más cercano con la tradición (es curioso que se piense que hay una tradición uruguaya, cuando en realidad no hay más que un montón de gente que se creyó las mentiras de la generación del 45), por apelar a una historia “bien contada” y por minimizar riesgos en virtud de una comunicación con el lector (o con el editor) pautada por el reconocimiento de la “buena literatura” y por el bienestar inmediato del superyó del autor, quizá debamos repensar las cosas. La gente que piensa en una “tradición” uruguaya suele suscribir a la idea de que también hay “raros” uruguayos; ¿dónde están, entonces, los “jóvenes raros”? ¿Los hay? Diferentes como son Peña de Santullo, Trujillo de Bentancor, Cavallo de Acevedo Kanopa, no son tan diferentes (o sus diferencias no son tan notorias, o sus diferencias no miden tanto en el campo propuesto) como para pensar que “todos son raros” o que “raro es la nueva norma” ¿No será, entonces, que los “crueles” siguen siendo, todavía en 2012, la única “novedad” más o menos defendible como tal desde por lo menos 1984, por no decir 1973, por no decir 1945? La “promesa” que se esbozó en 2008, me atrevería a decir, pasados casi cuatro años ha terminado por desdibujarse casi por completo en un bostezo de aceptación de pautas conservadoras, un gran deseo de “encajar” y poca voluntad de riesgo. La astucia y el sentido común parecen ser los valores más importantes a la hora de pensar los proyectos narrativos en relación al medio: el viejo gesto contracultural y under de los escritores de ciencia ficción de la década de 1980 y 1990 –que no les sirvió para salir de las sombras, cabe aclarar: con muy pocas excepciones nadie los recuerda ahora, y por tanto no se puede hablar de su actividad como algo “nuevo” en la literatura uruguaya, en tanto pasó sin pena ni gloria, o, mejor dicho, con bastante pena y poca gloria– parece haberse sumado a la lista de poses y actitudes risibles y a evitar a toda costa (o, si se sigue el gesto de Pablo Trochón, usable como excusa para payasear un poco).
Es cierto que cabe pensar que una nueva camada de narradores podría oponerse al desborde solipsista de los escritores y escritoras de la “literatura del yo” que Lagos agrupó bajo el nombre de “intimistas”; es cierto que una vocación a narrar de un modo, digamos, muscular, maduro o incluso viril –y a la vez atento al artesanado, a cierto espesor de “lo literario”, al diálogo con el canon–, parecería dibujarse como la mejor alternativa a ciertas líneas que ya suenan a cosa pasada, a la moda de anteayer. No menos cierto es que ese diálogo con el canon, esa atención al artesanado (que, por apelar a reglas convencionales y consagradas es, esencialmente, conservadora) y ese fetichismo de “la historia bien contada” como valor central (casi único de hecho) a la narrativa, terminaron devolviendo a tantas “promesas” a la misma autopista venida a menos que se prolonga desde Mario Benedetti y todavía más atrás. El “diálogo con el canon” del que hablaron Matías Núñez y Gabriel Lagos terminó siendo un reiterado “sí, querida” o, tal vez, un “sí, Sócrates”; de ahí que el rechazo de todo aquello que ostente cierto extremismo (sea en el sentido pop, en el solipsista o en el experimental) ha terminado por facilitar (no digo garantizar, aunque en algunos casos así parece ser) la medianía, la cautela y el conservadurismo. Opera, entonces, el equivalente literario de la “íntima tristeza reaccionaria” de la que habló López Velarde en La suave patria.
La (nueva) narrativa uruguaya: resignada, pacíficamente reaccionaria. Susurro gris, apenas nostálgico de la alternativa no tomada.
¿Será entonces que las únicas revoluciones toleradas por la literatura uruguaya son las silenciosas? ¿O, al fin y al cabo, que al este del Rio Uruguay y al sur de Rio Grande no se tolera revolución alguna?
¿Habrá que desempolvar los dichos de Herrera y Reissig sobre “los nuevos charrúas”?
¿Será, finalmente, que los escritores uruguayos, los “jóvenes”, los “nuevos”, los “emergentes”, sí parecen vivir en una versión aún más resignada de lo que Roger Waters llamó quiet desperation, llamados a quedarse –antes que arriesgarse al vacío, antes que correr peligro de no ser “vistos”, de no ser “aceptados”, de no ser bienvenidos al majestuoso (?) edificio de la literatura nacional– en el pequeño nicho que los dinosaurios de siempre, ya convertidos en hulla o en turba, siguen destinándoles?
Una escritura de corte más experimental, más preocupada por juegos formales y por la materialidad de las palabras, que parece desdeñar la construcción clásica del relato, podría servir de pauta para unir a escritores apartados del grupo de Santullo, Trujillo, Cabrera y compañía. Quizá cabría incluir aquí a Agustín Acevedo Kanopa –especialmente a partir de su novela Antes del crepúsculo, publicada en 2010– y a los más “experimentales” de los escritores y escritoras incorporados a las tres muestras: Florencia Orrico, Luis Topogenario, Mauricio Aldecosea y Fernando Foglino. Está claro que ninguno de los acá mencionados están a la altura –en cuanto a visibilidad– de los representantes de la otra tendencia.
A la vez, otras publicaciones han arrojado más nombres e impresiones al panorama. Así, la reciente muestra 22 mujeres (Irrupciones, 2012) marca cierto alejamiento de Fernanda Trías del molde “intimista” (y un acercamiento a la corriente de “la historia bien contada”), a la vez que aporta una valiosa adición –Stephanie Biscomb– a la lista de los “pop”, que también es representada en este libro por Mardero y Feippe. El pop, de hecho, es una de las confluencias temáticas o conceptuales más notorias de esta muestra (que buscó incluir narradoras de generaciones diversas).
La escasa representación de lo fantástico quizá sea otro rasgo a tomar en cuenta. En ese sentido, volviendo a Sobrenatural y su decepcionante trabajo sobre lo fantástico o la fantasía (o incluso la ciencia ficción), parecería confirmar que la tendencia hacia el realismo –tan visible en el canon uruguayo, que automáticamente califica de “raro” a cualquier escritor o escritora que se aparte así sea mínimamente de cualquier aburrida convención realista o costumbrista a la Benedetti o Delgado Aparaín– sigue siendo una fuerza importante.
La última muestra aparecida en 2012, Entintalo, que surge del concurso de narrativa joven propuesto por el Centro Cultural de España, es también un elemento a tomar en cuenta. De los autores presentes en las muestras comentadas encontramos aquí a Horacio Cavallo (el único presente en todas estas selecciones, excepto, por supuesto, la centrada en narrativa escrita por mujeres), Agustín Acevedo Kanopa, Rosario Lázaro, Marcelo Silveira y Martín Bentancor, además del poeta Hoski, que aunque recientemente publicó Hacia Ítaca, su primera novela, podemos pensarlo como un recién llegado –y con una entrada auspiciosa– al campo de la narrativa, y cuatro escritores (Gastón Fernández Arricar, María Noel Gazzano, Mariana Lluch y Sebastían Miguez Conde) ausentes de las otras muestras. El nivel, una vez más, es desparejo, con cuentos resueltos notoriamente de un modo chapucero y también aportes sólidos o incluso atractivos (los cuentos de Lázaro y Bentancor, por ejemplo); la tendencia al realismo está clara, por otra parte, en este libro: el cuento de Cavallo, por ejemplo, resulta mucho más interesante que su aporte a Sobrenatural, que resultó un poco agrisado por el intento no del todo satisfactorio de trabajar un tópico de la literatura fantástica. El trabajo de Acevedo Kanopa, por otra parte –con su primera persona hiperdetallista y su juego de fondo y figura con lo dicho y lo sugerido–, parece acercar a su autor al grupo de los “intimistas”, a la vez que lo más “estrictamente narrativo” aparece reafirmado en el aporte de Bentancor, pero también en el de Cavallo. Esto cabe ser leído como una manera más de confirmar la filiación aparente de estos autores al grupo al que pertenecerían Santullo y Trujillo. A la vez, el cuento de Hoski, abiertamente autoficcional, juega en la frontera –trabajada por el cuidadoso realismo sucio de Alfonso– entre el pop y la literatura del yo.
En ese sentido, es cierto que ni Entintalo ni Sobrenatural plantean verdaderos desafíos al mapa provisorio que venimos delineando acá. Por el contrario, confirman ciertas figuras en las coordenadas en las que se las ha pensado y aportan más elementos a la hora de confirmar como válidas, interesantes o problemáticas ciertas situaciones, entre ellas la mínima representación de lo fantástico en los autores presentados por estas muestras. También está claro que esto funciona en tanto ambas son leídas desde la confluencia de posicionamientos y temáticas centrales que venimos proponiendo, pero eso es parte del juego ficcional implicado en trazar un mapa y leer entre las obras de ciertos escritores y escritoras. Aceptando, entonces, que las líneas de temática y escritura propuestas por Lagos son una guía válida y fértil, los polos que configuran los campos magnéticos más detectables en la narrativa uruguaya reciente son la literatura solipsista o centrada en el yo (en la que la influencia de Mario Levrero es fundamental), la narrativa más de asunto o de “contar una historia” y la presencia (generalmente con tonos nostálgicos) de la cultura pop de la década de 1980 y parte de la de 1990 (que no adquiere, por otra parte, el tono de indagación y experimentación cuasivanguardista que confiere Fernández Porta a sus observaciones en Afterpop).
Cabría sumar otro asunto: Si pensamos desde una perspectiva de géneros narrativos, es interesante constatar que la única colección de libros específicamente promovidos bajo la bandera de un género (Cosecha Roja, de Editorial Estuario, dedicada al policial) haya atraído a dos de los autores más prolíficos de los visibilizados a partir de 2008, Pedro Peña y Rodolfo Santullo, ambos extensivamente representados (tres libros de Peña, dos de Santullo –uno de ellos en coautoría con Martín Bentancor) en la colección, que permitió una evidente salida editorial de un material que, de otro modo, quizá seguiría esperando la llegada de un editor o, por qué no, la oportunidad de ser escrito. Salvo, entonces, que pensemos en la “autoficción” como un género, y teniendo en cuenta la rarificación del área de lo fantástico, es interesante que el único género explorado con éxito por algunos de los nuevos narradores uruguayos sea el policial.
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¿Qué pasa entonces con la posibilidad de una “nueva narrativa uruguaya? El “nuevo canon” propuesto por algunas editoriales –HUM en particular–, con Polleri, Lissardi, Echavarren y Espinosa a la cabeza, ¿implica una verdadera renovación? ¿O se tratará de un cambio de ropa que mantiene la misma figura avejentada?
Si los narradores que salieron más recientemente de las sombras –o al menos el grupo perfilado más nítidamente dentro de esa amplia categoría– se caracterizan por mantener un diálogo más cercano con la tradición (es curioso que se piense que hay una tradición uruguaya, cuando en realidad no hay más que un montón de gente que se creyó las mentiras de la generación del 45), por apelar a una historia “bien contada” y por minimizar riesgos en virtud de una comunicación con el lector (o con el editor) pautada por el reconocimiento de la “buena literatura” y por el bienestar inmediato del superyó del autor, quizá debamos repensar las cosas. La gente que piensa en una “tradición” uruguaya suele suscribir a la idea de que también hay “raros” uruguayos; ¿dónde están, entonces, los “jóvenes raros”? ¿Los hay? Diferentes como son Peña de Santullo, Trujillo de Bentancor, Cavallo de Acevedo Kanopa, no son tan diferentes (o sus diferencias no son tan notorias, o sus diferencias no miden tanto en el campo propuesto) como para pensar que “todos son raros” o que “raro es la nueva norma” ¿No será, entonces, que los “crueles” siguen siendo, todavía en 2012, la única “novedad” más o menos defendible como tal desde por lo menos 1984, por no decir 1973, por no decir 1945? La “promesa” que se esbozó en 2008, me atrevería a decir, pasados casi cuatro años ha terminado por desdibujarse casi por completo en un bostezo de aceptación de pautas conservadoras, un gran deseo de “encajar” y poca voluntad de riesgo. La astucia y el sentido común parecen ser los valores más importantes a la hora de pensar los proyectos narrativos en relación al medio: el viejo gesto contracultural y under de los escritores de ciencia ficción de la década de 1980 y 1990 –que no les sirvió para salir de las sombras, cabe aclarar: con muy pocas excepciones nadie los recuerda ahora, y por tanto no se puede hablar de su actividad como algo “nuevo” en la literatura uruguaya, en tanto pasó sin pena ni gloria, o, mejor dicho, con bastante pena y poca gloria– parece haberse sumado a la lista de poses y actitudes risibles y a evitar a toda costa (o, si se sigue el gesto de Pablo Trochón, usable como excusa para payasear un poco).
Es cierto que cabe pensar que una nueva camada de narradores podría oponerse al desborde solipsista de los escritores y escritoras de la “literatura del yo” que Lagos agrupó bajo el nombre de “intimistas”; es cierto que una vocación a narrar de un modo, digamos, muscular, maduro o incluso viril –y a la vez atento al artesanado, a cierto espesor de “lo literario”, al diálogo con el canon–, parecería dibujarse como la mejor alternativa a ciertas líneas que ya suenan a cosa pasada, a la moda de anteayer. No menos cierto es que ese diálogo con el canon, esa atención al artesanado (que, por apelar a reglas convencionales y consagradas es, esencialmente, conservadora) y ese fetichismo de “la historia bien contada” como valor central (casi único de hecho) a la narrativa, terminaron devolviendo a tantas “promesas” a la misma autopista venida a menos que se prolonga desde Mario Benedetti y todavía más atrás. El “diálogo con el canon” del que hablaron Matías Núñez y Gabriel Lagos terminó siendo un reiterado “sí, querida” o, tal vez, un “sí, Sócrates”; de ahí que el rechazo de todo aquello que ostente cierto extremismo (sea en el sentido pop, en el solipsista o en el experimental) ha terminado por facilitar (no digo garantizar, aunque en algunos casos así parece ser) la medianía, la cautela y el conservadurismo. Opera, entonces, el equivalente literario de la “íntima tristeza reaccionaria” de la que habló López Velarde en La suave patria.
La (nueva) narrativa uruguaya: resignada, pacíficamente reaccionaria. Susurro gris, apenas nostálgico de la alternativa no tomada.
¿Será entonces que las únicas revoluciones toleradas por la literatura uruguaya son las silenciosas? ¿O, al fin y al cabo, que al este del Rio Uruguay y al sur de Rio Grande no se tolera revolución alguna?
¿Habrá que desempolvar los dichos de Herrera y Reissig sobre “los nuevos charrúas”?
¿Será, finalmente, que los escritores uruguayos, los “jóvenes”, los “nuevos”, los “emergentes”, sí parecen vivir en una versión aún más resignada de lo que Roger Waters llamó quiet desperation, llamados a quedarse –antes que arriesgarse al vacío, antes que correr peligro de no ser “vistos”, de no ser “aceptados”, de no ser bienvenidos al majestuoso (?) edificio de la literatura nacional– en el pequeño nicho que los dinosaurios de siempre, ya convertidos en hulla o en turba, siguen destinándoles?
Brillante nota! Antes de realizar un comentario más extenso, me gustaría saber a qué te referís cuando decís "las mentiras de la generación del 45". Gracias.
ResponderEliminarCuriosamente (o no) tengo la misma duda que el comentarista anterior: ¿cuáles son esas mentiras?
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